Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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Horse señaló con el puro al soldado que acababa de subir la cuesta al trote y se había puesto firme antes ellos. Parecía un espantapájaros con aquel traje de campaña monstruoso cubierto de trozos de tela de saco de camuflaje.

– Quítese ese traje y descanse, soldado -le ordenó Horse-. Éste es el sargento de infantería Aimes, que seguramente es el mejor marine de este cuerpo después de Chesty Puller y de mí. Escúchele con atención. ¿Está claro?

– Sí, mi sargento -gritó el joven marine.

El soldado Pike se quitó el aparatoso traje de campaña, lo metió en la parte de atrás del Jeep y regresó a su puesto. Ni Aimes ni Horse hablaron entretanto. Cuando hubo terminado, Aimes lo dejó allí de pie durante un minuto mientras pensaba un par de cosas. Recordó que en el expediente figuraba que el chico se llamaba Pike, Joseph, sin inicial después del nombre de pila. Era alto -quizá medía metro ochenta y cinco-, delgado aunque nervudo, y estaba tostado por el sol del sur de California. Tenía la cara y las manos cubiertas de maquillaje de camuflaje, pero sus ojos eran los más azules que Aimes había visto en su vida, auténticos ojos de hombre blanco, ojos nórdicos, quizá porque su familia era de Noruega o de Suecia o de alguno de esos sitios, lo cual a Aimes le parecía perfecto. Sentía un enorme respeto por los vikingos, a los que consideraba unos guerreros casi tan buenos como sus antepasados africanos. Aimes volvió a mirar aquellos ojos azules y pensó que eran tranquilos, que no ocultaban ni astucia ni remordimiento.

– ¿Cuántos años tiene, muchacho? -le preguntó.

Conocía la edad del soldado, por supuesto, pero quería hacerle unas preguntas, ver qué impresión le causaba.

– ¡Diecisiete, mi sargento!

Aimes cruzó los brazos y sus pronunciados músculos tensaron la tela de la camiseta negra de los marines que llevaba.

– ¿Firmó su madre los papeles para que le aceptaran antes de tiempo o los falsificó usted mismo?

El chico no contestó. Le cayeron gotas de sudor del cuero cabelludo que dejaron rastros en su rostro demacrado. No se movió un ápice.

– No le he oído, marine.

El chico se quedó allí parado sin responder, y Horse se dio la vuelta para que no le viera sonreír.

El sargento de artillería León Aimes se acercó al soldado y le susurró al oído:

– No me gusta hablar solo, jovencito. Le sugiero que me conteste.

– No sé si es de su incumbencia, mi sargento -contestó el joven marine.

Horse se colocó de un brinco ante la cara del marine y se puso a gritar con tanta fuerza que se le puso la cara morada.

– ¡Absolutamente todo es de la incumbencia del sargento, marine! ¿Es usted tan imbécil que va a hacerme quedar mal delante de un marine que ha sido héroe de dos guerras, un hombre de una valentía que usted no podrá alcanzar ni en sueños?

Aimes esperó. El chico no parecía asustado, lo cual era bueno, ni tampoco arrogante, lo que también era bueno. Estaba pensando.

– Mi padre -contestó por fin.

– ¿Se ha metido en algún lío? ¿Por eso le ha mandado aquí su padre? ¿Se dedica a robar coches o a alguna actividad por el estilo?

– No, mi sargento. -Los ojos azules se clavaron en los de León Aimes-. Le dije que le mataría si no firmaba los papeles.

No había humor en su voz cuando lo dijo. Ni rastro del tono arrogante que tanto molestaba a Aimes. El joven marine lo dijo con la mayor naturalidad, y Aimes se dio cuenta de que era cierto. Se quedó pensando en ello, pero no se desanimó. El cuerpo enseñaba a los jóvenes violentos a encauzar su violencia, o se deshacía de ellos. De momento, el joven estaba haciéndolo más que bien.

– ¿Sabe lo que es la Fuerza de Reconocimiento, muchacho?

