Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– Aquí pasa algo raro, Joe.

– Aquí siempre pasa algo raro. Esto es Los Ángeles -observó Lucy. Sacó una botella de Dom Pérignon de una de las bolsas. Ochenta y nueve dólares con noventa y cinco, rebajado-. Muy bien, señor Cole. Me parece que voy a ronronear.

Me encogí de hombros, como si no tuviera importancia.

– El trato habitual que se dispensa en este nido de amor.

– ¿Nido de amor? -preguntó Pike.

Fruncí el entrecejo.

– Intenta no reventarnos la fantasía.

Fue a la nevera, sacó una botella de cerveza Abita y la inclinó hacia mí para ofrecérmela.

– Vale.

Le hizo el mismo gesto a Lucy.

– No, gracias, cielo.

Alguien había llamado «cielo» a Joe Pike. Increíble.

Joe sacó otra botella y me la acercó. Abita era una cerveza estupenda que hacían en el sur de Luisiana. Lucy había traído cinco cajas al mudarse.

– Luce, ¿te importa si leo esto? -le pregunté.

– Claro que no. Voy a sacar la comida de las bolsas y a imaginarme que estamos preparándola juntos. También voy a imaginarme que está sonando una música muy romántica en el estéreo y que estás leyéndome poesía. Así podré imaginarme que estoy a punto de desvanecerme.

Miré a Joe, que se encogió de hombros.

El informe era directo y fácil de leer por su claridad. Dos dibujos detallados mostraban la posición del cadáver, las manchas de sangre y la ubicación de los indicios. El primero era de la parte de abajo, donde se había encontrado a García, y el segundo de la zona del sendero, en la parte de arriba del barranco, desde donde se habrían producido los disparos. Chen había anotado en el informe el hallazgo de varios envoltorios de chicle Beeman, un pedazo triangular de plástico blanco aún sin identificar, un casquillo de bala de un rifle del calibre 22 de Federal Arms y varias huellas parciales y completas de zapatos. Estaban analizando los envoltorios, el plástico y el casquillo, pero a partir del tamaño de las huellas Chen había calculado el peso del asesino. Leí aquella parte en voz alta:

– «La persona que disparó llevaba zapatos del número cuarenta y cinco y pesaba unos noventa kilos. Se han enviado fotografías de las huellas de la suela al FBI en Washington para que se identifique la marca».

– Vaya, qué romántico -dijo Lucy, sentándose a mi lado y acariciándome el pie con el suyo por debajo de la mesa.

Chen había seguido las huellas hasta las de un vehículo aparcado junto a un camino situado por encima del lago. Había hecho moldes de las marcas y tomado muestras del terreno que contenían lo que parecían ser gotas de aceite. Lo había enviado todo al FBI para que identificaran las marcas. Había concluido que los neumáticos eran radiales F2O5, por lo que podrían corresponder a diversos vehículos cuatro por cuatro estadounidenses y extranjeros. Los delanteros mostraban un desgaste desigual, lo que indicaba que la combadura anterior no estaba alineada.

Dejé el informe en la mesa y miré a Joe.

– Para ser sincero, yo creía que Deege se había inventado lo de que el coche se parecía al tuyo y tú eras el conductor.

Se encogió de hombros.

– O sea que vio algo y luego se divirtió al contárnoslo -proseguí. Volví la vista hacia el informe-. Vaya con el Chen ése. Sí que trabaja bien.

Pike curvó los labios.

– ¿Qué?

– Nada.

– Krantz no sólo me ha mentido sobre esto -aseguré, dando unos golpecitos encima del informe. Les conté cómo me había mareado con lo de la autopsia-. Estoy seguro de que sabía desde el principio a qué hora iba a ser. Cuando llegamos había cinco personas en torno a la mesa, y Williams se quejaba de lo larga que había sido.

– Eso no tiene nada de raro. Si no le caes bien, como dices, no te habrá dejado estar presente sólo para molestarte.

– Después de la autopsia he ido a ver a Dersh. Al volver me seguían dos tíos en un sedán azul. La matrícula era de la policía.

