– Debías haberme llamado por radio, Carl. Tienes suerte de que yo haya estado haciendo el mismo recorrido. Y los tres tenemos suerte de que los policías militares que dejó Fowler sigan medio dormidos. Fowler es un alma de Dios en algunas cosas, hay que reconocerlo. ¿No estarías a punto de hacer algo que luego lamentarías, verdad, Carl?
– No lo lamentaría en absoluto, te lo aseguro.
– Esperaba que lo dijeras. ¿Qué tal si desaceleramos un minuto y decidimos el paso siguiente?
– ¿Qué hay que decidir? -preguntó a su vez Van Meter, pero bajó el arma, lo que permitió a Falk respirar al fin-. Aquí tu amigo estaba a punto de largarse en una lancha robada; y eso sin mencionar que parece saber lo que hemos hecho. Si quieres que se entere todo el mundo, será tu funeral.
– Y el tuyo también -dijo Bo.
– En tal caso, todavía tengo algo que hacer.
Alzó de nuevo el arma, colocándola en posición de tiro, y Falk estaba a punto de tirarse al suelo para protegerse, cuando Bokamper arremetió contra Van Meter por detrás, golpeándole lo bastante fuerte en la mano para desviar el tiro, una explosión que hizo añicos la luna de vidrio cilindrado que daba a la bahía. El viento y la lluvia entraron por la abertura con estruendo. En la lucha que siguió entre Bo y Van Meter, a éste se le cayó el revólver, que giró con un repiqueteo metálico. Falk se adelantó y lo recogió sin problema, tan tranquilamente como podría haber recuperado un lapicero que se le hubiese caído.
– ¡Basta ya, tíos! -gritó más fuerte que el viento, mientras los dos hombres se daban cuenta de la nueva realidad. La lluvia arrastrada por el viento los rociaba a los tres y el estruendo de la tormenta lo dominaba todo. A Falk le parecieron aplausos los ruidos de los masteleros.
– De pie, pero despacio. Venga.
– No puedes detenernos a los dos -dijo Van Meter, avanzando con cautela, todavía buscando pelea.
– Ya, pero te disparará a ti primero -dijo Bo-. Te lo garantizo.
– ¿Pero tú de qué lado estás, gilipollas? Le había cogido con las manos en la masa.
– Ya no se trata de lados. Aunque tú no lo comprenderías.
Se refería a la infantería de Marina. A la fraternidad del cuerpo. O tal vez sólo a los amigos. Pero Falk, como Van Meter, tenía un trabajo que hacer.
– Dentro del armario. Los dos.
Bo sonrió y negó, como si fuese objeto de una broma pesada especialmente ingeniosa y hubiese decidido tomárselo con ánimo deportivo. Van Meter era harina de otro costal.
– ¡Tendrás que dispararme primero!
– Entonces no te muevas, porque lo haré encantado. Si no, entra en el maldito armario.
Eso aplacó un poco el acaloramiento de su desafío, y entraron los dos en el armario.
– Ahora dejad las radios en el suelo y empujarlas.
Van Meter tiró la suya, apuntando claramente al revólver, pero falló por varios palmos. Eso convenció a Falk de que tenía que cerrar con llave el armario de inmediato. La puerta era muy fuerte y probablemente también la cerradura. La extravagancia gubernamental tenía sus ventajas a veces. Falk metió bajo la puerta un tope de goma del cuarto de baño. Tendrían tan poco espacio allí dentro que les costaría bastante agacharse lo suficiente para empujarla y soltarla y, en realidad, aplicar la fuerza de palanca suficiente para romper la cerradura. Estarían fuera de servicio hasta que llegara Skip a las nueve a abrir la tienda. Y con aquel tiempo, tal vez Skip durmiera hasta tarde.
Falk se encaminó a la puerta principal y apagó las luces, dejando de nuevo la habitación a oscuras, algo que le calmó los nervios de inmediato. Ahora sólo se oía la tormenta, cuyo estruendo sobrecogedor llegaba por la ventana rota. Pobre Skip. Se empaparía todo el local.
– Bon voyage -se oyó el grito amortiguado de Bo.
Van Meter sólo pudo soltar un angustiado «¡Mierda!», que fue más satisfactorio de lo que Falk estaba dispuesto a reconocer. Lo pasarían bien allí dentro. Sonrió por primera vez en muchas horas.
