– ¿Qué significa todo esto?
– Tengo algunas preguntas. Tome asiento.
– ¿Y si se largan de aquí ahora mismo? Estoy cansado, necesito una copa, y no tengo ganas de charla.
– Sírvase la copa. Pero no me marcharé hasta que hablemos.
– ¿Ha venido a arrestarme?
– ¿Debería?
Falk negó y se volvió pasillo adelante, alejándose de la cocina.
– Me voy a la cama. Apaguen las luces al salir.
Pero había otro policía que bloqueaba la entrada a su habitación, y cuando Falk se detuvo a considerar qué hacer a continuación, el próximo paso, una mano golpeó la pared detrás de él. La de Fowler. Le había seguido con la rapidez de un comando y estaba tan cerca que Falk notó su aliento a dentífrico.
– Muy bien -dijo Fowler, muy serio ahora-. Basta de juguetear. Puede complicar esto cuanto quiera. Pero no me venga con idioteces sobre órdenes o sus derechos civiles, porque sabe perfectamente dónde estamos y lo que eso significa en lo que se refiere a los derechos de cualquiera. ¿La Constitución? Ni idea. Estamos en la zona de exclusión, y estoy autorizado por la máxima autoridad, así que escúcheme bien. Ahora, ¿qué tal si nos sentamos los dos?
Falk volvió a la sala, preguntándose a qué se referiría Fowler con lo de «máxima autoridad». ¿De la base? ¿Del destacamento? ¿O de Estados Unidos? Sería completamente distinto, según a lo que se refiriera. A lo mejor era un farol. Pero Falk estaba seguro de una cosa. Nadie iba a leerle sus derechos.
– Debería quitarse esa chaqueta empapada -le dijo Fowler, volviendo a sentarse en el sofá-. Esto podría llevarnos un rato.
Al abrirse la cremallera, Falk notó el pasaporte falso rígido en el bolsillo derecho y supo que no podía resistirse. Un toquecito rápido del policía militar y no lo contaba. Colocó con cuidado la chaqueta chorreante en un perchero que había junto a la puerta como si estuviese cargada de explosivos. Luego se sentó en un sillón frente a Fowler.
– Francamente, me sorprende que volviera de Jacksonville -le dijo Fowler-. Cuando me enteré de que se había largado de la ciudad supuse que se quedaría allí hasta que pasara todo y que volvería luego sigilosamente como si nada.
– Es evidente que no ha estado usted mucho tiempo en Jacksonville.
– Tampoco usted, por lo que me han dicho. Se fue hacia el sur y no volvieron a verlo hasta el día del vuelo. ¿No le importa decirme adónde fue?
– ¿Ahora tengo que dar cuenta de mi tiempo libre? Demonios, ni siquiera soy militar. Soy civil. No tengo que darle cuenta a usted de nada.
– Mire, sé que puede considerarme un fanfarrón patriótico. Como muchos otros aquí. Es una especie de fatiga de combate en Gitmo. Dos meses de misión y todos se vuelven cínicos. Así que adelante, pero queda advertido. Ahora mismo su lealtad está en entredicho.
– ¿Lealtad a qué?
– A este destacamento y a todo lo que significa. A su país, a su jefe.
– ¿Le importaría explicarme qué le induce a creerlo?
– ¿De verdad quiere la lista?
– Sí. Porque, francamente, ya no estoy seguro de quién trabaja para qué o por qué. Y eso incluye a mis mejores amigos y compañeros, y también a usted, por supuesto.
– Ya que lo menciona, hablemos de sus amigos. Ted Bokamper, por ejemplo.
– ¿Qué le pasa a él?
– ¿Qué se trae entre manos? ¿Y qué papel desempeña en ello?
– Mire, no sé en qué suposiciones erróneas se basará. Pero yo no estoy involucrado en nada. Lo que haga mi amigo Ted Bokamper es asunto suyo. Si le he hecho algunos favores en el camino, han sido exclusivamente eso, favores a un amigo, y me gustaría saber para qué demonios eran, además, ahora que merecen tanta atención.
Falk reprimió las ganas de decir: «Además, me colocó un micrófono en el coche».
