Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– ¡Está mintiendo! ¡Está metido en el ajo con él y va a acabar en la cárcel!

– Creo que ya hemos explotado bastante esta vía, Harvey -dijo McConnell-. Parece ser que el agente Pike dice la verdad.

– ¡Y una mierda, Mike! ¡Este hijoputa sabe algo!

Al decirlo, Krantz clavó el índice de la mano derecha en el hombro de Pike, y lo demás pasó tan rápido que McConnell casi ni lo vio.

Al contarlo después, McConnell diría que le sorprendió increíblemente que un tío que parecía tan tranquilo que casi se dormía, pudiera levantarse de la silla con la velocidad de una serpiente al atacar. Con la mano izquierda retorció la derecha de Krantz, y con la derecha le aferró la garganta. Lo levantó de pronto y lo empujó hacia atrás, dejándolo colgado de la pared a unos quince centímetros del suelo. Harvey Krantz soltó un grito ahogado y abrió los ojos hasta que casi se le salieron de las órbitas. Louise Barshop pegó un respingo y agarró como pudo su bolso. McConnell se puso en pie de un salto y gritó:

– ¡Apártese, agente! ¡Suéltele y apártese!

Pike no lo soltó. Tenía contra la pared a Harvey Krantz, que iba poniéndose morado y le miraba con los ojos de un ciervo al ver acercarse unos faros.

– ¡Suéltele, Pike! ¡Suéltele ahora mismo! -gritó Barshop, que aferraba su bolso. McConnell pensó que iba a sacar la Beretta y a acabar por las buenas.

McConnell sintió un retortijón de tripas cuando Pike, que no se había apartado, susurró algo al oído de Krantz que nadie más llegó a oír. Durante los años siguientes, incluso estando ya jubilado, el inspector de tercer grado Mike McConnell no dejó de preguntarse lo que habría dicho Pike, pues en aquel momento, en aquel instante de calma entre los gritos y el ruido de las sillas al volcarse, oyeron un goteo, y todos bajaron la vista para ver la orina que chorreaba de los pantalones de Krantz. Y entonces les rodeó un olor insoportable.

– ¡Dios mío! -exclamó Louise Barshop.

Harvey Krantz se había cagado en los pantalones.

– Suéltale, muchacho. Ya -le pidió McConnell con toda la dureza de la que fue capaz.

Pike soltó la presa y Harvey se encorvó. Tenía los ojos llenos de rabia y de vergüenza mientras todo seguía bajándole por los pantalones. Salió de la habitación juntando las rodillas y a trompicones.

Pike volvió a su silla como si no hubiera pasado nada.

– Bueno, esto es increíble -dijo Louise Barshop, que se sentía muy violenta.

Mike McConnell volvió a su asiento, contempló al joven agente que acababa de cometer una falta que comportaba el despido.

– No debería haberte puesto la mano encima, muchacho -le dijo-. Ha infringido las normas.

– Sí, señor.

– Eso es todo. Ya nos pondremos en contacto contigo si tenemos que volver a verte.

Pike se levantó sin decir nada y se fue.

– Bueno, no podemos dejar que se vaya sin más. Ha atacado a Harvey -dijo Louise.

– Piénsalo. Si le abrimos expediente, Harvey tendrá que dejar constancia de que se ha cagado en los pantalones. ¿Te parece que estará dispuesto?

McConnell apagó el Nagra. Iban a tener que borrar la última parte de la cinta para proteger al chico.

– Bueno, no. -Louise miró hacia otro lado-. Supongo que no, pero será mejor que se lo preguntemos a él cuando vuelva.

– De acuerdo. Se lo preguntaremos.