– Pequeñas unidades de reconocimiento, mi sargento.

– Exacto. Pequeñas unidades de hombres que se adentran en el Valle de la Muerte por su cuenta y riesgo para espiar o para buscar y matar al enemigo, o para ambas cosas. Yo personalmente soy miembro de la Fuerza de Reconocimiento, que es la especie de vida humana más noble que ha creado Dios. No hay nada mejor.

– Y que lo digas, coño. No hay nada mejor -corroboró Horse.

– Para entrar hay que ser un hombre especial, no vale cualquiera. Los soldados de la Fuerza de Reconocimiento son los mejores combatientes del planeta, y me importa una puta mierda lo que digan al respecto los SEAL o los chorras verdes de las Fuerzas Especiales del ejército.

El soldado siguió sin moverse. Quiza veía a Aimes, quizá no, y el sargento estaba decepcionado. Por lo general, el rollo que acababa de soltar conseguía arrebatarles una sonrisa, pero aquel soldado ni se inmutaba.

– El entrenamiento de la Fuerza de Reconocimiento es el más duro de este cuerpo y de cualquier otro. Corremos treinta kilómetros al día con las mochilas a tope. Hacemos más flexiones que Hércules. Aprendemos a ver en la oscuridad como si fuéramos ninjas de mierda y a matar al enemigo sólo con el poder de la mente, y me gustaría saber por qué no sonríe, soldado, porque esto es lo más divertido que le han contado en su vida, joder.

Seguía sin haber reacción.

Horse estaba detrás del soldado, agitando la cabeza y sonriendo de nuevo, con una mueca que daba a entender: «Ya te lo decía yo.»

Aimes suspiró, descruzó aquellos musculosos brazos y se colocó detrás de Pike para poder poner cara de desconcierto sin que él le viera. Horse estaba a punto de ahogarse por el esfuerzo que suponía controlar la risa.

– Muy bien, jovencito, puede que yo no sea Woody Alien, pero el sargento Horse, que es el mejor militar que conozco, asegura que usted puede dar la talla y ser uno de los jóvenes que tomo a mi cargo, y es posible que tenga razón.

Aimes reapareció ante Pike por el otro lado. Ya había desaparecido cualquier rastro de humor en su mirada.

– El sargento dice que es usted bueno en el cuerpo a cuerpo.

Otra vez silencio. Aimes no entendía por qué aquel chaval hablaba tan poco. Quizás era cosa de familia.

Sacó el cuchillo de combate de su funda y se lo alargó al chico con la empuñadura por delante.

– ¿Sabe lo que es esto?

Los ojos azules ni siquiera se dirigieron al cuchillo.

– No es un K-Bar.

Aimes estudió el arma.

– El cuchillo de combate reglamentario del cuerpo, el K-Bar, es bueno, no lo hay mejor, pero no es para un guerrero como yo. -Hizo girar el cuchillo por entre los dedos y prosiguió-: Este es un puñal de combate, hecho a medida por un artesano para mis necesidades. Está tan afilado que si te cortas, el capullo que tienes al lado empieza a sangrar.

Horse asintió, frunciendo la boca de manera cómplice, como si nadie hubiera dicho jamás nada más cierto.

Aimes tiró el cuchillo al aire, lo atrapó por la punta y se lo dio al chico, que lo sostuvo con la mano derecha.

– Intenta clavármelo en el pecho -dijo Aimes y abrió las manos.

Pike se movió sin que pasara el momento de duda que esperaba Aimes, y lo hizo a tal velocidad que Aimes casi ni le vio y apenas tuvo tiempo de pensar antes de atraparle el brazo, torcerle la muñeca y oír el terrible crujido de ésta justo antes de que el chico cayera de espaldas.

El soldado no hizo ni una mueca ni dijo palabra.

Tanto Aimes como Horse reaccionaron exageradamente, le ayudaron a ponerse en pie. Aimes se sentía muy mal, se sentía como una mierda por haber montado un numerito como aquél. El soldado le miró con sus ojos tan increíblemente azules y le preguntó:

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