Dolan me observó mientras le soltaba aquello, y algo parecido a una sonrisa se dibujó en sus labios. No era la sonrisa picara, sino otra, como si me agradeciera lo que le estaba diciendo.
Cuando terminé exclamó:
– ¡Dios!
– No, pero casi.
– Se ve que eres buen investigador, Cole. Muy bueno.
Me encogí de hombros y puse cara de modestia, lo que en mi caso no es nada fácil.
– El mejor…
– … del mundo. Sí, ya sé. -Tomó aire y de repente me di cuenta de que me gustaba mucho su sonrisa-. Puede que sí lo seas. Te lo has currado.
– Pues ayúdame, Dolan. Cuéntame qué pasa aquí.
– Me pones en una posición muy delicada.
– Ya lo sé. Y no quiero ser tu adversario, Dolan, pero Frank García va a preguntarme qué pasa y tengo que decidir si voy a mentirle o no. No me conoces y seguramente no tienes muy buen concepto de mí, pero quiero que sepas que eso para mí no es ninguna tontería. No me gusta mentir, y mentirles a mis clientes me gusta aún menos. Y no voy a hacerlo a no ser que haya un motivo de fuerza mayor. Tienes que comprender que no tengo ningún compromiso ni contigo, ni con Krantz, ni con la inviolabilidad de vuestra investigación, sino con Frank García, que es mi cliente y me va a hacer preguntas hoy mismo. Si estoy aquí ahora es para que puedas decirme por qué no tengo que darle esto.
– ¿Y si no te gusta lo que te cuento?
– Vayamos por pasos.
Entre sus cejas apareció una marcada línea vertical, como si sólo de pensar en qué decirme ya le preocupara. No había visto a muchas mujeres que estuvieran guapas con el ceño fruncido, pero Dolan desde luego lo estaba.
– ¿Te acuerdas de David Berkowitz, el Hijo de Sam?
– Sí. Aquel tipo que disparaba a gente que estaba dentro de coches aparcados en Nueva York.
– Berkowitz se acercaba a un coche, le pegaba un tiro a quien hubiera dentro (hombre, mujer, le daba igual) y se marchaba. Le gustaba matar a gente y le traía sin cuidado a quién. Los federales llaman a los tíos así «asesinos de azar», y son los más difíciles de pescar. ¿Te imaginas por qué?
– No hay forma de relacionarlos con las víctimas. No hay manera de predecir quién va a ser el siguiente.
– Exacto.
– La mayoría de los asesinos matan a gente que conocen y por eso se les pilla. El marido mata a la mujer. El yonqui mata al camello. Y así. La mayoría de los asesinatos no se resuelven gracias a pistas, como en Se ha escrito un crimen , ni por descubrimientos del forense, como en las novelas de Patricia Cornwell. La cosa es más sencilla: casi todos los asesinatos se resuelven cuando alguien delata a alguien, cuando un tío te dice «Elmo me dijo que iba a cargárselo», y la poli va a casa de Elmo y encuentra el arma del asesinato escondida debajo de la cama. Así de sencillo. Y cuando no hay nadie que acuse a Elmo, pues Elmo se sale con la suya.
»Eso es lo que tenemos aquí, Cole. Julio Muñoz es la única víctima que tenía antecedentes. Había sido chapero, se había reformado y trabajaba de asistente social en un centro de reinserción de Bellflower. Semple tenía una empresa que se dedicaba a arreglar tejados y vivía en Altadena. No tenía nada que ver con Muñoz. No tenía antecedentes policiales, era diácono en su iglesia, estaba casado, tenía niños, lo típico. Vivian Trainor era enfermera, una persona de lo más normal, como Semple. Keech, vigilante de parques y jardines jubilado, vivía en un asilo de Hacienda Heights. Y ahora Karen García. O sea que tenemos un chapero, un padre de familia muy religioso, una enfermera, un vigilante jubilado y una estudiante universitaria rica. Dos hispanos, dos anglosajones y un negro, todos de distintas partes de la ciudad. Hemos ido a ver a todas las familias y les hemos mencionado los nombres de las demás víctimas, pero no hemos conseguido descubrir ningún vínculo. Estamos intentando encontrar la relación de García con los demás, pero tampoco sacamos nada en limpio. A lo mejor tú puedes ayudarnos en eso.
