Todos los informativos de las cuatro cadenas de Los Ángeles empezaron con el asesinato de Dersh. La policía había hecho público el nombre de Joe como sospechoso, y uno de los canales emitió una foto suya con la leyenda «Vengador asesino». Todos aseguraron que Dersh era el principal sospechoso de una reciente serie de asesinatos, y según fuentes «de las altas esferas de la policía de Los Ángeles», la investigación iba a seguir en marcha, aunque no se esperaba hallar a ningún otro sospechoso. El gato entró durante el informativo y lo vio conmigo.
A las cinco menos diez sonó el teléfono.
– Acaba de terminar la comparecencia -anunció Charlie Bauman-. Ha pasado a disposición judicial.
Se le notaba hundido.
– ¿Y la fianza?
– Nada.
Me quedé abatido y me sentí cansado, como si el ritmo frenético que había llevado me pasara factura.
– Dentro de un mes, más o menos, tendremos otra comparecencia ante el Tribunal Superior. Puedo volver a pedir fianza y a lo mejor el juez se inclina a nuestro favor, no como éste.
– Y ahora, ¿qué?
– Lo dejaran en Parker un par de días más y luego lo mandarán a la cárcel central. Como lo ingresarán en el ala de seguridad porque ha sido policía, no habrá que preocuparse de que le pase nada. Sólo tendremos que concentrarnos en preparar su defensa. ¿Has encontrado a alguien que le haya visto?
– Aún no.
Le conté cómo había pasado el día.
– Joder. ¿Cuántos nombres tienes?
– Entre personal del hotel y tiendas, doscientos catorce.
– Sí que trabajas deprisa.
A mí no me lo parecía.
– Mira, pasa la lista por fax a mi despacho. Mañana por la mañana mi secretaria se pondrá en contacto. Así podrás seguir trabajando en la calle.
– Ya llamo yo.
Charlie titubeó. Después me dijo algo con voz más tranquila:
– No pierdas el control, Elvis.
– ¿Qué quieres decir?
– Son más de las seis. Las tiendas están cerrando y los turnos de noche aún no han empezado. ¿A quién vas a llamar?
No supe qué responderle.
– De momento Joe está bien. Tenemos tiempo. Vamos a hacerlo bien, ¿vale?
Me hablaba como si fuera un niño pequeño que hubiera perdido a su mejor amigo y él fuera mi padre y estuviera diciéndome que todo saldría bien si no me ponía nervioso.
– Te paso la lista por fax, Charlie.
– Muy bien. Mañana hablamos.
Después de colgar le envié la lista; luego saqué una cerveza de la nevera y salí al porche. El aire era caliente, pero el cañón estaba despejado. Dos halcones de cola roja daban vueltas en lo alto, lentamente. No esperaban nada, volaban sin impaciencia, sus cabecitas iban de un lado a otro como si buscaran ratones o ardillas. Los había visto planear así durante horas. Los cazadores sin prisas son los que acaban llevándose la presa. Charlie tenía razón. Cuando iba a la Academia de las Tropas de Asalto, en Fort Benning, en Georgia, nos enseñaban que el pánico es fatal. Hombres que habían sobrevivido a tres guerras nos contaban que si permitías que el pánico se apoderase de ti dejabas de pensar, y si dejabas de pensar morías. Un sargento que se llamaba Zim nos hacía correr ocho kilómetros cada día cargados con mochilas de veinticinco kilos, una dotación completa de munición y nuestros M16. Nos hacía gritar: «La mente es el arma más mortífera que tengo. Lo dice el sargento Zim, y el sargento Zim nunca se equivoca. El sargento Zim es Dios. Gracias, Dios.»
Cuando tienes dieciocho años, eso te marca.
«Muy bien, idiota. A pensar», me dije.
Si Amanda Kimmel había visto a un hombre vestido como Joe, con gafas de sol como las de Joe y tatuajes como los de Joe, la conclusión era que alguien estaba haciéndose pasar por Joe. Encontrar a esa persona sería una forma mucho mejor de desmontar la acusación contra Joe que hallar a Trudy o a Matt, pero por el momento sólo tenía algo que no parecía tener nadie más: la más absoluta convicción de que Joe Pike decía la verdad. No dudaba de él. No podía. Aunque hubieran tenido una grabación de Joe entrando en aquella casa, si él hubiera señalado la pantalla y hubiera dicho: «Ése no soy yo», yo le habría creído.
