Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– No.

– El señor Ward no estaba con usted el sábado, ¿verdad? -Si hubiera estado, podría preguntarle también a él.

– No. Riley vino el domingo. No había subido nunca al lago. Increíble, ¿no le parece? Y es de aquí. Lo que son estas cosas. Vive a dos o tres kilómetros del lago, y no había ido nunca.

– Yo sé de gente que no ha estado nunca en Disneylandia.

– Qué fuerte -asintió.

Me levanté y le di las gracias por haberme atendido.

– ¿No quería nada más?

– Ya le he dicho que no iba a entretenerle mucho.

– No se olvide. El Canal 4.

– Lo veré.

Dersh me acompañó hasta la puerta con la taza de café de Kenia en la mano.

– Inspector Cole… ¿Va usted a ver a la… a la familia de la chica?

– Pues sí.

– ¿Me hará el favor de darles el pésame? Dígales que lo siento mucho.

– Claro.

– He pensado que podría ir a verles, puesto que fui el que descubrió el cadáver. Riley y yo.

– Ya se lo diré al padre.

Dersh sorbió un poco más de café, con el entrecejo fruncido.

– Si recuerdo algo más les llamo. Quiero ayudarles. Quiero ayudar en lo posible a atrapar a la persona que hizo esto.

– Si recuerda algo, llame a Stan Watts, ¿de acuerdo?

– ¿A Stan? ¿No a usted?

– Mejor que llame a Stan.

Le di las gracias otra vez y volví al coche. No me había hecho ilusiones de que Dersh hubiera visto el cuatro por cuatro, pero cuando se tiene una pista hay que seguirla. Sobre todo si a la policía no le da la gana.

– ¿Ha sido muy difícil, Krantz? Sólo he tardado quince minutos. -El detective privado hablaba solo.

Fui hacia el sur por las estribaciones hasta Franklin, y después al oeste hacia Hollywood. El tráfico era espantoso, pero me sentía más a gusto, aunque no había descubierto gran cosa. Hacer es mejor que mirar, y en aquel momento sentía que estaba haciendo cosas, aunque no fuera lo que me correspondía. Pensé en llamar a Dolan y contarle que Krantz no había ido a ver a Dersh para preguntarle por el coche. Podría decírselo con un aire de bastante autosuficiencia, aunque Dolan no se quedaría demasiado impresionada. Además, tarde o temprano se enterarían de que había ido a verle. Me pareció que si se lo decía, Krantz se calmaría un poco, aunque era difícil saberlo. Tenía la esperanza de que aún se pusiera de peor humor.

Salí de Franklin para escapar del tráfico, pero las calles seguían igual de mal. Había aparecido otro socavón en Hollywood como un cráter de acné provocado por la construcción del metro, y los de Cal Trans habían cerrado varias calles. Giré por Western para tomar Hollywood Boulevard, vi que el tránsito era aún más denso y me metí por una de las callejuelas con la esperanza de esquivar lo peor. Entonces fue cuando vi en el retrovisor el mismo sedán azul oscuro que iba detrás de mí desde que había salido de las colinas.

Primero pensé que no era nada. Había más coches que giraban para escapar del tráfico, claro que ésos no me pisaban los talones desde Franklin.

En Hollywood los coches se movían un poco más deprisa. Pasé por debajo de una vía rápida, giré hacia el norte y me paré ante un puesto de flores con carteles enormes en español. «Rosas $2,99.»

El sedán pasó de largo. Delante iban dos hombres, los dos con gafas de sol y charlando, fingiendo que no estaban interesados en mí. Claro que a lo mejor no lo estaban. Quizás era una mera coincidencia.

Apunté el número de la matrícula y compré una docena de rosas para Lucy. Una buena sorpresa siempre se agradece.

Esperé a que un salvadoreño bajito terminara de hablar en la cabina que había junto al puesto y llamé a la amiga del Departamento de Vehículos de Motor. Le pedí que me buscara la matrícula y esperé un poco más.

Me contestó al cabo de unos segundos.