Pike consideró lo que acababa de decirle.

– ¿Seguro que no te seguían desde Parker Center?

– Nadie sabía que iba a ver a Dersh. Eso quiere decir que ya estaban allí, pero ¿por qué iban a vigilar a Dersh?

– Eso sí que es raro, desde luego -comentó Pike.

Lucy me puso los dedos en el brazo y fue bajando hasta la mano. Me atrapó los pies entre los suyos y sonrió.

Joe se puso en pie.

– Bueno, yo me voy ya.

Lucy se dio cuenta de lo que había pasado y apartó la mano, sonrojada.

– Lo de antes era una broma, Joe. En serio. Si quieres quedarte a cenar, nosotros encantados.

Joe curvó los labios otra vez y se marchó.

Lucy soltó un gruñido y se tapó la cara.

– Dios mío, debe de creer que voy salida.

– Cree que estás enamorada.

– Estoy manoseándote como si estuviera en celo.

Nunca la había visto tan colorada.

– Joe se alegra por nosotros.

– ¿Joe, el impasible? ¿Cómo puede saber nadie lo que está pensando? Qué vergüenza, Dios mío.

Nos quedamos mirándonos, sin hablar. Me atrapó la profundidad de su mirada.

– Espera -dije.

El Dom no estaba frío del todo, pero podía beberse. Llené dos copas y las saqué al salón. Puse One Fine Day de Natalie Merchant en el reproductor de compactos y abrí las grandes puertas de cristal. El cañón estaba en silencio. El aire de primera hora de la noche era fresco y olía a madreselva veraniega. Le tendí la mano y se levantó. Le ofrecí una copa de champán.

Se llevó la copa a los labios y miró la bolsa que había dejado en el suelo de la cocina.

– Quiero cambiarme -dijo con voz profunda-. Tengo una sorpresa para ti.

Le rocé los labios.

– Tú eres mi sorpresa, Lucille.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en mi pecho.

Pensé durante un instante en chicas muertas, ancianos destrozados de dolor y cosas que no comprendía, y aparté esas ideas de la mente.

Natalie cantaba con dulzura la historia de un amor predestinado. Bailamos, lentamente, nuestros cuerpos juntos, flotando en una marea invisible que nos llevó al porche, y finalmente a mi cama.

* * *

La forja

El chico estaba sentado en un mundo de verdor. Las hojas anchas y afelpadas de los olmos que le resguardaban recibían la luz de la tarde como si fueran prismas flotantes, y le teñían con un cálido resplandor verde esmeralda. Allí oculto, contemplando por entre la máscara de hojas la pequeña casa de madera, que era la suya, el chico se sentía a salvo. Tres hormigas negras se le subieron a los pies, pero no se dio cuenta.

Joe Pike, a los nueve años. Alto para su edad, pero delgado. Hijo único. Vestido con pantalones cortos por encima de la rodilla y una camiseta a rayas tan sucia que hacía ya tiempo se había quedado en un gris turbio. En el colegio tenía fama de chico listo pero reservado, y, a decir de algunos profesores, de chaval triste. Iba a tercero. El profesor de primer curso, un joven que acababa de terminar sus estudios, había pedido que le hicieran pruebas para ver si era retrasado. El padre de Joe le amenazó con matarle a palos y le llamó «maricón». Joe no sabía lo que era un maricón, pero el profesor se quedó blanco y dejó el colegio a medio curso.

Joe estaba sentado con las piernas cruzadas bajo los árboles jóvenes que había en el extremo del bosque, y las ramas más bajas le tapaban parcialmente la visión como las líneas que separan las piezas de un rompecabezas, mientras miraba cómo su padre entraba conduciendo en el jardín. Tuvo la misma sensación de miedo de todos los días a aquella hora.

El coche familiar Kingswood de color azul se detuvo ante el porche delantero, resplandeciente como si acabara de salir del concesionario. Joe vio cómo un hombre bajo y de constitución fuerte bajaba del coche, subía los tres escalones de madera del porche y desaparecía en el interior de la casa.

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