Creyó reconocer en un reservado del fondo a una antigua compañera, aunque pesaría unos quince kilos más y tenía tres niños, el más pequeño de los cuales no paraba de alejarse de la mesa. Ella miró una vez a Falk con curiosidad, con un atisbo de reconocimiento, y él dominó el nerviosismo lo suficiente para asentir y sonreír. Pero a ella la distrajo el niño, que estaba ahora detrás de la caja registradora sirviéndose un puñado de caramelos de menta.
– ¡Jeffrey! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Jeffrey recibió un azote ligero en los pantalones. Luego cruzó el local otra vez corriendo hacia el perchero que había junto a la puerta.
Después de cenar, Falk paseó por las calles del pueblo y pasó por una heladería muy concurrida, pero todos los clientes parecían forasteros. Tal vez se sintiera mejor acogido allí por la mañana, cuando la comunidad de pescadores y otros que vivían del mar volvieran al trabajo.
Cuando hizo la digestión de la cena, fue dominándole el agotamiento. Al prepararse para acostarse abrió la ventana de su habitación y notó un frescor que no había sentido en una noche de verano desde lo que le pareció una vida. Mientras abría la cama y oía los insectos nocturnos y el oleaje, le dominó una fuerte sensación de la presencia de su padre, como si pudiera oír su respiración en la habitación de al lado.
A la mañana siguiente, después de un desayuno opíparo y tres tazas de café fuerte, fue a la cooperativa. Al abrir la puerta de la oficina sonó una campanilla, y un anciano alzó la vista del mostrador. Era Bob Holman, y reconoció a Falk de inmediato.
– ¿Revere? ¿Revere Falk?
– ¿Qué hay, señor Holman?
– ¡Dios mío!
El anciano salió de detrás del mostrador y dio una palmada con torpeza a Falk en la espalda. Era agradable que le reconocieran, aunque hiciese peligrar su seguridad. De momento, al menos, aún confiaba en estar lo bastante aislado para ser invisible a quienes podían hacerle daño.
– Tu padre debe estar encantado de tenerte en casa.
Así que seguía vivo. Falk sintió que el corazón le latía más deprisa y se ruborizó.
– Acabo de llegar, en realidad. Ni siquiera he tenido tiempo de verlo.
– Entonces supongo que sabes la noticia.
– ¿La noticia?
Holman clavó la vista en el suelo y volvió hacia el mostrador arrastrando los pies.
– No es gran cosa, en realidad, aunque diría que estará deseando contártelo.
– Seguro. En cuanto llegue allí.
Dondequiera que fuese allí. Esperaba que el señor Holman mencionara un sitio sin tener que preguntárselo.
– ¿Te has dado buena vida, eh? Tu padre dice que has vivido en el extranjero. ¿Trabajas para el gobierno?
Peligrosamente cerca.
– ¿Le ha contado él todo eso?
– Pues claro. Menciona todas tus cartas desde Europa. ¿Diplomacia o algo así?
– Sí, algo parecido.
El señor Holman se echó a reír, relajándose de nuevo.
– Eres igualito que él. Lo mismo que describe él siempre, así que pensaremos que hay algo más. Un trabajo más secreto. Pero no te preocupes. No haré más preguntas.
– De acuerdo. Bueno, ¿sabe usted cómo están mis padres? Sobre todo mi padre.
– Dice que no te has casado. Que aún no has encontrado a la chica adecuada.
Falk tragó saliva. Era demasiado extraña la intuición del individuo. Llevaban dos décadas separados, su padre había inventado aquella historia de la nada y casi había adivinado el cuadro completo. Como uno de aquellos escultores forenses que reconstruían todo un rostro con unos fragmentos del cráneo. De pequeño, Falk siempre había creído que el viejo se había desconectado completamente de su familia y que sólo pensaba en sí mismo y en la bebida. Pero tenía que haberles prestado alguna atención. Y había sido el hijo quien había desaparecido completamente.
– Paré junto a la vieja caravana -dijo Falk.
El señor Holman pareció confuso un momento; pero enseguida cayó en la cuenta y se le iluminó la cara.
