Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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Pike soltó un bufido.

– Yo ayudando a Krantz…

– Dolan tiene que preguntarle a Frank por las otras cuatro víctimas y mirar las cosas de Karen. Habla con él.

Pike pareció estar de acuerdo.

Echamos a andar otra vez, en silencio, y enseguida llegamos al Jeep de Pike. Abrió la puerta, pero no subió.

– ¿Elvis?

– ¿Sí?

– ¿Me las dejas?

Quería las transcripciones de los interrogatorios.

– Claro.

Se las di.

– ¿Tú crees que ha sido Dersh? -preguntó.

– No lo sé, Joe. Mi instinto, que siempre es de fiar aunque lo haga trabajar demasiado, me dice que no, pero sinceramente no lo sé.

Pike abrió un poco la boca. Otro movimiento sutil.

– Voy a hablar con Frank y ya te diré algo.

Joe Pike subió a su Jeep y cerró la puerta, y en aquel momento hubiera dado cualquier cosa por ver qué pasaba en su interior.

* * *

Pike quería ver a Eugene Dersh.

Quería observarle en su propio entorno para ver si le daba la impresión de que había matado a Karen García. En el caso de que fuera el posible asesino, ya decidiría luego qué hacer.

Por las transcripciones de los interrogatorios policiales, Pike sabía que Dersh trabajaba en casa. Todos los interrogatorios de la policía de Los Ángeles empezaban igual. «Diga su nombre y dirección para que consten. Diga a qué se dedica.» El instructor de Pike en la academia decía que se empezaba así porque al sujeto le entraban ganas de contestar. Pike había descubierto más adelante que muy a menudo también le entraban ganas de mentir. Incluso los inocentes mentían. Se inventaban un nombre y una dirección que, cuando intentabas ponerte en contacto con ellos dos semanas después, resultaba la de una tienda de repuestos para el automóvil, o la de un edificio lleno de inmigrantes ilegales, ninguno de los cuales hablaba inglés.

Pike entró con el coche en una gasolinera de Chevron y buscó la dirección de Dersh en el callejero. Vivía en una zona residencial antigua de Los Feliz, con calles llenas de curvas que seguían el contorno de las estribaciones de las colinas. Era importante ver un plano de la zona, porque la gente de Krantz estaba observando la casa de Dersh, y Pike quería saber dónde estaban.

En cuanto supo los nombres de las calles que rodeaban la casa, llamó con el móvil a una agente inmobiliaria que conocía y le preguntó si había alguna casa en alquiler o en venta en aquellas calles. La policía podía montar una base de vigilancia en una furgoneta en caso necesario, pero preferían utilizar una casa. Tras una breve búsqueda, la amiga de Pike le informó de que había tres casas en venta en la zona, dos de ellas vacías, y le dio las direcciones. Al compararlas con la de Dersh en el plano, Pike vio que una estaba en la calle que había inmediatamente al norte de la de Dersh, junto a un callejón. La policía estaría allí.

Pike recorrió Hollywood y se metió en aquel barrio antiguo y tranquilo hasta llegar a la casa de Dersh, pequeña y bien conservada. Se fijó en la casa de dos pisos que había junto al callejón y que debía de ser el puesto de vigilancia de la policía. Al pasar junto a la boca del callejón vio durante una décima de segundo un reflejo en la ventana del primer piso. Los agentes debían de tener allí prismáticos, un teleobjetivo y seguramente una cámara de vídeo, pero si Dersh se mantenía al otro lado de la casa no le verían. En una situación de combate, aquellos tíos pasarían a la historia en un abrir y cerrar de ojos.

El barrio era sencillo. Casas pequeñas apartadas de la acera, con abundancia de árboles y arbustos en los jardines, y poco espacio entre ellas. No había nadie podando en el jardín delantero ni ninguna asistenta mirando por la ventana del salón, ni gente paseando, ni perritos chillones. Pike aparcó en la calle dos casas al oeste de la de Dersh y desapareció entre los arbustos del jardín de al lado en un abrir y cerrar de ojos. En el instante en que se dejó envolver por las hojas y las ramas sintió una calma absoluta.

Avanzó por el exterior de aquella casa, siempre por debajo de las ventanas, y pasó por entre los árboles a los arbustos espinosos de la de Dersh. No tocó ni movió las plantas, sino que las esquivó y se movió entre ellas, como había hecho desde niño.