Se hace lo que se puede con lo que se tiene, y yo tenía fe. Para mucha gente, con eso basta.
Había que empezar a atar cabos.
Krantz había comenzado buscando a gente con motivos para matar a Dersh, y creía que el motivo de Pike era Karen. Frank García tenía el mismo motivo, además del dinero para contratar a alguien que se cargara a Dersh, pero no le habría colgado el muerto a Joe. Eso significaba que había alguien más, y me pregunté si ese alguien más tenía alguna relación con Dersh o simplemente le había utilizado para conseguir algo. A Pike. Quizás aquello no tenía nada que ver con Dersh, y mucho con Pike.
Entré a buscar un cuaderno, salí otra vez e hice un esquema de los hechos. Desde el asesinato de Karen hasta que se hizo público que Dersh era el sospechoso, habían pasado seis días. Desde que se conoció la noticia hasta la muerte de Dersh, sólo tres. Intenté imaginarme a alguien que le guardara rencor a Pike y estuviera viendo la tele. Sería alguien que odiaría a Pike y que no habría oído hablar en su vida de Karen García ni de Eugene Dersh, pero al ver todo aquello se le habría encendido una enorme bombilla. «¡Puedo cargarme a ese Dersh y endiñárselo a Pike!» Todo en el plazo de tres días.
No estaba mal.
Eso implicaba que conocía a Dersh antes de que se diera la noticia y que había tenido tiempo de pensarlo. Además, todo Los Ángeles sabía que la policía estaba vigilando a Dersh las veinticuatro horas del día, pero aquel tío había elegido un momento en el que se había reducido la vigilancia. Me parecía raro.
Entré y arrojé la cerveza por el fregadero y salí otra vez al porche. Los halcones seguían volando. Aunque al principio había pensado que andaban de caza, quizá sólo estaban tomando el fresco. Había pensado que buscaban una presa, pero tal vez se miraban sin más y disfrutaban de su compañía allí en lo alto, alejados de la tierra. Halcones enamorados.
Las relaciones suelen ser diferentes de lo que parecen a primera vista.
Llegué al convencimiento de que el asesino era alguien relacionado tanto con Joe como con Dersh. Joe estaba relacionado con Dersh de la misma forma que Frank: a través de Karen. Quizá también el asesino estaba vinculado con Joe por Karen.
Entré, busqué el número de Samantha Dolan y la llamé.
– Caramba -exclamó al reconocer mi voz-, el mejor detective del mundo se digna llamar a esta humilde mortal. ¿Qué hay, superdetective?
Parecía borracha.
– ¿Te encuentras bien, Dolan?
– Joder, ¿quieres hacer el favor de llamarme Samantha?
– Samantha.
– Seguro que esto tiene que ver con lo de tu amigo, ¿verdad? No creo que me llames para coquetear.
– Es por Joe.
– Ya no estoy en eso, ¿no te acuerdas? Me han echado del grupo operativo, no sé a qué se dedica Krantz y me trae sin cuidado. Además, por lo que se dice, parece que Pike es culpable.
– Sé que Branford tiene pruebas contra él, pero te aseguro que Joe no ha sido.
– Tú no estabas delante, ¿verdad? No lo viste.
– Lo conozco, y basta. Pike no iría a casa de Dersh en plena noche a pegarle un tiro. No es su estilo.
– ¿Qué estilo de asesinato se adapta más a él? Como lo conoces tan bien…
– No se dejaría ver. Si lo hiciera, no te enterarías ni pensarías siquiera que pudiera haber sido él. Las víctimas desaparecerían un día, sin más, y te quedarías pensando qué habría pasado. Pike lo haría así, y te aseguro que jamás encontrarían el cadáver. Pike es el hombre más peligroso que conozco, y he conocido a muchos. No tiene comparación.
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