Robert Crais - Los Ángeles requiem

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A Joe Pike le parece imposible empezar de cero en la ciudad de Los Ángeles, donde los fantasmas del pasado se ocultan tras las luces de neón. Sus días como policía siguen ensombreciendo su presente e influyendo en su actividad como investigador privado. Su única relación estable es la que mantiene con su socio, Elvis Cole, un perspicaz detective con su propio pasado oscuro. Cuando una antigua amante de Pike aparece asesinada en las colinas de Hollywood, Joe y Elvis inician, a instancias del padre de la victima, una investigación paralela a la policía, lo que levantará las suspicacias de los antiguos compañeros de Pike y acabará por enturbiar el asunto hasta límites insospechados.

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La primera cerilla se le rompió.

– ¡Mierda! -exclamó la chica.

Buscó otra, la frotó contra la cremallera y la encendió.

– ¡Vale! -gritó el del cigarrillo.

– ¡Date prisa! -la exhortó Daryl.

Joe agarró una rama caída en el barro. Medía aproximadamente un metro de largo y unos cinco centímetros de ancho. El chapoteo que produjo al sacarla del fango les hizo mirar. Entonces Joe salió del arroyo.

El del cigarrillo dio un respingo y casi tropezó consigo mismo.

– ¡Eh!

Se quedaron los tres mirándole, y de repente pasó el momento de sorpresa.

La chica se quemó los dedos con la cerilla y la soltó.

– ¡Coño, si es un crío!

– ¡Vete de aquí, carachuelo, antes de que te dé de hostias! -le amenazó Daryl.

El gato seguía retorciéndose. Joe captó el olor a aguarrás.

– Soltadlo.

– ¡Vete a la mierda, subnormal! -replicó la chica-. Ya verás cómo salta el bicho éste.

Se agachó a por otra cerilla.

Joe quería que se fueran. Sin más. Que soltaran al gato porque alguien les había visto. Dio un paso adelante.

– No quiero que queméis al gato.

Los ojos de Daryl se posaron en el palo y luego en Joe, y sonrió.

– Parece que alguien ya te ha partido la cara. ¿Quieres que te ponga morado el otro ojo, imbécil?

El del cigarrillo se rió.

Alrededor del ojo izquierdo de Joe quedaba un morado verdoso, en recuerdo de la paliza que le había propinado su padre hacía seis días. Pensó que aquellos chicos mayores que él podían pegarle también, pero luego se le ocurrió que le habían dado tantas palizas que una más no importaba demasiado. La idea le hizo gracia y le entraron ganas de reírse, de desternillarse, pero tan sólo arqueó ligeramente la comisura de los labios.

El gatito descubrió a Joe, y éste pensó que sus ojos debían de tener aquella mirada cuando su padre le pegaba.

Se acercó a Daryl.

– Torturar a un gato indefenso es de mamones.

Daryl sonrió con los dientes apretados y luego le dijo a la chica:

– Enciéndelo, coño. Luego le voy a enseñar a este imbécil lo que es bueno.

La chica encendió otra cerilla y fue rápidamente hacia el gato.

Joe Pike tuvo la sensación de que estaba mirando el mundo que le rodeaba a través de una lupa, aunque con un efecto inverso al habitual. Estaba tranquilo, sereno, cuando agarró el palo y corrió decidido hacia Daryl. Al darse cuenta de que iba a atacarle, Daryl se puso a gritar y se irguió para repeler la embestida. El gato, libre de repente, se escurrió entre los árboles y desapareció.

– ¡Que se escapa! -gritó la chica, como si se hubiera acabado su pequeño espectáculo y se hubiera perdido la mejor parte.

Joe arremetió como una locomotora, pero el palo estaba medio podrido y se rompió contra los antebrazos de Daryl con un chasquido.

Daryl empezó a dar puñetazos sin orden ni concierto, como un molino, y alcanzó a Joe en la frente y en el pecho, y entonces el otro chico se colocó detrás de Joe y empezó a golpearle con toda su fuerza. Joe notaba los golpes, pero curiosamente no sentía dolor. Era como si estuviera en lo más profundo de su ser, como si fuera un niño pequeño en un bosque oscuro que observara lo que sucedía sin intervenir.