Harvey Krantz preferiría no mencionar nada, pero Mike McConnell no podía permitírselo. Mientras Louise y él esperaban en un ambiente tenso su regreso, se le ocurrió una forma de putear a aquel imbécil arrogante y presuntuoso por haber pasado por encima de él y haber ido directamente al jefe. Faltaban poco menos de seis horas para que McConnell jugara la partida de cartas con el inspector teniente Óscar Muñoz y el jefe adjunto Paul Winnaeker, y todo el mundo sabía que Winnaeker era la persona menos discreta de todo Parker Center. McConnell estaba ya planeando cómo iba a dejar caer la historia, y disfrutando de sólo pensar cómo correría la historia del «accidente» de Harvey por todo el departamento como reguero de pólvora. O de mierda, en aquel caso. En el mundo de machos del Departamento de Policía de Los Ángeles, sólo un cobarde era peor que un soplón. McConnell había elegido ya el mote que pensaba ponerle al imbécil: «Krantz el cagón». ¡Paul Winnaeker iba a estar muy ocupado!

Entonces McConnell sintió un nudo en el vientre y se dio cuenta de que las malditas almejas le habían vencido por fin. Se puso en pie bruscamente, le dijo a Louise que iba a ver qué tal estaba Harvey y se dirigió a toda prisa al lavabo de hombres con las nalgas más apretadas que las de una virgen en una casa de putas. Llegó de milagro al primer compartimiento libre antes de que las malditas almejas salieran de su interior con un gran estruendo.

Una vez que hubo pasado el primer espasmo, oyó a Harvey Krantz en el compartimiento contiguo, sollozando de vergüenza.

– No pasa nada, muchacho. No se enterará nadie. No creo que esto perjudique demasiado a tu carrera.

Los sollozos se intensificaron y Mike McConnell sonrió.

Capítulo 9

Me pasé la tarde en la oficina, esperando que me llamara Krantz por lo de la autopsia, y después me fui a casa y seguí esperando. Cuando me fui a la cama no había llamado aún, y ya estaba empezando a mosquearme. A las diez menos cuarto de la mañana siguiente aún no me había dicho nada, así que llamé a Parker Center y pregunté por él.

– No puede ponerse -me contestó Stan Watts.

– ¿Qué quiere decir eso, Watts? Me dijo que me llamaría.

– ¿Quieres que te informemos cada vez que nos limpiemos el culo?

– Quiero enterarme de lo de la autopsia. Ya han pasado tres días desde el asesinato y tengo que estar presente. ¿La han adelantado o no?

Le tocó recibir parte de mi furia.

– Un momento.

Me puso en espera. El Departamento de Policía de Los Ángeles había instalado una de esas centralitas que te ponen música. Me tocó el tema de Redada .

Me tuvo esperando casi diez minutos antes de volver a ponerse.

– Van a abrirla al mediodía. Pásate por aquí y ya buscaré a alguien que te lleve.

– Menos mal que he llamado.

A las once menos cuarto volví a aparcar al sol ante Parker Center, me presenté al guardia de seguridad del vestíbulo y pedí un pase de visitante. Esta vez cuando llamó a Robos y Homicidios, me dejaron subir solo. A lo mejor estaban empezando a confiar en mí.

Stan Watts me esperaba ante las puertas.

– ¿Te ha tocado ser mi guía hoy, Stan?

– Exacto -gruñó-. No tengo otra cosa que hacer que pasearte.

La sala general de Robos y Homicidios estaba más tranquila que el día anterior. La única cara que reconocí fue la de Dolan. Estaba sentada a su mesa hablando por teléfono con los brazos cruzados y me miraba, como si hubiera estado esperando a que entrara.

Me detuve, y Watts se paró conmigo.

– ¿Otra vez Dolan?

– Dolan.

– Me parece que no le caigo bien.

– Nadie le cae bien, no te lo tomes como algo personal. -Me llevó hasta la mesa y añadió-: Os dejo solos, tortolitos.

Dolan puso la mano sobre el auricular.

– Oye, Stan, que tengo que terminar estas llamadas. ¿No puede encargarse otro de él?

Watts ya estaba yéndose.

– Krantz dice que lo hagas tú.

Dolan puso la mano sobre el auricular.

– Cagón de mierda.

Watts se rió, pero sin darse la vuelta.

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