Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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– ¿O no, Jack?

Jack sonrió, y ella se quedó convencida de que estaba de acuerdo.

Los primeros días habían invadido el barrio hordas de gente, coches llenos de mirones y de idiotas que se quedaban con la boca abierta, cretinos que querían sacarse una foto delante de la casa de Dersh (había gente muy patética), periodistas con cámaras y micrófonos, haciendo un ruido de mil demonios sin importarles un pito si molestaban a alguien. Incluso había pillado a uno, aquel hombrecillo tan horrible del Canal 2, pisoteándole las rosas mientras intentaba meterse en el jardín de Dersh. Le había puesto de vuelta y media, pero él había seguido como si tal cosa, así que ni corta y perezosa había encendido el riego por aspersión y el muy hijo de puta había quedado empapado hasta los huesos.

Tras los primeros días había disminuido la avalancha de periodistas y curiosos, porque la policía ya lo había registrado todo y los de las televisiones no tenían gran cosa que grabar. Los policías prácticamente se quedaban todo el día en la calle delante de la casa de Dersh y se iban cuando se marchaba él y regresaban cuando volvía, menos los que se dedicaban a dar vueltas por la casa vacía que había al lado en turnos de cuatro horas. Amanda sospechaba que los periodistas no sabían nada de los policías de esa casa, lo cual le parecía muy bien, porque ellos solos ya hacían un ruido infernal y la despertaban cada vez que había cambio de turno, porque ella tenía el sueño muy ligero por lo de la pierna.

– Ser viejo es un asco, ¿verdad, Jack? No duermes, no cagas y no follas.

Jack Lord le pegó un derechazo a un hawaiano gordo en plena nariz. Sí, Jack sabía que ser viejo era un asco.

Amanda apuró el whisky y miró la botella de reojo, pensando que quizás habría que ir a por otra. De pronto se oyó el portazo de un coche. «Esos policías de mierda no se están quietos. Se habrán dejado el tabaco en la casa.»

Apagó la televisión y arrastró el enorme M1 hasta la ventana, pensando en gritarles cuatro cosas a aquellos cabrones que no dejaban dormir a una pobre anciana. Pero no eran los dos policías.

Entre la media luna y la farola le veía bastante bien, aunque tuviera setenta y ocho años y la tripa llena de whisky. Iba por la calle y se metió por el callejón, en dirección a la casa de Dersh. Y desde luego no era ni policía ni periodista. Era un hombre corpulento, vestido con vaqueros y una sudadera sin mangas, y tenía algo que llamaba la atención de inmediato. En plena noche, estando todo tan oscuro como el interior del culo de un gato, aquel imbécil llevaba gafas de sol.

Primero pensó que debía de ser algún criminal (un ladrón o un violador), así que levantó con gran esfuerzo el M1 para meterle una buena bala a aquel cabrón, pero antes de poder equilibrarlo el desconocido desapareció por entre los setos.

– ¡Mierda! ¡Ven aquí, hijo de puta!

Esperó.

Nada.

– ¡Me cago en todo!

Amanda Kimmel apoyó el M1 contra la ventana y volvió a su butaca, se sirvió un buen trago de whisky y bebió un poco. Quizás era un amigo de Dersh (tenía amigos del sexo masculino que le visitaban a horas de lo más intempestivas, y ella sabía perfectamente lo que eso quería decir), o quizás era simplemente un curioso que había decidido presentarse a aquellas horas (desde luego, los había habido, y muchos, y a menudo iban vestidos de forma aún más peregrina).

La explosión, corta y nítida, casi la derribó de la silla.

Amanda no había oído en su vida aquel ruido, pero sabía sin lugar a dudas lo que era.

Un disparo.

– ¡Hostia puta, Jack! ¡Resulta que ese mamón no era un curioso!

Amanda Kimmel agarró el teléfono, llamó a la policía y anunció que Eugene Dersh había sido asesinado por un hombre que llevaba flechas rojas tatuadas en los brazos.

