– Ha habido una confusión, Cole, simplemente. Mira, si quieres entrar ahí e inspeccionar el cadáver, adelante. Si quieres hablar con la forense, habla con ella. La chica murió de un disparo del 22, como creíamos. Hemos recuperado la bala, pero seguramente está tan deformada que no servirá para dar marcas del arma. Eso aún no lo sé.
– Ni hablar -aseguró Williams-. No servirá. Te lo digo yo.
Krantz se encogió de hombros.
– Vale, el experto dice que ni hablar. ¿Qué más quieres saber? No había indicios de lucha ni de ningún tipo de abuso sexual. Hemos repasado el cuerpo con láser para buscar huellas y fibras, pero nada. Mira, Cole, ya sé que tenías que haber venido, pero no estabas. ¿Qué íbamos a hacer? Si hubiéramos perdido el turno, habríamos tenido que esperar otros tres o cuatro días antes de encontrar un hueco. ¿Quieres ir a ver los cadáveres que tienen amontonados en la cámara de refrigeración?
– Quiero el informe de la autopsia.
– Vale. Quieres el informe, pues muy bien. Estará mañana o pasado mañana.
– También quiero el de la escena del crimen.
– Ya te dije que te lo daríamos, ¿no? Te pasaremos una copia cuando tengamos el informe de la autopsia. Así lo tendrás todo. Lo siento mucho, Cole. Si el viejo se molesta, ya le diré también yo mismo que lo siento.
– Todo el mundo lo siente, ¿no?
Krantz se puso rojo.
– No necesito que alguien que va por libre como tú venga a darme lecciones. Tú lo que eres es un mirón. Si fueras policía, sabrías que estamos dejándonos la piel en el caso. Bruly y Salerno están llamando a todas las puertas de la zona del lago. Nadie vio nada. De momento hemos interrogado a más de veinte personas y nadie sabe nada. Todo el mundo adoraba a la chica y nadie tenía motivos para matarla. No nos hemos quedado con los brazos cruzados.
– ¿Le has preguntado a Dersh por el cuatro por cuatro?
– Venga, Cole. Déjalo ya.
– ¿Y qué hay del vagabundo? ¿Le ha interrogado alguien?
– Que te den por el culo. Tú no vas a darme lecciones de cómo tengo que hacer mi trabajo.
Krantz y Williams se marcharon.
– Todo esto es una mierda, Dolan, y tú lo sabes.
Abrió la boca como si fuera a decir algo, pero volvió a cerrarla. Ya no parecía enfadada, sino avergonzada, y pensé que si me ocultaban algo, ella estaba en el ajo.
Volvimos a Parker Center a la misma velocidad frenética, pero ya no me molesté en pedirle que no corriera tanto. Cuando me dejó en el aparcamiento me fui hacia mi coche, que se había quedado aparcado al sol. Estaba recalentado, pero al menos nadie había rajado el interior. Aunque esté aparcado en comisaría, puede pasar. Y pasa.
Salí del aparcamiento y conduje justo una manzana. Me detuve junto a la acera, delante de un sitio donde vendían tacos mexicanos, y llamé desde la cabina que había allí a una amiga que trabajaba en el Departamento de Vehículos de Motor. Cinco minutos después tenía las direcciones de la casa y del trabajo de Dersh y su teléfono. Las direcciones coincidían.
Le llamé.
– Señor Dersh, me llamo Elvis Cole y le llamo desde Parker Center. ¿Le importaría que me pasara por ahí y le hiciera un par de preguntas sobre el asunto de Lake Hollywood? No tardaré mucho.
– Sí, venga, cómo no. ¿Trabaja con Stan Watts?
Watts era el que le había entrevistado.
– Stan está también aquí, en Parker Center. Acabo de hablar con él.
– ¿Sabe cómo llegar hasta aquí?
– Lo descubriré.
– Muy bien. Hasta luego.
Si Krantz no pensaba preguntarle por el cuatro por cuatro, lo haría yo.
