Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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Al entrar en casa encontré un mensaje. Era de Rusty, que me decía que fuera a ver a su primo a Tara's Coffee Bar antes de que empezara el turno, a las cinco de la mañana siguiente. Me había dejado la dirección del local y una explicación de cómo llegar.

Sabía que no iba a defraudarme.

Capítulo 12

Salí de casa a las cuatro y cuarto de la madrugada, dejando a Lucy con su calor en mi cama.

La noche anterior, cuando llegué a mi casa a la salida del trabajo, decidimos que viviera conmigo durante las dos semanas que Ben iba a estar fuera. Bajamos la montaña para ir a su casa a recoger ropa y las cosas de uso personal que iba a necesitar. Contemplé a Lucy mientras colocaba su ropa en mi armario y sus artículos de perfumería en el baño, y me permití darle vueltas a la fantasía de que iba a quedarse de forma permanente. Hacía mucho tiempo que vivía solo, pero compartir mi casa con ella parecía algo natural, nada forzado, como si hubiera compartido mi vida con ella desde siempre. Si eso no es amor, se le parece mucho.

Pedimos la cena por teléfono a un restaurante italiano de Laurel Canyon, bebimos vino tinto y escuchamos el swing de Big Bad Voodoo Daddy en el equipo de música.

Hicimos el amor en el sofá del salón. Después, mientras recorría las cicatrices de mi cuerpo a la luz bronceada de las velas, sentí algo húmedo en la espalda. La miré y estaba llorando.

– ¿Luce? -Suave como el beso de una mariposa.

– Si te perdiera, me moriría.

Le acaricié la cara.

– No vas a perderme. ¿No te acuerdas de que soy el mejor detective del mundo?

– Sí, claro. -Su voz era casi inaudible.

– No vas a perderme, Luce. Ni siquiera vas a poder deshacerte de mí.

Entonces me besó, nos acurrucamos y nos dormimos.

Bajé por las curvas de la montaña bajo un cielo limpio, con mucha claridad y sin estrellas. Ya no había incendios. Ni calor. El calor esperaba para aparecer después.

Cuando llegué a Los Ángeles acababa de salir del ejército y estaba acostumbrado a utilizar las constelaciones para orientarme. El cielo de la ciudad estaba tan iluminado que sólo se veían las estrellas más brillantes, puntitos tenues y nada claros. Por aquel entonces repetía la broma de que esa falta de estrellas era lo que causaba la desorientación de tanta gente, porque en aquella época me parecía que las respuestas eran sencillas. Con los años había aprendido. Algunos encontramos el camino con una única luz como guía, pero otros se pierden incluso cuando la bóveda celeste se ve tan bien como un techo de luces de neón. Es posible que la ética no dependa de la situación, pero los sentimientos sí. Aprendemos a adaptarnos y, con el tiempo, las estrellas que utilizamos para guiarnos acaban estando en el interior, más que en el exterior.

A las cuatro de la mañana soy todo un filósofo…

A las cinco menos veinte salí de la vía rápida para meterme en las calles vacías del centro y en un remanso de luz amarilla llamado Tara's Coffee Bar. En la barra había dos policías de uniforme, además de una docena de hombres obesos y cansados que tenían aspecto de trabajar en la imprenta del Los Ángeles Times . Todos se estaban metiendo entre pecho y espalda huevos con beicon y tostadas con mantequilla, y nadie parecía preocuparse por el colesterol o las calorías.

El único hombre que llevaba traje me llamó, en voz baja, para que nadie más pudiera oírle.

– Eres Cole, ¿verdad?

– Sí. Gracias por venir.

Jerry Swetaggen se encorvó sobre el café como si fuera una hoguera, como si intentara entrar en calor. Era corpulento, como Rusty, con la cara rosada y el pelo de un rubio grisáceo. Parecía más joven de lo que debía de ser, como un chico de catorce años vestido con un traje heredado de un hermano mayor que parecía que nadie había planchado desde hacía semanas, aunque quizás había estado levantado casi toda la noche.

