Aquella mañana, le pareció que había una mancha roja en la corteza gris lisa, a un metro ochenta de altura. Se acercó emocionado y se aseguró. Desmontó lo bastante lejos para echar una ojeada alrededor antes de cruzar la hierba y quitar la chincheta, que tiró luego a una alcantarilla. Ahora pedaleaba más fuerte, procurando mantener a raya la ansiedad.
Todavía no había ningún vigilante en el aparcamiento. Era uno de esos lugares en los que coges un ticket al entrar y luego pagas en una cabina al salir. Gonzalo fue a toda prisa al rincón izquierdo del fondo, cruzó el murete y localizó el ladrillo contando desde la izquierda y desde abajo. Lo sacó, y debajo había un papel doblado, que se guardó en el bolsillo. Colocó el ladrillo en su sitio, echó una ojeada alrededor de nuevo, y se alejó pedaleando a desayunar, notando las gotas de sudor que le corrían por el pecho.
No leyó el mensaje hasta que había cogido su bollo y un ejemplar del Diario Las Américas y estaba sentado en su banco habitual del parque en la esquina de Collins y la Treinta y uno. Vio otra vez el graffiti como un insulto: «Caída de Castro. Marchaos a casa». Miró a su alrededor furtivamente y desdobló el papel.
Halcón peregrino abandona nido por mar. Destino desconocido. Águilas en persecución.
¿Había leído correctamente? ¿Se había ausentado Falk de Guantánamo sin permiso? En su vida había oído cosa semejante. Y en un bote, nada menos. Creyó recordar la mención de una tormenta tropical allá abajo y buscó rápidamente la página del tiempo en el Diario . El periódico hacía gala de su añoranza obsesiva por todo lo cubano y publicaba un artículo diciendo que la tormenta tropical Clifford se había apagado, disipándose en forma de lluvia en el mar al norte de Jamaica al cruzar al sureste de Cuba.
Huir de una base naval de aquel modo constituía un aviso implícito, una señal de que tanto su jefe como él operaban temporalmente en una zona peligrosa, fuera de los límites habituales de lo que la Dirección consideraba propio. Y en Cuba, ese comportamiento no merecía una candidatura ni un programa de radio. Allí el premio era un pelotón de fusilamiento.
Gonzalo intentó calcular el tiempo. Un mensaje que llegaba durante la noche por aquel conducto, tendría por lo menos doce horas, lo cual suponía que Harry (la única fuente plausible del soplo) se habría enterado de la noticia el día anterior y la había comunicado luego por teléfono a La Habana desde casa. Eso significaba que Falk tenía que haberse escapado en algún momento entre la noche del martes y el día anterior al mediodía. Si «las águilas» (es decir, el ejército estadounidense) habían salido en su búsqueda, era probable que ya le hubiesen encontrado. De lo contrario, podría estar en cualquier sitio en aquel momento. Siempre y cuando no se hubiese ahogado. Ningún simple agente del FBI podría haber pilotado un bote con aquel follón. Pero Gonzalo, con su meticulosidad habitual, nunca se había fiado de fuentes secundarias cuando se trataba de elegir y dirigir agentes. Hacía tiempo que había averiguado mucho más de Falk de lo que seguramente le habría dicho él a sus superiores del FBI. Era difícil saber a ciencia cierta lo que había impulsado a Gonzalo a profundizar tanto, pero cuando uno se dedica a crear identidades falsas, se le da muy bien detectarlas, y había algo en Falk que le intrigaba. Así que investigó su origen más a fondo de lo que lo haría nunca, por ejemplo, un reclutador de la infantería de Marina de Bangor. Por eso había elegido Gonzalo un barco para su reunión, como si transmitiera el mensaje: «Mira, conozco todos tus secretos, y sé dónde te sientes cómodo».
En cualquier caso, la noticia significaba que Gonzalo no disponía de tiempo para dar su paseo matinal de costumbre. Tenía asuntos urgentes que atender. Montó de nuevo en la bicicleta y pedaleó hasta el otro lado del parque. Cruzó Collins hasta la avenida Washington y se dirigió a casa.
