Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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El prisionero de Guantánamo: краткое содержание, описание и аннотация

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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Lo más pesado de la carga eran dos garrafas de leche de casi cuatro litros que había recuperado del cubo de reciclaje en la cocina, había enjuagado con agua muy caliente y que luego había llenado con agua del grifo. También llevaba una muda de ropa, un par de zapatos de repuesto y todas sus notas de la semana anterior, con las hojas que había robado del registro y las dos cartas a Ludwig. Lo había envuelto todo en una bolsa de basura, que ató bien y metió en una segunda bolsa, para mayor protección.

Guardó el pasaporte británico, la cartera y el dinero en metálico de Florida en bolsas Ziploc dobles, se preparó luego dos emparedados de manteca de cacahuete y cogió dos bananas de la encimera de la cocina.

Antes de envolver en plástico el tubo de las cartas náuticas, extendió una sobre la mesa y conectó el portátil. Le habían cortado el teléfono, pero, al parecer, se habían olvidado la línea, otra señal de su presunción de que no tenía escapatoria.

Buscó la información más reciente sobre la tormenta en la web de la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica. Acababan de actualizarla. Clifford estaba perdiendo fuerza, gracias a Dios, ya apenas era una tormenta tropical, con vientos continuos máximos de unos 35 nudos y cada vez disminuyendo. La imagen de radar mostraba su movimiento ciclónico, desintegrándose mientras sus brazos remolineantes barrían la zona sureste de Cuba. A la 1:25, el centro estaba a 19,3 ode latitud norte y 74,5 ode longitud oeste; y avanzaba a unas doce millas por hora en dirección oeste-noroeste.

Una vez determinado el curso previsto de la tormenta, Falk calculó que, cuando él saliera, estaría a unas treinta millas al sureste de la bocana de la bahía de Guantánamo. Las primeras horas tendría que capear los vientos más fuertes de la parte superior o derecha del remolino de la tormenta en sentido contrario a las agujas del reloj. No era precisamente lo que hubiese preferido, sobre todo en la embarcación que llevaría. La alternativa era esperar otras cuantas horas, lo cual reduciría considerablemente su ventaja, y supondría mar y cielo más tranquilos para sus posibles perseguidores. Con suerte (y necesitaría mucha), saliendo pronto casi habría llegado a su destino cuando alguien descubriera que se había marchado.

Lo último que hizo antes de salir gateando por la ventana fue anotar algunos puntos que esperaba alcanzar. Los guardó en una bolsa Ziploc más pequeña y se los metió en el bolso de la chaqueta junto al GPS de mano.

Tardó unos diez minutos en llegar a la avenida Sherman, y desde allí siguió el arcén, dispuesto a saltar corriendo a la maleza o a la cuneta si aparecía una patrulla de seguridad. No había mucho donde esconderse, pero las carreteras estaban vacías a aquella hora.

Falk estaba familiarizado con la elección de lanchas motoras por las excursiones de pesca que había hecho en Guantánamo. Las alternativas eran escasas: unas cuantas Bayliner y Sea Chaser . Las Bayliner eran las típicas embarcaciones de recreo, de elegantes líneas, con un camarote pequeño, y pensadas más para ser veloces que para soportar el embate del oleaje. Falk prefería la Sea Chaser de siete metros, con una cubierta abierta que se secaba enseguida y un casco que navegaba mejor con mar de popa, aunque, por supuesto, nunca la había pilotado con un temporal como el de aquella noche.

Antes de verlo, Falk escucho el sonido del puerto deportivo por el ruido casi frenético de las drizas en los mástiles de los veleros, un sonido que en cualquier puerto parecía el repique de campanillas de aviso diciéndote que no salgas al mar. La oficina de alquiler estaba oscura y silenciosa. Entró sin problema, perforando el cristal de la puerta principal. En el continente, la oficina habría estado provista de un sistema de seguridad, que habría permitido a la policía llegar en pocos segundos. Pero, a pesar de toda la seguridad de Gitmo en el perímetro y en el Campo Delta, apenas se preocupaban de pequeños hurtos y robos con allanamiento, sobre todo en aquel lado de la base. Alguien le había contado que el índice de delincuencia de Gitmo era muy inferior al de las ciudades estadounidenses del mismo tamaño.