Pero todo aquello había sido la parte fácil de la noche. El mar era mucho más astuto que Van Meter, y le atacaría con todas sus armas. Su única esperanza eran las maniobras evasivas: todos los trucos de marinero que había aprendido de pequeño. Si vacilaba una vez, podía darse por muerto.
Diez minutos más tarde, Falk ya había llenado el depósito de gasolina y surcaba la bahía encrespada, lo bastante abrigada para permitirle mantener una velocidad de casi veinte nudos mientras el casco golpeaba y chapoteaba en las olas. Las boyas indicadoras del canal se balanceaban desaforadamente, luces verdes y rojas parpadeantes. Falk conectó la radio de la Marina. Todo era silencio en la emisora local. Si su partida aparecía en el radar de alguien -improbable-, o si alguien había oído su motor desde la costa -todavía más improbable con aquella vorágine-, entonces a nadie se le había ocurrido todavía dar la alarma ni intentar avisar al loco que iba al timón.
La estrategia general de Falk era bastante simple. La tormenta se centraba justo al sureste, lo que significaba que el viento y las olas le atacarían por el este cuando cruzara el arco superior del remolino. La corriente predominante seguía la misma dirección, por una dosis doble de fuerza de oleaje. En vez de lanzarse contra ellas y arriesgarse a orzar -una desesperada deriva de costado que permitiría que la ola siguiente lo hundiera- tomaría rumbo suroeste, empujado por mar de popa. Luego, cuando el remolino pasara, Falk ajustaría gradualmente el rumbo al sur para mantener el viento cambiante y el oleaje detrás.
Era un tango angustioso, y las primeras horas serían las más peligrosas. No importaba lo que dijera el Centro Nacional de Meteorología sobre el debilitamiento de Clifford , el lado superior o derecho de la tormenta aún conservaba su fuerza aspirante, con vientos que soplaban en la misma dirección que el avance del ciclón.
Al amanecer, si todavía seguía a flote, Falk se habría adentrado en la mitad inferior del remolino, donde el viento y el oleaje se moverían en dirección opuesta al avance de la tormenta, atenuando el embate. Falk planeaba seguir entonces rumbo sur, navegando contra la marejada. Consumiría más combustible e iría más despacio, pero cuando dejara atrás la tormenta aumentaría la velocidad. Falk se preparó cuando el barco salvó la Punta Windward, y el mar no le defraudó, recibiéndole con un ruido sibilante mientras las olas pasaban rápidamente de estribaciones a montañas. La media milla siguiente sería la más difícil, hasta que llegara a aguas más profundas.
Falk había capeado muchos temporales, incluso algunos después de oscurecer, pero lo sorprendente de éste era el calor, la atmósfera tropical cargada. La memoria muscular le indicaba que capear una tormenta suponía tener la cara entumecida y las extremidades doloridas, tal vez incluso una capa de hielo sobre las regalas y que el equilibrio se fuese al cuerno. En comparación, esto era una olla asfixiante en una oscuridad bullente. Pero cuando se aferró al timón, enseguida se hizo a la idea de que, sí, uno puede ahogarse incluso en una sauna.
La pequeña embarcación encajó el castigo muy bien, o al menos, mucho mejor que ningún barco en el que se hubiese hecho a la mar el círculo de langosteros de su padre. La primera embestida le llegó del este, y viró a estribor, encontrando el ángulo óptimo a tientas, porque en realidad no podía ver las olas hasta que las tenía prácticamente encima. Sólo podía notar la sacudida y el empuje bajo los pies cuando el casco aceptaba literalmente el reto.
Había poco que ver, aparte de sus luces de dirección o, cuando tenía tiempo e ingenio para comprobarlo, el pequeño rectángulo fantasmagórico del visualizador del GPS. La iluminación restante llegaba de las salpicaduras, trizas de algodón que pasaban como un rayo a su lado en la lluvia torrencial. A veces veía por encima del hombro izquierdo una ola que se alzaba en la popa, y vislumbraba las vetas blancas de espuma en su costado, como una inmensa ballena listada que saltaba del agua y caía luego estruendosamente, lanzándole miraditas.
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