– Diez metros más allá hay mucha menos maleza.
– Queríamos bajar al lago y así lo hicimos.
Se puso en pie de repente, se dirigió a la puerta y volvió a llamar a Holly.
– ¿Quieres hacer el favor de telefonearle otra vez? No soporto esta espera. -Se metió las manos en los bolsillos, las sacó y me hizo un gesto-. ¿A quién le importa por qué nos salimos del sendero por allí? ¿Qué interés puede tener eso?
– Pues bastante, sobre todo si fue porque alguien de aspecto amenazador los asustó. Esa persona podría ser el asesino.
Ward se relajó de repente, como si lo que le preocupaba se hubiera alejado hasta un lugar remoto en el horizonte, y esbozó una sonrisa.
– No, lo siento. No nos asustó nadie. No vimos a nadie.
Fingí que anotaba algo.
– Así que básicamente lo que pasó fue que a Gene se le ocurrió bajar al lago justo en aquel momento, y bajaron sin más. ¿Y ya está?
– Así es. Ojalá hubiera visto a alguien allí arriba, señor Cole. Sobre todo tal como están las cosas. Siento lo de la chica. Me gustaría ayudarle, pero no puedo. Ojalá pudiera hacer algo por Gene.
Fijé la vista en el cuaderno como si faltara algo. Le di unos golpecitos con el bolígrafo.
– Bueno, ¿podría haber otro motivo?
– No entiendo a qué se refiere.
– Un motivo que les empujara a salirse del sendero en algún punto en concreto -expliqué-. A lo mejor estaban haciendo algo que no querían que nadie viera.
Riley Ward palideció.
Holly apareció en el umbral de la puerta.
– El señor Mikkleson al teléfono.
Ward dio un respingo como si le hubieran aplicado una picana.
– ¡Gracias a Dios! Es el abogado, señor Cole. Es una llamada muy importante.
Se sentó a la mesa y levantó el auricular. Salvado por la campana.
Guardé el cuaderno y me acerqué a Holly, que seguía junto a la puerta.
– Le agradezco que me haya dedicado su tiempo, señor Ward. Gracias.
Titubeó, cubriendo el teléfono con la palma de la mano.
– Señor Cole, no se olvide de dar el pésame a la familia de mi parte. Gene no le hizo ningún daño a la chica. Sólo quería ayudar.
– Se lo transmitiré. Gracias.
Salí tras Holly a la recepción y fuimos hasta la puerta principal. Los periodistas seguían allí, agrupados en la calle. Había aparecido una cuarta furgoneta.
– Parece buena persona -comenté.
– Huy, Riley es un sol.
– Es comprensible que esté nervioso -dije.
Holly me sostuvo la puerta e intentó contener una sonrisita.
– Bueno, ha tenido que responder muchas preguntas delicadas.
– ¿A qué te refieres?
– Riley y Gene son muy buenos amigos. -Me miró fijamente-. Muy buenos amigos.
Salí al porche, pero ella se quedó dentro.
– ¿Más que dos amigos que van de paseo juntos por la montaña?
Asintió.
– ¿Son amigos muy, muy íntimos?
Salió y se puso a mi lado, cerrando la puerta tras ella.
– Riley no sabe que lo sabemos, pero ¿cómo puede ocultarse algo así? Gene se quedó prendado de Riley la primera vez que vino a la oficina, y desde entonces le persiguió descaradamente.
– ¿Cuánto tiempo llevan?
– No mucho. Riley se va de paseo con Gene tres veces por semana, pero nosotros sabemos lo que pasa en realidad -me dijo arqueando las cejas. Entonces entró en la casa y miró por encima del hombro para cerciorarse de que no había nadie que pudiera oírla-. Ya me gustaría a mí que me persiguiera alguien tan guapo como Gene.
Le dediqué mi mejor sonrisa.
– Para mí que algún hombre muy guapo está a punto de perder la chaveta por ti, Holly.
Pestañeó repetidamente sin dejar de mirarme y sonriendo.
– ¿Tú crees?
– Tengo novia. Lo siento.
