Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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Se acercó a la recepcionista que había detrás del mostrador alargado. A primera vista, la joven le recordó a su hermana, a quien había visto por última vez cuando él tenía once años y ella dieciocho. Le dijo el nombre de su padre, y ella lo escribió en el ordenador mientras miraba una pantalla parpadeante. Cuando volvió a alzar la vista, Falk pensó que el parecido con su hermana se había esfumado y era como cualquier otra joven de cabello oscuro y ojos castaños.

– ¿Su nombre?

Falk vaciló un momento. ¿Y si las cadenas de televisión empezaban a transmitir su nombre en los noticiarios de la tarde?

– Revere Falk. Soy su hijo.

– ¡Vaya! -exclamó la joven, alegrándose-. No sabía que tuviese ningún… Bueno, a nadie.

Así que su padre no había seguido urdiendo sus historias allí, al parecer. Falk se preguntó si tendría alguna fotografía en la habitación. La recepcionista le indicó que siguiera un pasillo a la derecha.

– Si no está despierto, pida ayuda a una enfermera. Y también puede esperar en la habitación.

– Gracias.

El pasillo olía a medicamentos y a desayunos a medio terminar, a cuñas sin lavar y a productos antisépticos. Alguien tosía espasmódicamente en una habitación, y, en otra, alguien gemía. Y parecía que había un televisor a todo volumen en cada una de ellas. La atmósfera estaba cargada, como si estuviese puesta la calefacción. Todos estos pobres cuerpos se helaban enseguida. Cuando encontró al fin la habitación de su padre, había vuelto al precipicio del miedo.

La puerta estaba entornada. Llamó ligeramente y oyó agitarse las sábanas. Una voz ronca de anciano preguntó:

– ¿Sí?

Falk entró enseguida y vio un rostro vagamente familiar, pero reducido a los elementos esenciales, con la piel traslúcida. Reconoció primero los ojos (azul claro y un poco llorosos), que se animaron al reconocerlo cuando se acercó más. Afluyó el color a las mejillas del anciano, y el cambio fue espectacular, como si alguien hubiese aumentado su energía cincuenta mil vatios.

– ¿Papá?

El hombre sonrió ahora realmente, y se le formó una lágrima en la comisura de cada ojo. ¿O intentaría su padre sólo despejar la neblina de su campo de visión?

– ¿Hijo? ¿Revere?

Falk contestó con voz entrecortada:

– Sí, papá. Soy yo.

Cruzó el suelo de linóleo con piernas temblorosas y se acercó a las barras de aluminio de la cama. Tenía un tubo de respiración en la nariz, otro tubo en el brazo derecho, que goteaba un líquido claro de una bolsa suspendida, y un tercer tubo que salía de debajo de las sábanas hasta una bolsa de plástico llena de un fluido amarillento.

– Hijo -dijo su padre, con voz más reconocible ahora-. Así que te lo han contado.

– No, no me han contado nada, en realidad. Sólo decidí que era el momento. Que era cosa del pasado, en realidad.

– ¡Caramba, entonces! ¡Caramba! -aquella leve sonrisa de nuevo.

Su padre alzó una mano blanca y huesuda e intentó tocarle, pero no pudo salvar la barra, así que Falk se la cogió, estrechándosela junto a la muñeca mientras se agarraban con torpeza. Tenía la palma cálida y el dorso helado. La piel parecía tan quebradiza como papel de arroz, como si fuese a romperse con la presión. Falk sintió en la muñeca el levísimo latido del pulso de su padre. Le apretó la palma y su padre apretó también. Falk carraspeó.

– He visto a Bob Holman en la cooperativa. Me ha dejado la furgoneta para venir.

– ¿Qué? ¿Un tipo importante como tú no tiene coche propio? Y pensar toda la basura que les he estado contando.

– Ya me lo ha dicho el señor Holman. Que vivía en Europa. Que trabajaba para el gobierno. En realidad, no ibas muy desencaminado.

Asintió, como si fuese así sin duda.

– ¿Tienes hijos?

– No me he casado. Como imaginabas.

– ¿Dónde vives?

– En Washington.

