Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– No, Dolan, no me lo ha dicho Ward. Tiene mujer y dos hijos y me da la impresión de que sería capaz de cualquier cosa con tal de que no se enteraran.

– Tranquilo.

– Lo he sabido por alguien que trabaja en su despacho. Se ve que es la comidilla de toda la familia, Dolan, y he tardado como veinte minutos en enterarme. No puede decirse que os matarais precisamente en el trabajo de investigación de sus antecedentes.

– Te he dicho que te tranquilices.

La oí respirar. Ella debía de oírme a mí.

– ¿Te encuentras bien? -me preguntó.

– Me jode lo de Dersh. Me jode que todo esto vaya a salir a la luz y haga sufrir a la familia de Ward.

– ¿Quieres ir a tomar una copa?

– Me las arreglo solo, Dolan.

Guardó silencio durante un rato. Pensé en sacar otra cerveza pero me contuve. Pinocho me observaba.

– Iba a llamarte -dijo por fin.

– ¿Por qué?

– Hemos encontrado a Edward Deege.

– ¿Sabía algo?

– Eso nunca lo sabremos. Estaba muerto.

Me recosté en la silla y miré por el ventanal. A veces pasaban volando las gaviotas, a toda prisa o planeando en el aire, pero aquella tarde el cielo estaba vacío.

– Unos albañiles lo han encontrado en un contenedor, cerca del lago. Parece ser que lo han matado a golpes.

– ¿No sabéis qué ha pasado?

– Seguramente se lió a puñetazos con otro vagabundo. Ya sabes cómo son esas cosas. Puede que le robaran o que él le quitara la pasta a otro. El distrito de Hollywood está en ello. Lo siento.

– ¿Qué vais a hacer con lo de Ward?

– Voy a decírselo a Stan Watts y a ver qué le parece. Stan es buen tío. No se pasará.

– Perfecto.

– Es la única oportunidad que tiene Dersh.

– Perfecto.

– ¿Seguro que no quieres ir a tomar una copa?

– Seguro. Otro día será.

Guardó silencio. Cuando finalmente volvió a hablar, lo hizo en voz baja.

– ¿Sabes una cosa, superdetective?

– ¿Qué?

– No estás cabreado sólo por lo de Ward.

Colgó y me quedé con la duda de qué habría querido decir.

Capítulo 20

Aquel día

El dolor le quema por dentro como le ardía la piel cuando le pegaban de pequeño, pero le quema tanto que se le retuercen los nervios bajo la piel como si unos gusanos eléctricos le hurgaran en la carne. Puede dolerle hasta el punto de tener que morderse los brazos para no chillar.

Lo más importante es el control.

Ya lo sabe.

Si eres capaz de controlarte, no pueden hacerte nada.

Si eres capaz de mantener el dominio de ti mismo, acabarán pagando.

El asesino llena la primera jeringuilla con Dianabol, un esteroide del tipo metandrostenolona que compró en México, y se lo inyecta en el muslo derecho. La siguiente la carga con Somatropin, una hormona del crecimiento sintética que también se encuentra en México y que se utiliza para engordar el ganado. Esta se la pone en el muslo izquierdo, y disfruta de la sensación de ardor que siempre acompaña a la inyección. Hace una hora se ha tragado dos comprimidos de androstena para aumentar la producción de testosterona. Va a esperar unos minutos más y después se tumbará en el banco acolchado para levantar pesas hasta que los músculos no den más de sí, y sólo entonces descansará. Para conseguir algo hay que sufrir, y el asesino necesita fuerza, envergadura y potencia porque todavía tiene que matar a más gente.

Admira su físico desnudo en el espejo de cuerpo entero y lo flexiona. Músculos tensados. Abdominales como adoquines. Tatuajes que profanan su carne. Muy bonito. Se pone las gafas de sol. Mucho mejor.

El asesino se tumba boca arriba en el banco acolchado y espera a que los productos químicos corran por sus venas. Está satisfecho porque la policía ha encontrado por fin el cadáver de Edward Deege. Forma parte de su plan. Ahora interrogarán a los vecinos y encontrarán pruebas que él mismo ha colocado. Eso también forma parte del plan, un plan que ha preparado tan minuciosamente como su cuerpo y su venganza.

Se dice que debe tener paciencia.

Los manuales militares afirman que ningún plan de ataque supera el primer contacto con el enemigo. Hay que ser flexible. Hay que dejar que los planes evolucionen.

