Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– Hola, gato.

El animal desapareció.

– No pasa nada. Ya no corres peligro.

Le pareció que el gato debía de estar asustado y pensó en lo extraño que era que él no lo estuviera.

Al cabo de un rato se fue a casa.

* * *

Tres días después, Daryl Haines miró el sobre y frunció el ceño.

– Me cago en la puta.

Eran las ocho menos cinco de la tarde y estaba en la gasolinera Shell, sentado en la silla que tenía fuera, junto a la máquina de Coca-Cola. Se había reclinado como siempre, con el mono ajustado del trabajo, y estaba de mala leche por lo de la carta. Era una notificación del ejército para que fuera a pasar la revisión médica.

A sus dieciocho años, y sin el lujo de una prórroga de estudios, Daryl Haines era carne de infantería. El sábado tenía que tomar el autobús para ir a la ciudad a que le metiera un dedo por el culo algún médico maricón del ejército y le mandaran a Vietnam.

– Qué mierda.

Quizá sería mejor alistarse en el ejército del aire.

Su hermano mayor, Todd, ya estaba allí. Tenía un chollo de destino y trabajaba en una base aérea cerca de Saigón, reparando camiones. Decía que tampoco estaba tan mal. Podías hacer gilipolleces todo el día, fumarte todos los porros que quisieras y tirarte por veinticinco centavos a las vietnamitas, que estaban la mar de buenas. Por lo que decía su hermano casi parecía Disneylandia, pero Daryl pensaba que con la mala suerte que tenía seguramente le tocaría disparar y le pegarían un tiro.

– Joder.

A las ocho apagó la luz, cerró los surtidores y la gasolinera y echó a andar por la calle con ganas de meterse en algún bar. A los dieciocho años te dejaban matar vietnamitas, pero no meterte una cerveza entre pecho y espalda cuando te apetecía.

Daryl empezó a pensar que podría ahogar sus penas entre las piernas de Candy Crowley si aquella gorda desequilibrada se decidía a colaborar. Casi lo había conseguido el domingo, pero a la muy cabrona se le había metido entre ceja y ceja quemar un gato. Cuando se le ocurrían cosas así se veía lo chalada que estaba, aunque la verdad era que se ponía muy cachonda, y Daryl pensaba que por fin iba a conseguir meterle un polvo, cuando aquel chaval tan raro lo había jodido todo. Otro chalado de mierda. El chico se había llevado la mayor paliza que Daryl había pegado en su vida, pero no se rendía.

Ni tampoco lloró, ni siquiera cuando Daryl le hizo el plato especial de la casa: huevos revueltos. Casi parecía que aquel asqueroso gato fuera suyo, pero Daryl se lo había mangado a la vieja Wilbur, la vecina de al lado.

La gente estaba chalada.

Seguía pensando en todo aquello cuando oyó que alguien le llamaba.

– ¿SÍ?

El chaval salió de detrás de unas grandes azaleas. Tenía la cara hinchada y llena de moratones, con un gran pedazo de esparadrapo en la nariz y negros puntos cosidos en los labios y en la ceja izquierda, como vías de tren.

Daryl, con un humor de perros por haber sido llamado a filas, le soltó:

– Si quieres más, gilipollas, has llegado justo a tiempo. Me voy a Vietnam.

Eso no impresionó al chico, que de repente sacó un bate de béisbol Louisville Slugger y golpeó a Daryl en la parte externa de la rodilla izquierda, como si estuviera bateando para ganar el torneo más importante del mundo.

Daryl Haines chilló al caer. Era como si alguien le hubiera cosido un M80 a la rodilla y después lo hubiera disparado. Se llevó las manos a la rodilla, y aún daba alaridos cuando el chico volvió a golpearle con el bate. Daryl lo vio venir y levantó las manos, y entonces un segundo M80 le dio en el brazo derecho.

– ¡Para, tío! -gritó-. ¡Para! ¡No me pegues más!

El chaval tiró el bate a un lado y lo miró con ojos totalmente inexpresivos. Eso atemorizaba más a Daryl que todos los vietnamitas juntos.