Pike llegó sigilosamente hasta la esquina de la ventana del salón, miró rápidamente y con disimulo el interior, bien iluminado, vio que había movimiento en una habitación del otro lado y oyó música. Yves Montand cantando en francés.

Pike siguió la pared oeste de la casa atravesando un grupo de árboles del caucho, helechos y azucenas, y pasando por debajo de la ventana alta de un lavabo hasta llegar a las ventanas de bisagras del estudio de Dersh, donde vio a dos hombres. Dersh, el más bajo de los dos, con vaqueros y una camisa hawaiana. Tenía que ser Dersh, porque el otro hombre, más bajo, llevaba un traje. Dersh se movía como si estuviera en su casa, y el otro como si fuera una visita. Pike escuchó. Los dos hombres estaban ante un ordenador, Dersh sentado y el otro de pie señalando la pantalla por encima del hombro del primero. Pike oía a Yves Montand y de vez en cuando distinguía alguna palabra. Estaban comentando la maquetación de un anuncio para una revista.

Pike observó a Dersh e intentó hacerse una idea de cómo era. No parecía capaz de las cosas que sospechaba la policía, pero Pike sabía que a veces las apariencias engañan. Había conocido a muchos hombres que parecían fuertes y se comportaban como si lo fueran, aunque en el fondo eran débiles, y a otros que parecían tímidos y habían demostrado que tenían mucha fortaleza y que eran capaces de hacer cosas terribles.

Pike respiraba de forma pausada y regular, oyendo a los pájaros que estaban en los árboles y recordando a la Karen García con la que había pasado tanto tiempo y cómo había muerto. Analizó a Dersh, observando cómo escribía con el teclado, cómo se comportaba, cómo reía por algo que había dicho el otro hombre. Pensó que si había matado a Karen García acabaría con él. Haría justicia. Podía hacerlo en aquel mismo instante, allí, a la luz del día, bajo la mirada de la policía.

Sin embargo, al cabo de un rato Pike se apartó de la ventana. Eugene Dersh no parecía un asesino, pero Pike pensaba esperar a ver qué pruebas conseguía la policía. Cuando las viera decidiría. Siempre había tiempo para hacer justicia.

* * *

El entrenamiento

Hacíamos ochocientas flexiones de brazos cada día, joder, algunos días más de doscientas colgados, y nos hacían correr. Corríamos quince kilómetros cada mañana y ocho más por la tarde, y a veces más incluso. No éramos corpulentos, como esos enormes jugadores de fútbol americano ni nada por el estilo, no éramos Rambos que son todo músculos a base de tomar batidos de proteínas. En general éramos chavales delgados, todo huesos, y pasábamos hambre, pero podíamos cargar mochilas de cincuenta kilos, dar cuatrocientas vueltas y subir corriendo por la montaña con un rifle a cuestas todo el día. ¿Sabe qué éramos? Eramos lobos. Con muy mala leche. Mejor no acercarse. Éramos la hostia de peligrosos. Eso era lo que querían, la Fuerza de Reconocimiento. Y también era lo que nosotros queríamos.

Extracto de Young Men at War: A Case by Case Study of Post Traumatic Stress Disorder , de la doctora Patricia Barber, Duke University Press, 1986.

El sargento de artillería León Aimes estaba en lo alto de una de las secas colinas de Camp Pendleton, centro de entrenamiento de marines, al sur de Oceanside, en California, escudriñando la cordillera con unos prismáticos Zeiss que le había regalado su esposa. Al abrir la caja el día de su cuarenta y cuatro cumpleaños se había puesto de muy mala hostia al verlos, porque los Zeiss habían costado a la familia el sueldo de tres meses, pero eran los mejores prismáticos del mundo, no había nada más preciso, y más tarde había ido a pedirle perdón a su mujer, sintiéndose como un trapo sucio, por haberle montado un numerito. Aquellos Zeiss eran los mejores, eso estaba claro. Pensaba utilizarlos para ir de caza de ciervos de cola negra en otoño y, un año después, una vez finalizado el destino de instructor de compañía de la Fuerza de Reconocimiento, cuando regresara a Vietnam en su cuarto turno de combate, los utilizaría para cazar vietnamitas.

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