Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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Aimes se subió a un Jeep con el sargento de artillería Frank Horse, su compañero de juergas preferido, los dos vestidos con camiseta negra, material de campo y arnés, los dos fumándose los puros baratos que se habían comprado en Tijuana dos meses antes. Horse era apache mescalero de pura raza y Aimes le consideraba el mejor instructor de infantería avanzada de Camp Pendleton, además de un combatiente de primera. Aunque era afroamericano, Aimes había oído decir una vez a su abuela que tenía sangre apache (se lo había creído) y que era descendiente de grandes guerreros (estaba convencido de que era cierto), así que cuando Horse y él bebían más tequila de lo recomendable, solían bromear diciendo que eran de la misma tribu.

Horse sonrió sin quitarse el puro de la boca.

– No le ves, ¿verdad?

Aimes le dio una vuelta al cigarro que tenía entre los dientes. En algún lugar de esas ciento cincuenta hectáreas que tenían delante había un joven marine que según Horse tenía espíritu de guerrero.

– Aún no se ve, pero estoy observándole.

Horse sonrió aún más y asintió sin un motivo concreto.

– Joder, León, está justo debajo de tus narices.

– ¡Y una mierda! Si está ahí voy a encontrarle.

León Aimes arrugó aún más el entrecejo y se imaginó un enorme tablero de ajedrez encima del terreno. Escudriñó atentamente todos y cada uno de los escaques y vio grupos de manzanitas y matorrales mientras hacía una comparación mental para ver si se había movido algo en los minutos transcurridos desde la última vez que había repasado el terreno. No vio ningún rastro de movimiento, pero sabía que allí abajo había un joven marine que avanzaba sigilosamente hacia él.

Horse dio una ostentosa chupada al puro y soltó una gran columna de humo.

– Hace casi dos horas que estamos aquí, colega -comentó, refregándoselo por las narices a León, pinchándole-. Sabes que es bueno. Si no, ya le habrías visto. ¿Vamos a tenerle todo el día ahí o es que esto tiene más que ver con tu orgullo que con su entrenamiento?

Finalmente, el sargento de artillería León Aimes bajó los prismáticos. Su amigo Frank Horse era inteligente, además de un gran combatiente.

– Vale, coño, ¿dónde está?

Horse sonrió, como si hubiera ganado una apuesta personal, y Aimes se dio cuenta de que a Horse le caía bien el chico, le caía muy bien. Horse señaló hacia su izquierda y hacia adelante con el puro.

– Va hacia trescuatrocero. ¿Ves esa pequeña depresión a unos trescientos metros?

Aimes la distinguió de inmediato, incluso sin levantar los prismáticos. Una mera sombra.

– Sí.

Horse buscó el megáfono a sus espaldas.

– Se ha acercado por esa pequeña abertura de la orilla del arroyo, a la derecha, y desde ahí ha seguido avanzando.

Aimes escupió un salivazo marrón por el puro, enfadado.

– ¿Cómo coño lo has visto?

– No he visto una mierda -contestó Horse. Lanzó también un salivazo y miró a su amigo-. Es el camino que le he dicho que siguiera.

Sus miradas se encontraron, y Aimes sonrió.

– Dile al chico que venga y hablaremos con él.

Horse apretó el botón del megáfono y dijo mirando hacia las montañas:

– Se ha terminado el programa, soldado. Póngase en pie.

La pequeña depresión que había a unos trescientos metros en dirección a trescuatrocero no se movió. En cambio un montículo poco compacto de ramitas y tierra se levantó a su derecha a menos de doscientos metros de donde estaban. A Horse casi se le cayó el puro de entre los dientes, y Aimes se echó a reír. Le dio una palmada en la espalda a su viejo amigo.

– Trescuatrocero. Ya, ya.

– Estaba convencido…

– Suerte que el chico no iba a freímos a tiros.

Entonces los dos veteranos combatientes dejaron de reírse y Aimes asintió. Horse volvió a levantar el megáfono.

– Venga aquí, soldado. Inmediatamente.

– ¿Está en forma?

Al verle correr por el terreno accidentado de la pendiente hacia ellos, Aimes pensó que con el traje de campaña con trozos de tela de saco, el soldado parecía un perrito pequinés dando saltitos.

– Cuando vino ya estaba en forma -contestó Horse.

– ¿Es un chaval de granja?