Le dio una patada en la sien, y otra, y entonces se inclinó y le pegó tres puñetazos en la cara, uno detrás de otro. El cielo de Daryl se llenó de un millón de estrellitas brillantes en un campo negro. Y entonces vomitó.

– ¿Daryl?

– Ah…

– No se acaba hasta que gano yo.

Daryl escupió sangre.

– Tú ganas. Joder, tú ganas. Me rindo.

El chico retrocedió.

Daryl lloraba tanto que se sentía como un bebé. Le había roto la pierna y el brazo. Joder, cómo le dolía.

– Daryl.

– No me golpees más, por favor -suplicó. Tenía miedo de que fuera a seguir atizándole.

– ¿Cómo podías querer hacerle daño a un animal tan débil?

– Ya vale, joder.

– Si vuelves a hacerlo, Daryl, te mataré. Ese gato te mataría si pudiera, pero no puede. Yo te mataré en su lugar.

– ¡Te juro por Dios que no voy a hacerlo!. ¡Te lo juro!

El chaval recogió el bate y se marchó.

Tres meses después, cuando le quitaron las escayolas y los últimos puntos, Daryl Haines fue clasificado 4-F por los médicos del ejército por tener una rodilla inutilizada permanentemente. No apto para el ejército.

No fue a Vietnam.

Jamás volvió a intentar quemar a ningún otro gato.

Capítulo 21

Pike abrió los ojos. Estaba totalmente despierto, como si fuera por la tarde y no las dos de la mañana. Después de la pesadilla no iba a poder volver a dormirse, así que se levantó y se puso unos calzoncillos y unos pantalones cortos. Pensó durante un momento en leer algo, pero normalmente hacía ejercicio después de tener una pesadilla. El ejercicio le funcionaba mejor.

Se puso unas zapatillas azules Nike y se abrochó una riñonera pequeña, sin molestarse en encender la luz. Años atrás, los médicos de los marines le habían dicho que su excelente visión nocturna se debía a un alto nivel de vitamina A y a una «rodopsina de efecto rápido», lo cual quería decir que el pigmento de la retina que respondía a la luz tenue era muy sensible en su caso. Ojos de gato, lo llamaban.

Salió al aire fresco de la madrugada y se estiró para desentumecer los ligamentos de la corva. Aunque muchas veces corría más de sesenta kilómetros semanales, tenía los músculos sueltos debido a los años de yoga y artes marciales, y le respondían bien. Se colocó la riñonera en la cadera y salió trotando por el terreno del complejo, atravesó la puerta de seguridad y llegó a la calle. En la bolsa llevaba las llaves y una Beretta pequeña del calibre 25 de color negro. Nunca se sabe.

Casi siempre corría de madrugada como aquel día, y eso le relajaba. La ciudad estaba en silencio. Si quería, podía ir por el centro de la calle, o por los parques o los campos de golf. Le gustaba la sensación natural de la hierba, y sabía que eso era un eco de su juventud.

Corrió por Washington Boulevard hacia el oeste, hacia el mar, los primeros trescientos metros tranquilamente para ir calentando el cuerpo, y después acelerando el ritmo. El aire era fresco y una neblina baja enturbiaba el ambiente, filtraba la luz y ocultaba la estrellas, lo cual no le gustaba. Era aficionado a leer las constelaciones y a guiarse por ellas. Cuando era marine, su vida había dependido de ello, y la exactitud de la mecánica celeste le reconfortaba. Dos o tres veces al año se iba con su amigo Elvis Cole a recorrer terrenos remotos con la mochila a cuestas o a cazar, y entonces se ponían a prueba el uno al otro y a sí mismos y se guiaban por el sol, la luna y las estrellas. Mucho más a menudo, Pike se adentraba solo en lugares aislados y desconocidos. Había aprendido hacía ya mucho que las brújulas y los GPS podían fallar. Había que cuidar de uno mismo. Sólo había que depender de uno mismo.

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