Falk se abrió paso a tientas en la oscuridad hacia la parte posterior, donde Skip, el encargado, guardaba las llaves de las lanchas motoras colgadas en un tablero detrás del mostrador. Falk lo encontró en el suelo, apoyado en el mostrador, justo debajo de la caja registradora.

Tendría que llenar el depósito de combustible al salir, una idea peliaguda con las sacudidas del oleaje en el puerto. El depósito de 500 litros de la Sea Chaser le permitiría llegar a su destino sin problema, aunque la media habitual de 0,60 kilómetros por litro se reduciría considerablemente por el embate de la tormenta.

¿Qué más? Echó una ojeada alrededor en la oscuridad de la tienda. Un chaleco salvavidas, por supuesto, nunca prioritario para un langostero, pero imprescindible entonces para Falk. Cogió un rollo de cuerda extra para poder atarse a una cuerda de salvamento. Luego cogió otra cuerda y buscó entre los artículos de limpieza de un armario un cubo para usarlo de ancla flotante.

Cuando cerraba la puerta del armario, oyó un chasquido y se encendieron las luces. Falk alzó la vista asombrado. Vio a Van Meter plantado en la puerta de entrada, apuntándole con un revólver.

– Un poco tormentoso para una travesía, ¿no?

– ¿De dónde viene?

– Hice un pequeño examen de su casa y vi suelta una reja de atrás. Desde allí ha sido fácil. He visto venados heridos dejar menos rastro.

– ¿Entonces dónde están las luces intermitentes y la sirena? ¿El espectáculo para el jefe?

– Eso va después. Esos zoquetes de Fowler ni siquiera se han enterado de que se ha marchado.

Falk no sabía si alegrarse o alarmarse con la noticia, que sin duda correspondía al estilo de Van Meter.

– Todavía el Llanero Solitario, ¿eh?

– Menos gente que la cague.

– ¿Es eso lo que hizo Lawson en la balsa con Ludwig?

Van Meter se delató un momento, mirándole con ojos desorbitados. Enseguida se sonrió.

– Razón de más para ocuparme de esto por mi cuenta.

Falk miró a los lados, buscando algo que pudiese servirle de arma. El último comentario de Van Meter requería acción inmediata. ¿Sería de verdad tan estúpido como para cargarse a un agente especial? Sí, por supuesto. Y Falk ya había aportado muchas pruebas que indicaban provocación: huida del arresto domiciliario y allanamiento del puerto marítimo, con la llave de una lancha en un bolsillo y un GPS en la otra, más todos los artículos y un curso trazado.

No sería difícil convencer a las autoridades de que Falk había hecho algún movimiento súbito o amenazador. Pero no se le ocurrió nada que pareciese probable que diera resultado. Tirar el cubo no serviría de mucho. Unos pasos a la derecha había un ancla de esperanza que podría haber ido muy bien en combate medieval, pero no era rival para un revólver semiautomático Beretta calibre 9, el arma habitual de la policía militar.

Van Meter avanzó hacia él, sin bajar el arma mientras caminaba hasta pararse a menos de dos metros, justo fuera de su alcance, pero lo bastante cerca para no fallar el tiro. Una técnica perfecta, en otras palabras. Van Meter podía ser un vaquero estúpido, pero seguía su entrenamiento.

Falk estaba a punto de lanzar el cubo cuando vio movimiento en la entrada. Debió de traicionarle su semblante, porque Van Meter retrocedió.

Entró Bokamper.

– ¡Mecachis! -exclamó Bo, tan tranquilo y engreído como siempre-. ¿El marinero místico que vuelve a sus raíces?

Falk vio el disgusto en la cara de Van Meter. Era evidente que había contado con acabar la faena antes de que aparecieran testigos.

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