– ¿Cómo?
– Krantz tiene miedo de presionar al padre de la chica, pero es preciso hablar con él. Krantz no hace más que decir que hay que dejar que se tranquilice, pero yo creo que no podemos esperar. Quiero preguntarle por las otras cuatro víctimas. Quiero mirar las cosas de la chica.
– ¿Ya habéis ido a su piso?
– Sí, claro. Para eso no necesitábamos el permiso del padre, pero es posible que haya dejado cosas en casa de él. Yo lo hice cuando me fui de casa.
– ¿Qué quieres encontrar?
– Algo que la relacione con alguna de las víctimas. Si hay algo así, es que el capullo ese no mata al azar, y entonces será mucho más fácil pescarle.
– Voy a hablar con Pike. Podemos arreglarlo.
– Este tío es listo. Cinco disparos a la cabeza, todos del 22, y ninguna de las balas concuerda. Eso quiere decir que utiliza un arma distinta cada vez. Seguramente se deshace de ellas, así que no vamos a encontrarlas en su poder. Siempre mata en sitios apartados, en tres de los cinco casos de noche, así que no tenemos testigos. Hemos recuperado dos casquillos del 22. Sin huellas, disparados con dos semiautomáticas distintas de distintas marcas. Hemos encontrado huellas de zapatos en tres de los cinco casos, pero escucha esto: son de tres números distintos: cuarenta y tres, cuarenta y cuatro y cuarenta y cinco. Está jugando con nosotros.
– O sea que seguramente también se deshace de los zapatos.
La arruga de la frente se hizo más profunda, pero esta vez no por mí.
– Supongo, pero quién sabe. Está chalado, puede que incluso grabe en vídeo los asesinatos. Joder, qué ganas tengo de atrapar a ese capullo.
Nos quedamos allí un rato más, en silencio, hasta que Dolan miró el reloj.
– Me has dado mucha información, Dolan, pero hasta ahora no me has dicho por qué no debería contárselo todo a Frank.
– Muchas veces estos tíos establecen contacto, como el Hijo de Sam con sus cartas, ¿vale?
– Te escucho.
– El tal Berkowitz lo estaba haciendo muy bien, y eso le daba sensación de poder. Quería alardear de que la policía no era capaz de atraparle y empezó a mandar notas a los periódicos.
»Bueno, pues nuestro hombre no ha hecho eso. Los federales dicen que no quiere publicidad y que puede que incluso le dé miedo. Es una de las razones por las que decidimos mantener eso en secreto. Si lo hacemos público puede que empiece a actuar de otra forma o incluso que se vaya a otra ciudad y empiece de cero. No sé si me entiendes.
– Pero quizá si lo hacéis público alguien os dé una pista que os permita detenerle.
Me miró con dureza, molesta. Tenía los ojos bonitos. Color avellana.
– Joder, superdetective, ése es el problema. Para atrapar a un asesino como éste no hay precisamente libro de instrucciones. Hay que ir poco a poco y cruzar los dedos. ¿Te crees que no lo hemos hablado?
– Sí, supongo que lo habéis hablado.
Pensé en el cambio que había visto en Robos y Homicidios, en cómo de repente todo el mundo estaba más tranquilo, en las sonrisas y en cómo chocaban las palmas de las manos, incluso en los federales con sus muecas de satisfacción, y me di cuenta de que había algo más.
– ¿De quién sospecháis, Dolan?
Me miró como si estuviera decidiendo algo y después se mojó los labios.
– De Dersh.
– ¿De Eugene Dersh?
Por eso le vigilaba la policía.
– Los chalados esos están ansiosos por saber qué sabe la policía. Les gusta enterarse de qué se dice sobre ellos. Una de las cosas que hacen es buscarse una conexión con los asesinatos. Se inventan que son testigos o que han oído algo en un bar, cosas así. Los federales decían que podíamos descubrir algo si teníamos eso presente, y Krantz cree que Dersh encaja.
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