Se acercó a su apartamento como siempre que iba en bicicleta: no por la parte delantera, sino rodeando y entrando en el aparcamiento de la parte de atrás, abriéndose paso entre un contenedor y un arbusto grande de cocolobo, donde estaba la rejilla de las bicis.
Dejó la bicicleta y se dirigió al hueco de la escalera. Por el corredor de aire localizó un coche desconocido en el bordillo de delante, un Lexus negro en una zona de «Prohibido aparcar». Sólo los repartidores se atrevían a aparcar allí más de unos minutos. Se puso en guardia. Subió las escaleras despacio, agachado.
Al llegar a la segunda planta se asomó por la esquina lo suficiente para ver su puerta. Todo tranquilo, así que se acercó más. La puerta estaba cerrada y las persianas seguían cerradas. Si había alguien dentro, habrían vigilado su llegada desde el dormitorio o la sala de estar, sin apartar la vista de la calle y del césped de delante del edificio. Pegó la oreja a la puerta. No se oía nada.
Empezó a calmársele el corazón acelerado. El Lexus debía ser de alguien que había ido a visitar a un vecino. Estaba neurótico. Iba a sacar las llaves cuando oyó un susurro, sólo unas palabras, ininteligibles, y unas pisadas en el suelo manchado de arena. Su desaliño en la casa le pareció de pronto una bendición. Oyó más voces. Hablaban en español y en voz tan baja que apenas pudo captar algunas palabras. Había al menos dos hombres. Se alejó de la puerta, dobló por la esquina y bajó las escaleras, procurando no hacer ruido. Seguro que le habían visto llegar. Habrían apostado a alguien en la parte de atrás también. Pero eran descuidados, tal como habían ido las cosas durante años.
Así que volvió a subir a la bicicleta y, convencido de que seguirían mirando en aquella dirección, pasó entre el contenedor y el cocolobo, cuyas grandes hojas cerosas sonaban como plástico. Salió a la callejuela que llevaba a una calle lateral.
¿Adónde iría, ahora? A casa de Lucinda no. Podrían estar allí también. Tenía que avisarla. Era casi la hora de ir al trabajo. Lo que necesitaba realmente era un piso franco, pero ninguno era bastante seguro en aquellas circunstancias. ¿Debería llamar a alguno de sus hombres? Tal vez ni siquiera pudiera confiar en ellos ahora.
Pensó entonces en sus amigos de la playa, el disperso grupo de asiduos. Era hora de dar el paso siguiente, de hurgar un poco más en sus vidas o dejar que lo hiciesen ellos en la suya. Pero ¿a cuál de ellos le pediría ayuda?
Al soldado Ed Harbin no. Haría demasiadas preguntas. Los alemanes, Karl y Brigitte serían cordiales y querrían obrar correctamente, pero también querrían claridad, orden, cada cosa en su lugar, lo cual exigiría explicaciones, una lógica que no podía ofrecer.
Los Lepinasse, por otro lado, eran de Haití. Ellos comprenderían mejor que nadie la importancia de no hacer preguntas en el momento inoportuno. Y era jueves, así que estarían allí. Gonzalo pedaleó hacia el sur.
Todos estaban en la playa, como si lo hubiesen planeado con antelación. Una pequeña despedida para un amigo que ni siquiera sabían que iba a marcharse. Harbin estaba en el agua, y nadaba regularmente hacia la boya, con la espalda bronceada brillando al sol, dura como carey. Los Stolze se sentaban bajo su sombrilla de rayas, con los sombreros aleteando en la brisa en torno a su pálida tez nórdica. Y allí estaban también los Lepinasse, sentados junto a su nevera, con el obsequio de un banquete tropical desplegado ante ellos sobre una vieja tela blanca.
Su hija de cuatro años, la menor de los tres hijos que tenían, se levantó y corrió hacia el agua turquesa.
– Hola, Gonzalo -le llamó Charles alegremente.
Karl y Brigitte le saludaron con la mano.
Era grosero precipitar las cosas, pero las circunstancias apremiaban.
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