– Bueno, si alguna vez te apetece cambiar…
Dejó la frase inconclusa, me sonrió más abiertamente aún e hizo ademán de volver al trabajo.
– ¿Holly?
Me sonrió.
– No le digas a nadie más lo que acabas de contarme, ¿vale?
– Quedará entre tú y yo -contestó, antes de cerrar la puerta.
Bajé los escalones del porche de la preciosa casita y crucé la calle hasta donde tenía el coche. Los periodistas y los cámaras me miraban. El surfista tenía cara de mala uva.
– Eh, ¿has hablado con Ward? -me gritó.
– No. Sólo les he pedido que me dejaran ir al lavabo.
Soltaron un suspiro colectivo y se relajaron. Aquello les gustaba más.
Me senté en el coche, pero no arranqué. Solucionar un caso es como vivir una vida. Uno puede ir avanzando con la cabeza gacha, tirando del arado con esfuerzo, cuando de repente pasa algo y el mundo cambia y ya no es lo que parecía. De pronto todo adquiere otra apariencia, como si el mundo hubiera cambiado de color, ocultando cosas que antes se veían y al mismo tiempo descubriendo otras que en otras circunstancias nunca habríamos visto.
Una vez fui muy amigo de un hombre. Era un policía que llevaba dieciséis años en el cuerpo, un hombre bueno y respetable. Estaba casado desde hacía muchos años con una mujer a la que era fiel, tenía tres hijos con ella y una cabaña en Big Bear. Era un hombre feliz, hasta el día que abandonó a su esposa de siempre y se casó con otra. Cuando me lo contó le comenté que no sabía que tuviera problemas con su mujer, y me confesó que él tampoco. Su esposa quedó destrozada y mi amigo se sentía terriblemente culpable. Le pregunté, como suelen hacer los amigos, qué había pasado. «Me he enamorado», respondió. Había conocido a una mujer en la cola del banco, y en lo que duró aquella conversación su mundo cambió por completo y para siempre. El amor le había pillado por sorpresa.
Pensé en Riley Ward y en la mujer y los dos niños de las fotos de su despacho. Pensé que quizá también a él la situación le había pillado por sorpresa, y de repente las contradicciones entre su versión de lo sucedido en el lago y la de Dersh, lo mismo que su actitud esquiva y defensiva en el interrogatorio, cobraron muchísimo sentido. Y nada de aquello guardaba la menor relación con las teorías de policías e investigadores privados con muy poco trabajo.
Dersh y Ward habían salido del sendero en la parte más densa para esconderse de quien pudiera pasar por allí. No querían ver nada ni querían que nadie los viera.
Habían bajado hasta la orilla precisamente porque aquella zona era prácticamente intransitable, sin sospechar que el cadáver de Karen García les estaba esperando y les obligaría a inventarse una excusa para explicar por qué habían acabado en un lugar tan poco accesible. Habían mentido para proteger los mundos que se habían creado los dos, pero de repente una mentira mucho mayor había empezado a alimentarse de su miedo.
Me quedé allí en el coche, compadeciendo a Riley Ward, un hombre que tenía mujer, dos hijos y un amante secreto, y después me fui a llamar a Samantha Dolan.
* * *
La oficina se había llenado de una luz dorada cuando Dolan me devolvió la llamada. No me importó. Iba por la segunda lata de Falstaff y ya estaba pensando en la tercera. Me había pasado casi todo el día contestando el correo, pagando facturas y hablando con el reloj de Pinocho. Aún no me había contestado, pero quizá con un par de cervezas más…
– Dios mío, habla como Escarlata O'Hara -me soltó Dolan-. ¿Cómo lo soportas?
– He ido a ver a Ward esta mañana. Tenías razón: mentían.
Me acabé la cerveza y miré de reojo la neverita. Debería haber sacado la tercera antes de empezar a hablar.
– Te escucho.
– Ward y Dersh se apartaron del sendero porque están enrollados.
Silencio.
– ¿Dolan?
– Sigo aquí. ¿Te lo ha dicho él? ¿Te ha dicho que por eso se salieron del sendero?
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