Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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El señor Pike bebió otro sorbo de whisky y empezó a cortar el asado. Después de los dos primeros trozos frunció el entrecejo.

– ¿Qué mierda de carne barata has comprado? ¡Hay una vena aquí en medio, joder!

Ya estaba.

La madre de Joe puso el puré y las judías en la mesa sin contestar.

Su padre dejó el cuchillo de trinchar y el tenedor.

– ¿No sabes hablar americano? ¿Cómo quieres que me coma algo con esta pinta que tiene? Te han vendido una carne asquerosa.

Ella siguió sin mirarle.

– ¿Por qué no te calmas y te comes la cena en paz? No sabía que había una vena. No ponen cartelitos que digan: «Esta carne tiene una vena».

Joe sabía que su madre tenía miedo, aunque no lo demostrara. Parecía más bien enfadada y resentida.

– Yo sólo lo comento. Mírala. Si es que ni siquiera la estás mirando.

– Ya me como yo la dichosa vena. Ponla en mi plato.

El rostro del señor Pike inició el lento e inexorable cambio de color.

– ¿Qué clase de respuesta es ésa? -dijo, mirando a su mujer-. ¿Qué quiere decir ese tono de voz?

– Ya me lo como yo, papá. A mí me gustan las venas -dijo Joe.

Los ojos de su padre, pequeñísimos, destellaron.

– ¡Nadie se va a comer estas putas venas!

La señora Pike agarró el plato.

– Pero que discusión más tonta. Voy a quitar la vena y así no tendrás que verla.

Su marido le arrebató el plato y lo dejó sobre la mesa de un golpe.

– Ya la he visto. Esto es una mierda. ¿Quieres ver lo que hago con la mierda?

– Déjalo, por favor, por el amor de Dios.

El hombre se puso en pie de golpe, agarró el plato, abrió la puerta de la cocina de una patada y tiró el asado al jardín.

– Eso es lo que tengo que comer. Mierda. Como un perro.

Joe se encogió en la silla y pensó que ojalá pudiera hacerse más pequeño. Sintió ganas de desaparecer. El mercancías estaba a punto de derribar las paredes de la casa, iba a por ellos, y ya nadie podía detenerlo.

Su madre también estaba de pie, con la cara roja, gritando:

– ¡Yo eso no lo recojo!

– Desde luego que lo recoges, o si no vas a ver lo que es bueno.

Las palabras mágicas: «lo que es bueno».

– Ya lo recojo yo -gimoteó Joe-. Ya lo limpio yo, papá.

Su padre le agarró del brazo y le sentó de un tirón.

– ¡Y una mierda! ¡La puta de tu madre va a hacerlo!

La señora Pike, pálida, gritaba. Estaba temblando, y Joe no sabía si era de miedo, de rabia o de las dos cosas.

– ¡El que ha tirado ahí fuera la cena has sido tú! ¡Recógelo tú! Por mí, que se quede ahí fuera para que lo vea todo el mundo.

– Como no lo recojas vas a ver lo que es bueno -repitió el hombre.

– Si tan asqueroso te parece esto, mejor que te vayas. ¡Vete a vivir a algún sitio donde no tengan venas!

Los ojos del señor Pike quedaron reducidos a dos puntos arrugados. Se le hincharon las arterias del rostro, aún más colorado. Se abalanzó sobre su esposa y le dio un puñetazo en la cara, mientras Joe chillaba. La lanzó contra la mesa. La botella de Old Crow cayó al suelo y se hizo mil pedazos, y todo quedó salpicado de whisky barato y cristal. La señora Pike escupió sangre.

– ¿Ves qué tipo de hombre es tu padre? ¿Lo ves?

Elle dio otro puñetazo que la dejó de rodillas. El padre de Joe no daba bofetadas. Nunca. Se servía de los puños.

Joe sintió un fuego que le recorría los brazos y las piernas, como si se le fueran toda la fuerza y el control y no pudiera moverlos. Respiraba profunda y entrecortadamente y sacaba lágrimas y mocos por la nariz.