– Te refieres a la vieja caravana de tu padre. Había olvidado que también viviste allí, ha pasado tanto tiempo… Tuvo que dejarla cuando se trasladó a la residencia, claro. Pero allí está mejor. Le dan todas las comidas a su hora. ¡Demonios! Creo que la mitad de sus amigos pescadores estarán allí ahora. Dame a mí unos años más y ya veremos. -Se rió un poco más fuerte de la cuenta-. Pero ya te lo contará él todo, supongo.
– Sí, estoy seguro.
Sólo había una residencia de ancianos en la isla y quedaba a unos ochocientos metros de su antigua casa, junto a la carretera. Sonó la campanilla de la puerta y entró otra persona, un turista, a preguntar cuándo ponían a la venta la captura del día. Falk aprovechó la ocasión para iniciar su retirada.
– Ya nos veremos, señor Holman.
– Vuelve a vernos, Revere.
Pero Falk comprendió entonces que no tenía forma de llegar a la residencia, a menos que quisiera recorrer once kilómetros en bicicleta. Así que esperó junto a la puerta mientras el señor Holman le decía al turista que volviera más tarde, cuando los barcos estuvieran descargando en la báscula del puerto.
– Por cierto, señor Holman, lamento tener que pedirle un favor, pero me falló el coche de alquiler esta mañana y tuve que llegar al pueblo en autostop. ¿Podría dejarme…?
– Pues claro, hijo. Llévate mi furgoneta. Está ahí mismo.
Le tiró las llaves.
– No la necesito hasta las cuatro.
Y, por la forma de decirlo, Falk se preguntó si el señor Holman habría creído una palabra de los cuentos chinos sobre la carrera en el extranjero de Revere Falk.
Subió al vehículo y arrancó. El sonido del motor parecía el estruendo de una pequeña fábrica; tenía el silenciador destrozado por el aire salino y los crudos inviernos. No era de extrañar que allí todos los mayores de cincuenta hablaran a gritos después de tantos años de tener que hacerse oír con aquel ruido. La vibración del motor le recorrió la columna como señales de Morse enviándole un mensaje de todos los preamaneceres de su pasado, las horas frescas en que se soplaba las manos hasta que se calentaba el motor en el viaje a la bahía. Falk salió del aparcamiento y volvió hacia el pueblo, y luego tomó la carretera 15 hacia el norte. Así que había llegado el momento, suponía, y sentía el estómago ligero y palpitante. Y la sangre que se le agolpaba en la yema de los dedos. Un encuentro para la posteridad. Pero ¿qué demonios diría él?
Falk aceleró, y el motor retumbó. Siguió hacia el norte, tan absorto en las vistas que se desplegaban ante él que ni siquiera se fijó en el Ford azul oscuro que se metió detrás de él justo cuando salía de la ciudad.
El Ford se rezagó enseguida, manteniendo una distancia prudente pero sin perder nunca del todo el contacto.
El simple hecho de saber que su padre vivía aligeró la carga de Falk, aunque sólo fuese apartando sus pensamientos de Gitmo.
Una parte de él siempre había creído que cuando reuniera el valor suficiente para regresar encontraría sólo una lápida. En cambio, su padre estaba en aquel momento sólo a unos kilómetros en la carretera 15, tal vez charlando con sus viejos amigos en una sala de juegos, revisando las cartas mientras esperaba el siguiente reparto. Sobrio, nada menos.
Lo que preocupaba a Falk eran las implicaciones implícitas de la noticia que había mencionado Bob Holman, como si bordease de puntillas algo catastrófico. Falk supuso que podría encontrar a su padre conectado a tubos y monitores, con una mirada vidriosa y vacía, y el hijo olvidado hacía mucho.
Entró en el aparcamiento, bajo un dosel de árboles jóvenes. La Residencia Blue Cove era un edificio de ladrillo de una planta, que contaba sólo con treinta camas, no lucrativo y nada selecto. Falk imaginó que pagaría la cuenta alguna dotación gubernamental.
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