La chica había superado su decepción y se había puesto a dar saltos y a lanzar puñetazos en el aire como si estuviera animando a su equipo a marcar un último tanto y ganar el partido.

– ¡Matadle! ¡Matad a ese cabrón!

Joe seguía en pie entre los chicos, los dos mayores que él, que seguían golpeándole como locos. El del cigarrillo le dio con fuerza tras la oreja derecha, pero cuando se dio la vuelta para mirarle, Daryl le atizó en la parte de atrás de la rodilla y le derrumbó.

Daryl y el del cigarrillo le machacaron a golpes la cara, la cabeza, la espalda y los brazos, pero él seguía sin sentir nada.

Eran corpulentos, pero su padre era más corpulento.

Eran fuertes, pero su padre era más fuerte.

Joe se dio la vuelta y consiguió ponerse de rodillas. Notaba sus puñetazos y sus patadas, pero se puso en pie, tambaleándose.

Daryl Haines le golpeó con fuerza en la cara una y otra vez. Joe intentó responder, pero casi todos sus golpes se quedaban cortos. Entonces alguien le puso la zancadilla y volvió a caer al suelo.

Daryl Haines le pateó, pero su padre le pateaba con más fuerza.

Joe se incorporó.

La chica seguía gritando, pero cuando Joe volvió a ponerse en pie Daryl Haines tenía una cara extraña. El chico del cigarrillo respiraba entrecortadamente, sin aliento tras haber dado tantos golpes, y tenía los brazos caídos junto al cuerpo. Daryl también respiraba jadeando, y miraba a Joe como si no creyera lo que veía. Tenía las manos bañadas de rojo.

– ¡Pégale, Daryl! ¡Pégale bien fuerte! -gritaba la chica.

Joe intentó golpear a Daryl, quiso darle en los ojos, pero falló y se cayó de lado.

A su lado, Daryl decía, con las manos chorreando sangre:

– Quédate en el suelo, chaval.

– ¡Tienes que molerle a golpes, Daryl! ¡No pares!

– Quédate ahí.

Joe se puso de rodillas, clavando las manos en el suelo. Intentó ver bien a Daryl, pero todo estaba borroso y teñido de rojo, y se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de sangre.

– ¿Estás loco? Quédate en el suelo y no te muevas.

Joe se puso en pie tambaleándose y dio un puñetazo con todas sus fuerzas. Daryl lo esquivó, dio un salto hacia adelante y alcanzó a Joe de lleno en la nariz. Éste oyó el crujido y lo sintió, y se dio cuenta de que se la había roto. Ya había oído aquel ruido en otra ocasión.

Se derrumbó, pero inmediatamente intentó volver a ponerse en pie.

Daryl le agarró de la camisa y le lanzó contra el suelo.

– ¡Serás idiota! Pero ¿qué cojones te pasa?

El del cigarrillo se había llevado las manos al costado, como si le hubiera dado una punzada.

– Vámonos de aquí, tío. No quiero seguir.

– Voy a pegarte una paliza -consiguió decir Joe. Tenía los labios partidos y le costaba hablar.

– ¡Se acabó!

Joe intentó golpear a Daryl desde el suelo, pero el puñetazo pasó a más de un palmo de él.

– ¡Se acabó, joder! ¡Estás destrozado!

Joe intentó darle otra vez y le faltó un metro para rozarle.

– No se acaba… hasta que gano yo.

Entonces Daryl dio un paso atrás, con el rostro encendido por la rabia.

– Muy bien, gilipollas. Te he avisado.

Tomó impulso y le propinó una patada tremenda. Joe sintió que le estallaba el mundo entre las piernas. Entonces vio las estrellas y luego todo se quedó a oscuras.

Les oyó marcharse, o eso le pareció. Tuvo la impresión de que tardaba horas en poder moverse, y cuando por fin logró ponerse de rodillas, el bosque estaba en silencio. Le dolía la entrepierna y sentía náuseas. Se tocó la cara. Le quedó la mano roja. La camiseta estaba salpicada de sangre medio seca. Tenía más sangre por los brazos.

Tardó varios minutos en volver a oler el aguarrás, y entonces vio al gato de una sola oreja, que le miraba desde debajo de las ramas podridas de un árbol caído.

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