Gitmo era demasiado difícil de explicar. Además, no quería pronunciar el nombre en voz alta, como si temiera que pudiese detectarle algún radar si lo hacía.

– ¿Trabajo gubernamental?

– Sí. FBI. -Ya había hablado más de la cuenta, por su propio bien. Pero el anciano había sabido al menos aquella parte de la verdad-. Soy agente especial, papá. Hablo árabe, hago muchos interrogatorios. Estoy bastante solicitado estos días.

– Lo sabía. -Sonrió abiertamente ahora-. Estaba convencido de que todas aquellas lecturas compensarían. Eras demasiado listo para seguir saliendo al mar hasta que te ahogaras.

Ojalá lo supiera. Pero ésa era una historia para después.

– Creo que ya no pescas mucho.

El anciano jadeó, pasando bruscamente de la risa a la tos, que consiguió dominar inclinándose ligeramente, conteniendo un estertor en el pecho.

– Hace años -estaba ronco otra vez-. ¿Has visto el barco?

– Ayer, cuando llegué. Está creciendo la hierba entre el casco.

Él asintió, sin extrañarse.

– No ha salido desde el noventa y ocho. Hiciste bien en marcharte, ¿sabes? En largarte cuando lo hiciste. Yo era un desastre, ninguna ayuda para nadie. Sólo quería que me lo dijeras luego. Sólo una dirección, ¿sabes? Una nota para hacerme saber que estabas bien.

– Lo sé. Lo siento.

– No. Yo sí que lo siento.

Su padre asintió de nuevo, una aceptación de cómo eran las cosas, una absolución, hecha con la gracia y la dignidad que había tenido siempre, aunque Falk lo hubiese olvidado después de presenciar tantos momentos de cólera y estupor.

– ¿Y dónde están Henry y Lucy? -preguntó Falk.

Resultaba extraño pronunciar los nombres de sus hermanos, como si hablaran de personas muertas hacía tiempo o citaran algún cuento de la historia antigua. Su padre negó, y las lágrimas afluyeron abundantes ahora a sus ojos, y rodaron despacio por sus mejillas tensas.

– No lo sé, hijo. Todos se fueron. Tu hermano, tu hermana, tu madre. Los ahuyentamos a todos, la bebida y yo. Tú eres el único que ha vuelto.

– Está bien, papá. No volveré a marcharme. Nunca más.

Tendió la mano sobre las barras y tomó la de su padre. El anciano parecía cómodo apoyado en la almohada.

– Lo intenté. Sé que nunca creíste que lo hiciera, pero lo intenté. Aunque nunca con suficiente empeño.

– Lo sé, papá. Está bien. Todo eso ya pasó.

Su padre asintió, hundiéndose más en la almohada, ahora que ambos estaban absueltos. Una calma especial cubrió su semblante. Apretó la mano de Falk, y luego la soltó.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– Oh. Tres años, algo más. Fuera lo saben con certeza. No estuvo tan mal un tiempo. Pero en cuanto dejé de caminar, bueno… las cosas no han ido muy bien últimamente, eso es todo. Y el peso, prácticamente no peso nada. -Sonrió inexplicablemente-. Verás, cuando yo nací, el médico solía cobrar los partos según el peso. Mi madre se quejaba siempre por eso, porque decía que yo había pesado cuatro kilos, o sea que fui extra. Tal vez si aquí cobran por el peso pueda ahorrar algo de dinero al Estado.

Volvió la risa, y con ella el leve jadeo. Pero no apartaba los ojos de Falk, y Falk estaba seguro de que sabía por qué.

– Te estás muriendo, ¿verdad?

Él asintió, sin lágrimas esta vez, el marinero que afronta la tormenta con la cabeza alta.

– ¿Te lo ha dicho Bob?

– No hizo falta.

– Cáncer. Dicen que avanza rápido. Creen que no duraré mucho.

– Disculpe, señor Falk.

Ambos alzaron la vista al oír la voz de la enfermera, pero iba a buscar a su padre y entró en la habitación con un frufrú de algodón blanco.

– ¡Vaya, tiene una visita! Estupendo. Lamento interrumpir, pero es la hora del baño y la medicación.

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