* * *
Dersh vivía en una casa de una planta estilo California, no demasiado grande, en una zona antigua de Los Feliz, justo al sur de Griffith Park. Casi todas las casas eran de estilo español, estucadas y con tejados de tejas descoloridas, y casi toda la gente del barrio parecía mayor, pero a medida que fueran muriéndose, gente más joven como Dersh iría comprando sus casas y renovándolas. La de Dersh estaba muy bien pintada con colores cálidos y, a juzgar por lo que se veía, le había dedicado mucho trabajo.
Dejé el coche en la calle, fui hasta la puerta y llamé al timbre. Algunos jardines tenían todavía ceniza del incendio, pero el de Dersh estaba limpio. Debía de haber salido a barrerla. Ante la puerta había una esterilla que decía «Bienvenidos a bordo».
Me abrió un hombre bajo y corpulento de unos cuarenta años que me sonrió.
– ¿Es usted el inspector Cole?
– Cole, sí. Estoy investigando el caso.
Me tendió la mano.
– Gene Dersh.
Me llevó a una habitación muy bonita con suelo de roble decolorado y cuadros modernos de vivos colores en las paredes.
– Voy a tomarme un café. ¿Quiere uno? Es de Kenia.
– No, gracias.
La habitación daba a otra de la parte trasera en la que había una gran mesa de dibujo, tarros de pinceles y rotuladores de colores, además de un PowerMac muy potente. Se oía música clásica procedente del fondo y la casa olía a rotuladores de pizarra blanca y a café. Era un sitio acogedor. Dersh llevaba pantalones caquis de pinzas y una camisa de punto ancha que dejaba ver mucho pelo en el pecho, en parte ya blanco. Tenía los dedos con manchas de tinta. Estaba trabajando.
– No tardaré mucho, señor Dersh. Sólo tengo un par de preguntas.
– Llámame Gene, por favor.
– Gracias, Gene.
Nos sentamos en un mullido sofá de color marrón.
– No hace falta que vaya con prisas. Quiero decir que fue un horror lo de esa pobre chica, que la asesinaran así. Encantado si puedo ayudar en algo.
Se había comportado del mismo modo en el interrogatorio de Watts, con muchas ganas de cooperar. Hay gente así, que está encantada de participar en una investigación criminal. Riley Ward había vacilado más, y había resultado evidente que estaba incómodo. También hay gente así.
– No es el primero que viene hoy -me contó-. Cuando me ha llamado creía que era otra vez uno de esos de la tele.
– ¿Le ha llamado la gente de la tele?
Bebió un sorbo de café y dejó la taza en la mesa. Se le había iluminado la mirada.
– Esta mañana ha venido un periodista del Canal 4. Y también han llamado del Canal 7. Quieren saber cómo descubrí el cadáver.
Intentaba que pareciera que no lo aprobaba, pero se notaba que estaba entusiasmado con el hecho de que hubieran ido a hablar con él periodistas con cámaras y focos. Aquellas historias iban a darle tema de conversación durante años.
– Ya lo miraré esta noche. A ver si le veo.
Asintió, sonriendo.
– Voy a grabarlo.
– El sábado también estuvo en el lago, ¿verdad, Gene?
– Exacto.
– ¿Recuerda si vio un cuatro por cuatro rojo o marrón, como un Range Rover o un Four Runner o uno de ésos? Puede que estuviera aparcado. O entrando o saliendo.
Dersh cerró los ojos, lo pensó un momento y seguidamente hizo un gesto de negación con la cabeza, como decepcionado.
– Pues no, me parece que no. Quiero decir que hay mucha gente que conduce uno de esos vehículos.
Describí a Edward Deege.
– ¿Vio a alguien así por allí?
Frunció el ceño, pensativo.
– ¿El sábado?
– El sábado o el domingo.
Entornó los ojos y volvió a negar con la cabeza.
– Lo siento. No lo recuerdo.
– Ya sabía que era una posibilidad remota, pero por probar que no quede.
– ¿El coche o el hombre tuvieron algo que ver con lo que sucedió?
– No lo sé, Gene. Se oyen cosas y hay que seguir las pistas, ¿sabe?
– Ya, claro. Me hubiera gustado ayudarle.
– ¿Sabe de alguien más que pudiera haber estado por allí el sábado?
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