– ¿Estás seguro?

– Sí. ¿Por qué?

– Porque dice «Sin propietario». ¿Quieres que vuelva a probar?

– No gracias. No hace falta.

Colgué el teléfono, llevé las rosas al coche y me senté.

«Sin propietario» era lo que aparecía cuando el coche estaba registrado por el Departamento de Policía de Los Ángeles.

Capítulo 10

El sol se ponía sobre la ciudad como un globo desinflado cuando llegué a casa de Lucy. Después de comprar las flores había parado en el supermercado y después en la bodega, sin dejar de controlar el retrovisor. El sedán azul no volvió a aparecer, y si me siguió alguien más no me di cuenta. Había sido la experiencia paranoica ideal para iniciar una velada romántica.

– ¡Son preciosas! -exclamó Lucy al ver las rosas.

– ¿Has visto sus lágrimas?

Sonrió, pero estaba confundida.

– ¿Qué lágrimas?

– Están tristes. Ahora que te han visto saben que no son lo más bonito del mundo.

Las acarició con los dedos y suspiró con una sonrisa en los labios.

– Bueno, pues van a tener que acostumbrarse, ¿no?

Cuando salimos para subir a mi coche, Lucy llevaba una pequeña bolsa de viaje.

– ¿Ben se ha ido al campamento hoy?

– En cuanto ha conocido a un par de niños se ha quedado contento. He desviado el teléfono para que suene en tu casa. Espero que no te moleste.

– Claro que no. ¿Seguro que no quieres llevar tu coche?

– Esto es más romántico. Mi amante me transporta a su nido de amor en las montañas para pasar una noche de pasión. Ya volveré mañana a buscarlo.

Nunca había considerado mi casa un nido de amor, pero si ella lo decía…

– ¿Qué hay en la bolsa?

Me sonrió con picardía.

– Algo que va a gustarte. Una sorpresa.

Quizá tener un nido de amor no era tan malo.

Me sentía a gusto cuando estaba con ella, sobre todo a solas. Habíamos pasado mucho tiempo juntos desde su llegada a Los Ángeles, pero siempre con Ben o con otra gente, y siempre habíamos dedicado la mayor parte del tiempo a hacer la mudanza a su nuevo piso. Aquella noche era sólo para los dos. Yo quería que fuera así, y saber que ella también lo convertía en algo especial. Conduje en silencio, sin decir apenas nada, aunque nos sonreímos durante todo el camino como hacen los enamorados. Llevaba las rosas en el regazo y de vez en cuando se acercaba una a la nariz.

Cuando llegamos al nido de amor, el coche de Joe estaba aparcado a la puerta.

Lucy me sonrió divertida.

– ¿Joe también se queda a pasar la noche?

Entramos por la cocina con la comida y las rosas. Pike estaba de pie en el salón. Cualquier otra persona se habría sentado, pero él no. Allí estaba, con el gato en brazos. Al ver a Lucy, el animal se escabulló de los brazos de Joe, corrió hacia las escaleras y lanzó un bufido.

– Siempre tan amable al dar la bienvenida -dijo ella.

Joe miró las rosas y las bolsas del supermercado.

– Lo siento. Debería haber llamado.

– No habría estado de más.

Lucy se le acercó y le dio un beso en la mejilla.

– No seas tonto. Pero no vayas a quedarte demasiado rato, ¿eh?

Pike hizo un amago de sonrisa.

– Tengo una copia del informe del criminólogo -anunció-. He pensado que te gustaría verlo.

– Krantz me ha dicho que no estaría terminado hasta mañana -comenté sorprendido.

Pike señaló con la cabeza la mesa del comedor.

Dejé las bolsas en la encimera, fui hasta la mesa y encontré una copia del informe del criminólogo de la División de Investigaciones Científicas firmada por un tal John Chen. La hojeé y vi que detallaba los indicios encontrados en la zona del asesinato de Karen García. Miré a Joe y volví al informe.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Del que lo escribió. Me ha pasado esa copia esta mañana.

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