– ¿Has conseguido el expediente de García?

Miró a los dos policías. Nervioso.

– Si alguien se entera, se me cae el pelo. Díselo a Rusty. Me debéis un favor enorme.

– Claro. Al café invito yo. -Cualquiera diría que estaba pidiéndole secretos de Estado.

– No puedes imaginártelo ni remotamente, tío.

– Lo único que de momento me imagino es que podía haber dormido un poco más. ¿Me has conseguido el expediente de García?

– El expediente no, pero lo que tú querías, sí.

La mano de Jerry flotó hasta la solapa de la arrugada americana como si tuviera algo vivo debajo y quisiera dejarlo salir. Volvió a mirar a los policías. Parecía que tenían unas espaldas enormes por los chalecos de kevlar que llevaban debajo de la camisa.

– Aquí no -dijo al fin-. Toma el café y vamos a dar un paseo.

– Pero ¿qué es todo esto? ¿Qué pasa con el caso de Karen García que todo el mundo se comporta de una forma tan rara?

– Toma el café.

Dejé dos dólares encima de la mesa y le seguí. Se había levantado una brisa cálida que nos lanzaba granos de arenilla.

– No te he sacado copia, pero lo he leído.

– Eso no me sirve de nada. Quería compararlo con otra copia que tengo.

– ¿Ya tienes una copia? ¿Entonces por qué he tenido que jugarme el tipo?

– La que tengo puede haber sido manipulada. Creo que pueden haber quitado algún dato, y quiero saber cuál. A lo mejor no es más que un detalle, pero no me gusta que me tomen por tonto.

Jerry parecía desilusionado.

– Joder, ¿qué quieres que te diga? ¿Cifras? ¿Gráficos y tablas? No me acuerdo de todo lo que decía el informe de la Lewis.

– Lo que quiero saber es si había algo sobre el asesinato que la policía quiere ocultar.

Jerry Swetaggen puso cara de sorpresa.

– Ah, pero ¿no lo sabes?

– ¿El qué?

– Pensaba que ya debías de estar al tanto. Rusty me debe una, tío. Y tú también.

– Eso ya lo has dicho. Y en concreto ¿por qué estamos en deuda contigo?

– En la sección de la piel se identificaron catorce partículas distintas en la herida de entrada. Ahora están haciendo un análisis especializado, que tarda cuarenta y ocho horas, así que la doctora Lewis no tendrá los resultados hasta mañana, pero todo el mundo sabe ya que van a encontrar la lejía.

– ¿Lejía? -Como si yo supiera a qué se refería.

– En el plástico. Está siempre en el plástico.

Lo miré fijamente.

– Plástico blanco.

– Sí.

– Encontraron plástico blanco en la herida.

En el informe de la autopsia que había leído no se mencionaba ninguna partícula de plástico. No se decía nada sobre la lejía.

– El plástico procede de una botella de lejía que el asesino utilizó como silenciador improvisado. Seguramente también encontrarán restos de adhesivo de la cinta aislante.

– ¿Cómo sabes lo que van a encontrar?

Jerry se llevó la mano a la solapa otra vez, pero los dos agentes salieron del café y él disimuló como si se sacudiera algo, y se dio la vuelta.

– Ni siquiera saben que estamos vivos, Jerry.

– Oye, que el que se juega el pellejo no eres tú.

El policía más bajo de los dos sacudió los hombros para recolocarse el chaleco y después los dos echaron a andar por la calle y se alejaron. A luchar contra el crimen.

Cuando se hubieron alejado, Jerry sacó una hoja de papel que había doblado en tres.

– ¿Quieres saber lo que están ocultando, Cole? ¿Quieres saber por qué es tan importante?

Desplegó el papel de un manotazo y me lo enseñó como si fuera a dejarme estupefacto. Y eso fue justamente lo que sucedió.

– Karen García es la quinta persona asesinada así en los últimos diecinueve meses.

Miré el papel. Había cinco nombres de persona escritos a máquina, con una breve descripción de cada una. La quinta era Karen García. Cinco nombres, cinco fechas.

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