– ¡No, papá! ¡No, por favor!

Su padre le pegó entonces un puñetazo en la nuca a su madre, que cayó boca abajo. Cuando levantó la vista tenía el ojo izquierdo cerrado y sangraba por la nariz. No miraba a su marido, sino a su hijo.

Entonces el señor Pike le pegó una patada que la dejó de costado y Joe vio cómo el miedo, crudo y terrible, se reflejaba en la mirada de su madre.

– ¡Llama a la policía, Joe! -chilló-. ¡Que arresten a este hijo de puta!

A sus nueve años, Joe Pike, llorando, con los pantalones calientes de repente por la orina, corrió hacia su padre y le empujó con todas sus fuerzas.

– ¡No hagas daño a mamá!

El señor Pike le golpeó con fuerza y cayó de lado. Entonces le pegó una patada. La bota de trabajo, pesada y de puntera de acero, alcanzó a Joe en el muslo y le produjo un intensísimo dolor.

Le dio otra patada y entonces se puso encima de él y se quitó el cinturón. Dobló el grueso cinturón de cuero sin decir palabra y empezó a soltarle cintazos mientras su madre tosía sangre. Joe sabía que en aquel momento su padre no le veía. Los ojos pequeños y rojos de su padre no tenían vida, estaban vacíos, nublados por una rabia que Joe no alcanzaba a comprender.

El grueso cinturón fue cayendo una y otra vez sobre el niño, que chillaba y suplicaba a su padre que parase, hasta que por fin pudo ponerse en pie y salió corriendo por la puerta en busca del refugio de los árboles.

A sus nueve años, Joe Pike corrió con todas sus fuerzas, a trompicones por entre las ramas bajas y cortantes. Sus piernas ya no le pertenecían. Quiso detenerse, pero había perdido el control de las piernas, que le alejaron cada vez más de la casa hasta que tropezó con una raíz y cayó al suelo.

Se quedó allí tirado durante una eternidad, con la espalda y los brazos ardiendo de dolor, y la garganta y la nariz llenas de mocos, y entonces se arrastró hasta el extremo del bosque. De la casa seguían saliendo aún gritos y chillidos. Su padre abrió la puerta de una patada y tiró al jardín una olla de puré, pero volvió a entrar para seguir profiriendo insultos.

Joe Pike se sentó en el suelo, oculto entre las hojas, observando. Su cuerpo fue calmándose lentamente, se le secaron las lágrimas y sintió que le quemaba por dentro, poco a poco, la vergüenza que sentía cada vez que salía corriendo de la casa y dejaba a su madre sola con él. Se sentía débil ante la fuerza de su padre, tenía miedo cuando se ponía furioso.

Al cabo de un rato cesaron los gritos y el bosque quedó en silencio. Se oyó el canto de un sinsonte y unos diminutos insectos voladores se pusieron a dar vueltas cruzando los rayos de sol, cada vez más apagados.

Joe Pike seguía mirando la casa, como si flotara ajeno al tiempo y al espacio, como si fuera invisible a todos, allí oculto en el extremo del bosque.

Allí se sentía a salvo.

El bosque fue oscureciendo al tiempo que el cielo enrojecía, pero Joe Pike no se movió. Se apoderó del dolor, del miedo y de la vergüenza y se imaginó que los doblaba y los guardaba en unas cajitas que después metía en un pesado baúl de roble que había al pie de una escalera muy profunda. Cerró el baúl y tiró la llave. Se hizo tres promesas:

No va a ser siempre así.

Voy a hacerme fuerte.

No voy a sufrir.

Al caer el sol, su padre salió de la casa, se metió en el Kinsgwood y se marchó.

Joe esperó a que desapareciera el coche y entró en casa a ver cómo estaba su madre.

Voy a hacerme fuerte.

No voy a sufrir.

No va a ser siempre así.

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