Me agaché para decirle algo al oído a Charlie.
– ¿No tenían que ir vestidos como Joe?
– Según la ley sólo tienen que ir vestidos de forma parecida, aunque vete tú a saber qué quiere decir eso. Bueno, a lo mejor esto nos favorece.
Cuando los seis estuvieron en fila en el podio, Krantz dijo:
– Nadie puede vernos desde el otro lado del cristal, señora Kimmel. No se preocupe. Está totalmente a salvo.
– Me importa una puta mierda que me vean o no.
– ¿Alguno de los hombres que hay ahí es el que vio entrar en el jardín de Eugene Dersh?
– Ése.
– ¿Cuál, señora Kimmel?
– El tercero -contestó sin dudar, y señaló a Joe Pike.
– ¿Está segura, señora Kimmel? Mire bien.
– Es ese de ahí. Sé lo que vi.
– Mierda -murmuró Charlie.
Krantz miró entonces a Charlie, que a su vez observaba a la señora Kimmel.
– Muy bien, pero voy a preguntárselo otra vez. ¿Dice usted que vio a ese hombre, el número tres, entrar en el callejón que hay junto a su casa y después en el jardín de Eugene Dersh?
– Exactamente. No se confunde una cara como ésa. Ni esos brazos.
– Y cuando los agentes le tomaron declaración, ¿fue ese hombre el que describió?
– Sí, sí. Le vi muy bien. Mire esos tatuajes.
– Muy bien, señora Kimmel. Ahora el inspector Watts va a acompañarla a mi despacho. Gracias.
Krantz no la miraba al decirlo: tenía la vista fija en Joe. No me miraba a mí, ni a Charlie ni a Williams ni a nadie más de la habitación. No miró a la señora Kimmel cuando se fue. Tenía los ojos clavados en Pike. Descolgó el teléfono.
– Esposen al sospechoso y tráiganlo, por favor.
«El sospechoso.»
El policía corpulento esposó a Joe y le llevó a la sala de observación.
Krantz observó cómo esposaban a Pike y cómo le llevaban hasta donde estábamos. Cuando llegó, Krantz le quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo como si fueran suyas. Para él no había nadie más en la habitación. No había nadie más vivo, nadie importaba ni tenía ningún valor. Lo que estaba a punto de suceder lo era todo. Era lo único.
– Joe Pike, queda arrestado por el asesinato de Eugene Dersh.
Krantz llevó los trámites en persona; tomó las huellas de Joe, le hizo la foto y rellenó los formularios a máquina. Los de Homicidios de Hollywood montaron un follón e intentaron quedarse la jurisdicción del asesinato de Dersh, pues se había cometido en su zona, pero Krantz consiguió meterlo en el agujero negro de Robos y Homicidios. Aseguró que estaba relacionado con la investigación sobre Dersh. Casos solapados, dijo. Quería a Pike.
Lo observé durante un rato, sentado junto a Stan Watts a una mesa vacía, muriéndome de ganas de hablar con Joe. Uno está tan tranquilamente durmiendo en su cama y de repente un minuto después están fichando a su mejor amigo por asesinato. Tenía que dejar de lado los sentimientos. Tenía que hacer un esfuerzo y pensar. Amanda Kimmel había reconocido a Joe en la rueda, pero ¿qué quería decir eso? Quería decir que había visto a alguien que se parecía más a Pike que los demás hombres de la rueda de reconocimiento. Después de hablar con Joe tendría más información. Después de oír la acusación del fiscal, me enteraría de más cosas. Cuando supiera más, podría hacer algo.
No hacía más que repetirme eso porque tenía que creérmelo para no chillar.
– Esto es una estupidez, Watts -aseguré-. Y tú lo sabes.
– ¿Ah, sí?
– Pike no tenía por qué matar a ese tío. No creía que Dersh fuera el asesino.
Watts se quedó mirándome, totalmente inexpresivo. A lo largo de su vida profesional había visto a mil personas que decían que no habían sido cuando en realidad eran culpables.
– ¿Y ahora, qué, Stan? ¿El asesino en serie está muerto y vais a cantar victoria y a celebrarlo?
