Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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– Necesito que me ayudes -dijo en voz baja, mirando a Charles a los ojos-. Que me lleves en coche a un sitio, lo antes posible. A dos sitios, en realidad, y uno queda en Fort Lauderdale. Te pagaré la gasolina. Janette y los niños pueden quedarse aquí.

Charles no vaciló.

– Iremos todos -repuso con firmeza, recogiendo una piña y varias naranjas para el camino-. Lo que te haga falta. Y no tienes que pagar nada. Somos amigos.

Y así se abrió una brecha en la muralla, sin problemas. Los niños protestaron un poco, no serían niños si no lo hiciesen. Dos horas en los asientos de vinilo con el picor de la arena y la sal en el trasero era mucho pedir. Fueron enfurruñados casi todo el camino. Pero Janette y Charles actuaron con un sentido de misión, siendo como eran de un lugar donde nunca se cuestionaba la necesidad de urgencia cuando alguien pedía ayuda.

La primera parada fue en un banco de Aventura, un barrio de renta alta, en el que cajeros y directores estaban acostumbrados a no hacer preguntas, aunque no estaban acostumbrados a que sus clientes llegaran al aparcamiento en un viejo Chevette herrumbroso con todas las ventanillas bajadas y tres niños morenos amontonados con su madre en la parte de atrás.

La transacción se hizo sin contratiempos. Gonzalo enseñó su identificación, les enseñó una llave que llevaba siempre en su cadena y le acompañaron a una oficina con paneles de madera, donde un subdirector le llevó una caja de seguridad y le dejó solo. En el interior de la caja había un permiso de conducir del estado de Nueva York con la fotografía de Gonzalo y varias tarjetas de pago. Todas llevaban un nombre que los jefes de Gonzalo no habían oído nunca, ni siquiera su jefe. También había un sobre con diez mil dólares en metálico, sus ahorros de años de trabajo como guardia de seguridad y oficinista. ¿No era aquello el estilo americano, en realidad, guardar aquellos ahorrillos para el futuro?

Al salir del banco, Gonzalo localizó una cabina telefónica y decidió hacer una llamada rápida. No sabía cuándo vería una que todavía aceptara monedas.

– ¿Lucinda?

– ¡Qué delicia recibir una llamada de mi novio a media mañana! -exclamó ella; luego, como si acabara de advertir el tono apurado de él, preguntó-: ¿Pasa algo?

– Tengo que irme de la ciudad unos días. Por trabajo, claro.

– ¡Vaya! -El entusiasmo había desaparecido-. Claro. -Añadiría algún comentario sobre «las locuras» a menos que él actuara con prontitud.

– Lucinda, tal vez algunas personas pregunten por mí dentro de un par de días. Me buscarán, diciendo que son mis amigos. No les digas nada, pero no te muestres inquieta.

– ¿Qué pasa, Gonzalo? ¿Qué ha ocurrido?

– Confía en mí, por favor. Se solucionará en pocos días. Entonces volveremos a hablar de algunas de tus ideas sobre el traslado, ¿de acuerdo? Las he estado considerando seriamente.

– ¿De verdad?

Él se dio cuenta de que ella no podía decidir si alegrarse o preocuparse.

– Sí. ¿Este sábado tal vez?

– Por supuesto. ¿En mi apartamento?

– Bueno, tal vez sea un poco más complicado. Quizá tengas que hacer la maleta. Pero ya lo hablaremos.

– De acuerdo.-Su tono era ahora apagado, atónito-. ¿Gonzalo? En realidad no eres uno de los chiflados, ¿verdad? -era más una afirmación que una pregunta.

– No.

– Creo que siempre lo he sabido.

– Está bien. Guárdatelo para ti.

– Lo haré. Ten cuidado.

– Por supuesto.

Había tanto tráfico como siempre en la I-95, pero, a los cuarenta y cinco minutos pararon en el bordillo del carril de salidas del aeropuerto internacional de Fort Lauderdale. Antes de bajar del Chevette, Gonzalo puso cinco billetes nuevos de veinte dólares en la mano a Charles, y luego rechazó las protestas de éste.