– Es de campo, pero no creo que viviera en una granja.

A Aimes le caían bien los chicos que habían crecido en el campo y conocían la naturaleza.

– Y ese nombre tan curioso, Pike, ¿es inglés o irlandés?

– Ni idea. No habla de su familia. En realidad casi no habla de nada.

Aimes asintió. No le parecía mal.

– Puede que no tenga nada que decir -aventuró.

Horse parecía algo nervioso, como si se hubieran encontrado algo inesperado en el camino que no le hiciera ninguna gracia.

– Bueno, es verdad que no dice gran cosa, pero no me parece tonto.

– Tú sabes perfectamente que no vale la pena que pierda el tiempo con un idiota -contestó Aimes, mirando con severidad a su amigo. Volvió la vista hacia el marine que corría hacia ellos-. Alguien que saca una puntuación tan alta como la de este chico en las pruebas no puede ser tonto.

El chico había superado a la mayoría de los universitarios que les llegaban, y se situaba el primero en todas las clases a las que tenía que asistir.

– Bueno, hay quien dice que es un poco raro, entre ellos algunos de la sección. Es muy reservado y lee bastante. No se va de ligue cuando libra. Nada de eso. Yo diría que desde que me lo mandaron no le he visto sonreír una sola vez.

Aimes pareció preocupado.

– La sonrisa de un hombre te dice mucho de él.

– Sí, bueno.

Siguieron mirándole y finalmente Aimes suspiró.

– Alguien que no trabaja bien en equipo no me sirve.

Horse lanzó otro salivazo.

– Si no trabajara bien en equipo no estaríamos aquí. Ese chico es muy bueno, pero cuando hay que avanzar en equipo disminuye la velocidad para ayudar a sus compañeros. Y además sin que nadie se lo ordene.

Aimes asintió. Le gustaba bastante lo que le decía su amigo.

– ¿Y entonces a qué viene todo eso de que es raro? Dices que es el mejor hombre de tu sección de entrenamiento, me enseñas su expediente, me cuentas que es el mejor de la clase y después me traes hasta aquí y nos la pega el chaval, a sus diecisiete años, como si llevara tres años en una patrulla de reconocimiento o de francotirador.

Horse se encogió ligeramente de hombros.

– Quería que lo supieras, nada más. No es el típico recluta.

– En la Fuerza de Reconocimiento no interesan los reclutas típicos, y eso lo sabemos tú y yo mejor que nadie. Quiero chicos con sentido moral para convertirlos en asesinos profesionales. Y punto.

Horse hizo un gesto de impotencia.

– Sólo quería que lo supieras.

– Vale, muy bien. -Aimes mordió el puro barato y siguió observando al joven marine-. ¿Y qué es lo que lee?

– Lee, sin más. Todo lo que encuentra. Novelas, historia. Una vez le vi con un libro de Nietzsche. Y en su taquilla descubrí algo de Basho.

– Vaya.

– Sabía que eso también te gustaría.

– Pues sí. Me gusta.

León Aimes pensó en el soldado con renovado interés, pues creía que todos los grandes guerreros eran poetas. Los samuráis lo habían demostrado, y Aimes tenía una teoría propia al respecto. Sabía que a un joven podía llenársele la cabeza con todos los conceptos de deber, honor y patria que se quisieran, pero cuando las cosas se ponían feas y empezaban a volar las balas ni siquiera el joven más valiente se quedaba allí a morir por su Sally, que le esperaba en casita, o incluso por las barras y las estrellas de Estados Unidos. Y si se quedaba era por los amigos que tenía a su lado. El cariño que les profesaba y el miedo a pasar vergüenza ante ellos eran los motivos que le empujaban a seguir luchando incluso cuando no podía controlar los esfínteres o cuando todo a su alrededor era un infierno. Había que ser alguien especial para quedarse solo, sin el peso de los amigos que anclaba al suelo, y Aimes buscaba a jóvenes guerreros para enseñarles a moverse, a luchar y a ganar solos. Y a morir solos también, si era necesario, y no todo el mundo estaba a la altura. Pero los poetas eran diferentes. Podías llenarle el corazón a un poeta con los conceptos del deber y el honor, y a veces, con un poco de suerte, era suficiente. Aimes había descubierto hacía mucho, quizás incluso en una vida anterior, que un poeta era capaz de morir por una rosa.

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