SEGUNDA PARTE

Capítulo 22

El calor matutino levantaba el aroma de la salvia silvestre desde el cañón. En la lejanía se oía algo, un ruido sordo, como si estuvieran tirando bombas pesadas más allá del horizonte. Hacía años que no pensaba en la guerra y me cubría la cabeza con la sábana.

Lucy se acurrucó a mi espalda.

– Están llamando.

– ¿Qué?

Hundió la cabeza en mí y subió la mano por el costado. Me gustó la sensación de calor seco de su palma.

– La puerta.

Estaban llamando.

– No son ni las siete.

Se hundió más aún.

– Agarra la pistola.

Me puse unos pantalones cortos de deporte y una camiseta y bajé a ver quién era. El gato estaba agazapado en la entrada, con las orejas gachas, gruñendo. ¿Para qué tener un dóberman con un gato así?

Stan Watts y Jerome Williams estaban al otro lado de la puerta con cara de llevar un buen rato levantados. Watts chupaba una pastilla de menta para el mal aliento.

– ¿Qué hacéis aquí?

Entraron sin contestar. El gato arqueó la espalda y se puso a bufar.

– Vaya gato -comentó Williams.

– Cuidado, que muerde.

– Quita, que les caigo bien -dijo, y se acercó al animal-. Ya verás.

Tendió la mano, al gato se le pusieron los pelos de punta y gruñó como una sirena de policía. Williams retrocedió de inmediato.

– ¿Es que tiene algo contra los negros?

– Tiene algo contra todo el mundo. Son las siete de la mañana, Watts. ¿Ha confesado Dersh? ¿Habéis identificado al asesino?

Watts chupó la pastilla.

– Nos gustaría saber dónde estuviste anoche, nada más. Tenemos unas preguntitas.

– ¿Sobre qué?

– Sobre dónde estabas anoche.

Volví a mirar a Williams, que me observaba.

– Estaba aquí, Watts. ¿Qué pasa?

– ¿Puedes probarlo?

– Sí que puede, pero no tiene necesidad -dijo Lucy.

Los tres alzamos la vista. Lucy estaba asomada a la barandilla de la buhardilla. Se había puesto mi enorme albornoz blanco.

– Lucille Chenier -la presenté-. Los inspectores Watts y Williams.

– ¿Estaba usted aquí con él? -quiso saber Watts.

Ella sonrió. Con dulzura.

– Me parece que no tengo por qué responder.

El inspector sacó la chapa.

– Ahora ya sé que no tengo que responder.

– Vaya, primero el gato y luego la novia -comentó Williams.

– Queríamos ser amables -dijo Watts, encogiéndose de hombros.

– Y van a tener que serlo, quieran o no -replicó Lucy, ya sin sonreír-. Y a no ser que tengan una orden judicial, vamos a pedirles que se vayan.

– ¡Por favor! -contestó Williams.

– Lucy es abogada, Watts, así que no te hagas el listo. Estaba aquí. Los dos bajamos a Ralph's a comprar varias cosas y nos preparamos la cena. El ticket debe de estar en la basura. Alquilamos una película en Blockbuster. Está ahí, en el vídeo.

– Y tu amigo Pike, ¿qué? ¿Cuándo fue la última vez que le viste?

– No contestes a eso hasta que te diga por qué lo pregunta, y quizá mejor ni aunque te lo diga. No contestes a más preguntas -ordenó Lucy, que había bajado las escaleras y se había puesto a mi lado con los brazos cruzados. Me miró con expresión seria-. Te hablo como abogada, ¿entiendes?

Me encogí de hombros.

– Ya la habéis oído. O me contáis lo que pasa, o puerta.

– Anoche alguien mató a Eugene Dersh de un disparo. Hemos detenido a Joe Pike.

Me quedé helado. Miré a Williams.

– ¿Estáis de broma?

No estaban de broma.

– Krantz se la tiene jurada a Joe, ¿no?

– Hay un testigo que le vio acercarse a la casa. Ahora está en Parker Center y vamos a hacer una rueda de reconocimiento.

– Es una gilipollez. Pike no ha matado a nadie.

Estaba poniéndome nervioso. Lucy me puso la mano en la espalda para tranquilizarme.

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