– Por favor. Es lo justo. Me habéis salvado la vida, de verdad. Y si alguien pregunta por mí, no digáis nada. Ni siquiera a Ed Harbin ni a Karl y Brigitte.

Charles asintió, con gesto decidido. Janette hizo lo mismo. Todos se despidieron, pero fue la despedida de Joseph, su hijo de ocho años, la que confundió a Gonzalo cuando dio la vuelta en la acera para marcharse.

– ¿Volveremos a verlo, señor Rubiero? -le preguntó con ternura, asomando la carita redonda por la ventanilla de atrás.

– No lo sé, Joseph. De verdad que no lo sé.

Y se apresuró a atender sus asuntos.

31

Falk suponía que siempre había sabido dónde acabaría su viaje, por muy tortuoso que fuese el curso. Pero, en realidad, no lo reconoció hasta que se lo dijo en voz alta aquella noche por teléfono al encargado de reservas de unas líneas aéreas.

Llamaba desde un hotel barato de las afueras de Kingston, sentado exhausto al borde de un colchón hundido, procurando mantenerse despierto, después de un restregado caliente en una ducha minúscula. Había cenado en el bar de al lado buñuelos de cocha y dos botellas de cerveza Red Stripe.

El último trecho desde la isla Navassa había sido de ochenta millas. Él y el viejo pescador habían trasladado sus equipos a sus nuevos barcos respectivos. Falk había dormido luego unas horas al sol mientras el mar seguía calmándose. Hacia la una de la tarde, después de beberse casi cuatro litros de agua y devorar los dos emparedados de manteca de cacahuete, se consideró en forma para aguantar otra buena tirada al timón.

A pesar de la limpieza de la lluvia tropical, el viejo barco apestaba a pescado podrido y a lubricante, pero respondió mejor de lo esperado. El motor era otra cuestión. Alcanzaba una velocidad máxima de quince nudos, lo que supuso que no llegó a Port Antonio de Jamaica hasta las seis y media aquella tarde. Habría llegado a Haití en un tercio del tiempo, pero entrar en Estados Unidos procedente de un aeropuerto haitiano habría sido mucho más problemático, sobre todo con pasaporte británico, y eso sin mencionar los peligros de tratar con las autoridades haitianas.

No oyó ningún helicóptero en la travesía. El silencio le indicaba que le habían dado por muerto, que estaban buscando en todos los sitios equivocados o que habían decidido correr un tupido velo. Los rumores habrían proliferado en la base, y montar una operación de búsqueda y rescate sólo habría servido para que se propagaran más rápidamente. Más valía guardar un discreto silencio. Esperarían que apareciera en algún cruce de frontera con su propio nombre. O tal vez creyeran que había navegado un poco costa abajo para entregarse a los cubanos: el viejo traidor astuto que demostraría así finalmente cómo era. Falk suponía que Fowler podría creerlo, en cuanto se enterara de la historia. Bo se guardaría de hacerlo, y esperaba que también Pam.

Prácticamente nadie le prestó mayor atención en el puerto de Port Antonio (otra señal alentadora), así que se echó la bolsa a la espalda y llamó a un taxi resollante para el tortuoso viaje de una hora a Kingston, bordeando el pie de las Montañas Azules.

Y allí estaba ahora, aferrado al teléfono en la habitación de atmósfera viciada mientras el crepúsculo doraba la ventana. Reservó una plaza en el vuelo de las 6:45 a Boston de American Airlines, vía Miami, a nombre de Ned Morris de Manchester (Reino Unido). Dijo al empleado que lo pagaría al contado en la ventanilla. Con tan escaso margen de tiempo, el precio era exorbitante. A aquel ritmo, se quedaría sin dinero antes del sábado.

Falk telefoneó a continuación a Hertz para reservar un coche en Boston, pero de pronto cayó en la cuenta de que Ned Morris no tenía permiso de conducir y colgó al primer timbrazo. ¡Mierda! Tendría que tomar un avión más pequeño hasta Bangor y hacer a dedo el resto del camino (otros cuantos cientos de dólares desperdiciados), o tomar un autobús desde Boston, lo cual parecía interminable, sobre todo a alguien que a duras penas conseguía mantener los ojos abiertos.

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