Su plan ya se ha transformado varias veces (Edward Deege ha sido uno de los cambios), y sin duda volverá a transformarse. Con lo de Dersh, por ejemplo. Le molestaba toda la atención que estaba recibiendo Dersh, hasta que se dio cuenta de que podía incluir aquello en el plan, como había hecho con Deege. Era una bendición del cielo. Gracias a Dersh, en un momento que le supo a gloria, el plan cambió de muerte a cadena perpetua. Humillación. Vergüenza.

La capacidad de adaptarse lo es todo.

Él mismo está transformándose. Todo el mundo cree que es reservado. Todo el mundo cree que es tímido.

Es lo que le conviene.

El asesino se relaja y se permite divagar, pero no piensa en Dersh ni en el plan ni en su venganza. No puede evitar recordar aquel día horrible. A estas alturas debería haber aprendido. Siempre acaba pensando en aquel día como si quisiera mortificarse. Es mejor jugar la partida constante de ajedrez -su plan- que regodearse en el sufrimiento, pero durante muchos años el sufrimiento ha sido lo único que ha tenido. Su sufrimiento le define.

Nota las lágrimas que nunca ha dejado que nadie viera y cierra los ojos con fuerza. Las lágrimas se cuelan por debajo de las gafas de sol y dejan un rastro de ácidos recuerdos.

Siente los latidos. Se aprieta el cinturón hasta que la piel queda insensible. Siente puñetazos en los hombros y en la espalda. Chilla y suplica y llora, pero los que le quieren más son quienes más le odian. «No hay nada como el hogar.» Correr. Pasear. Una vuelta en autobús. Huye de un lugar en el que la bondad y la crueldad son una misma cosa, y el amor y el odio, indistinguibles. Está ante una cafetería y se le acerca un hombre. Es un hombre amable que reconoce su dolor. Le apoya la mano en el hombro. Palabras de consuelo y amistad. El hombre le aprecia. Le reconforta. Lo demás llega con facilidad. Amor. Dependencia. Traición. Venganza. Arrepentimiento.

Recuerda aquel día con todo lujo de detalles. Ve todas las imágenes como si la película de su vida pasara fotograma a fotograma, todas las fotografías descarnadas, claras, con colores vivos y nítidos. El día en que los que odia se llevaron al hombre. Se lo arrebataron, lo destruyeron, lo mataron. Aquel día, tras todos estos años y todos los cambios, sigue haciéndole sufrir tanto que todas las células de su cuerpo están marcadas por él.

Estuvo jodido durante años hasta que consiguió controlarse. Subyugó sus sentimientos y su vida. Se dominó, se contuvo, se preparó para lo que tenía que hacer.

Las lágrimas cesan y abre los ojos. Se los seca con la mano y se sienta.

Control.

Controla la situación.

Tiene que compensar su sufrimiento, y ahora ya puede hacerlo. Ya no es débil, ya no está indefenso.

Tiene un plan de venganza contra quien más le hizo sufrir y una lista de conspiradores.

Los mata uno por uno porque la revancha es una putada y él es el más puta, el más puta que ha pisado las calles de esa ciudad llena de ángeles.

Los militares llaman a eso «comprometerse con la misión».

Él está más comprometido con su misión que nadie.

Van a pagar.

Se levanta del banco y flexiona los músculos hasta que la piel se tensa, las venas se marcan y las flechas de un rojo intenso resplandecen en los deltoides.

Dersh.

* * *

El sueño de Pike

Corría sin seguir el camino porque así costaba más. Las ramas muertas de los árboles caídos le arañaban las piernas como garras surgidas de la tierra. Las hojas marrones que cubrían el suelo del bosque eran resbaladizas, pero él corría en zigzag, esquivando los árboles, las plantas rastreras y los hoyos, que le obligaban a esforzarse para mantener el equilibrio. No podía adoptar un ritmo de carrera porque también iba pasando por encima de las trampas de caza y saltando grandes ramas caídas, pero precisamente por eso lo hacía así. El manual de entrenamiento de marines que había comprado en una librería de segunda mano llamaba a ese tipo de carrera «entrenamiento fartlek», una invención de los soldados alpinos suecos que era la agotadora base de la legendaria carrera de obstáculos de los marines. El manual decía que para conseguir hombres duros era necesario un entrenamiento duro.

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