– Comprendo que estés alterado por lo de tu amigo -contestó, sin cambiar de expresión-, pero no me confundas con Krantz. Yo puedo hacerte tragar los dientes de una hostia.
Finalmente, Watts nos acompañó a Charlie y a mí a una sala de interrogatorios en la que esperaba Joe. Los vaqueros y la sudadera habían sido reemplazados por un mono azul de la cárcel del Departamento de Policía de Los Ángeles. Estaba sentado con los dedos entrecruzados encima de la mesa, con la mirada tan tranquila como un lago de alta montaña. Se me hacía raro verle sin gafas de sol. Podía contar con ambas manos las veces que le había visto los ojos. Su azul era impresionante. Los tenía entornados: no estaba acostumbrado a la luz.
– Con toda la gente que hay que matar en el mundo, y vas tú y eliges a Dersh -dije, suspirando.
Pike me miró.
– ¿Es un chiste?
Siempre he sido muy poco oportuno.
– Antes de empezar, ¿quieres comer algo? -preguntó Charlie.
– No.
– Vale. El fiscal que lleva el caso es un tal Robby Branford. ¿Lo conocéis?
Pike y yo negamos con la cabeza.
– Es un tío decente. Duro de roer, pero decente. Va a venir enseguida y entonces veremos qué va a enseñarle al juez. La comparecencia será esta tarde en el juzgado municipal. Van a tenerte aquí encerrado y luego te llevarán al juzgado de lo penal, justo antes. Una vez allí no deberíamos estar más de una o dos horas. Branford presentará las pruebas y el juez decidirá si hay una causa razonable para creer que eres el que se ha cargado a Dersh. Aunque te haga pasar a disposición judicial, eso no quiere decir que haya pruebas de tu culpabilidad, sólo que le parece que hay motivos suficientes para ir a juicio. Si lo que pasa es eso, pediremos fianza. ¿Vale?
Pike asintió.
– ¿Has matado a Dersh?
– No.
Cuando lo dijo, respiré aliviado. Debió de oírlo, porque me miró. Arqueó ligeramente las comisuras de los labios.
– Vale, Joe -dije.
Charlie no parecía impresionado ni conmovido. Había oído lo mismo un millón de veces. «Soy inocente.»
– La vecina de al lado de Dersh acaba de identificarte en la rueda de reconocimiento. Dice que te ha visto entrar en el jardín de Dersh esta madrugada, justo antes de que le mataran.
– No era yo.
– ¿Fuiste por allí anoche?
– No.
– ¿Dónde estabas?
– Corriendo.
– ¿Te fuiste a correr en plena noche?
– Es típico de él -aseguré.
– ¿Te he preguntado algo? -me dijo Charlie con gesto adusto. Abrió una libreta de papel amarillo para tomar notas-. Vamos a repasar toda la noche. Dime todo lo que hiciste, digamos que desde las siete.
– A las siete fui a la tienda. Estuve allí hasta las ocho menos cuarto. Entonces me fui a casa y me preparé la cena. Llegué a las ocho. Solo.
Charlie apuntó los nombres de los trabajadores de Joe y sus números de teléfono particulares.
– Muy bien, te fuiste a casa y te hiciste la cena. Y después de cenar, ¿qué hiciste?
– Me fui a la cama a las once y diez. Me desperté poco después de las dos y me fui a correr.
Charlie iba anotándolo a toda prisa.
– No corras tanto. ¿Qué hiciste entre las ocho y las once y diez?
– Nada.
– ¿Cómo que nada? ¿Viste la televisión? ¿Alquilaste un vídeo?
– Me di una ducha.
– No pudiste estar tres horas en la ducha, joder. ¿Leíste un libro? A lo mejor llamaste a un amigo o te llamó alguien. ¿Hiciste la colada?
– No.
– Además de ducharte, harías algo más. Piénsalo, joder.
Pike lo pensó.
– Estaba siendo.
Charlie lo escribió en la libreta. Vi cómo movía la boca. «Siendo.»
– Vale. Así que cenaste, te duchaste y te sentaste a «ser» hasta la hora de irte a la cama. Entonces te despertaste un poco después de las dos y te fuiste a correr. Danos la ruta.
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