– ¿Así que le ha ayudado?
– Le he contado los rumores habituales. Le he dado mi opinión sobre el terreno que pisa. No es ningún secreto que su pequeño equipo no ha sido precisamente el acontecimiento más feliz de la historia del Campo Delta. Algunos lo consideran una limpieza necesaria; y otros, una caza de brujas. Pero todos con los que he hablado parecen tan ignorantes como yo de lo que está pasando realmente.
– No he venido a hablar de los arrestos ni de nuestra pequeña investigación de seguridad, y creo que lo sabe. Hablo de las actividades extraoficiales en las que han participado su amigo el señor Bokamper y algunos de sus colegas locales. Van Meter. Lawson. Y usted. Son las cuatro piezas que conozco, y estamos buscando más, así que, ¿qué le parece algunas respuestas acertadas?
Cada vez que Falk creía que había entendido algo, se volvían las tornas de nuevo. Estaba más confuso que nunca.
– Pues tendrá que preguntárselo a Bokamper, porque yo no he intervenido ni quiero hacerlo.
– ¿De verdad sigue creyéndose inmune? ¿Es porque trabaja para el FBI? ¿O por los patrones de Bokamper y a quien representan? He venido a decirle que no está usted protegido por ninguno. En realidad, tiene usted dos puntos flacos importantes que no tiene ninguno de ellos.
Así que ahora Fowler empezaría a hablar de Cuba, de Harry y de Paco, supuso Falk. Y decidirían registrar la casa y dejarla patas arriba.
– Muy bien. Hábleme de mis puntos flacos.
– Uno es que está usted aquí, y bajo nuestra custodia. Sin abogados ni teléfonos. El suyo ha sido desconectado, por cierto. El más importante es éste: no hay nadie en Estados Unidos que pueda echarle de menos. Lo hemos comprobado. Ni esposa ni hijos. Ni madre ni padre. Ni hermanos ni hermanas. Ni novia. Ningún tío rico, ninguna tía amorosa. ¡Demonios, Falk! No tiene a nadie en el mundo, excepto a sus jefes. Y, créame, ellos cooperarán en cuanto sepan lo que hay en juego. En cuanto a su amiga, ella está en arresto domiciliario. Y su mejor amigo, en fin, tal vez no podamos tocarle todavía, pero si cree que él movería un dedo por usted, entonces tal vez sea verdad que no sabe lo que trama. Pero sigo pensando que hace el tonto y no voy a tolerarlo.
Falk negó y guardó silencio. Fowler prosiguió:
– Muy bien, entonces. Hablemos de los yemeníes. Son siete en total, creo, todos menos uno han sido interrogados, según el registro, por individuos que no dejaron sus números de identificación. ¿Por qué lo autorizó usted?
Así que Fowler también había visto aquellos registros, lo que le hizo ver el robo de los mismos para Bo a una luz completamente distinta.
– Yo no he autorizado nada, y menos eso. Y también a mí me gustaría saber quiénes han sido.
– Para ser del FBI, no se le da muy bien mentir, ¿sabe?
En aquel momento, Falk podía verse en un espejo. O, mejor dicho, como si se mirara en un espejo-ventana desde la sala de observación de una cabina de interrogatorios.
Estaba allí sentado, todavía chorreando, con cara de susto, con la luz un poco más brillante de la cuenta en los ojos mientras su fatiga empezaba a dejarse notar. Esquivaba las respuestas desviando la vista hacia el rincón. Evitaba mirar a Fowler a los ojos, manifestando ignorancia incluso cuando admitía conocimiento.
Fowler tenía razón. Falk era descuidado y actuaba estúpidamente o, peor todavía, como un mentiroso. Bien, pues se había acabado. Hora de tomar el control. Se dio la vuelta y miró a Fowler a los ojos, manteniendo las manos en el regazo y sin hacer gestos triviales ni evasivos. Adoptó la pose de quien no tienen nada que ocultar, y tampoco nada que proponer: bueno, nada, excepto un pequeño detalle para cubrir el paso en falso que acababa de dar admitiendo que estaba al tanto de los interrogatorios a los yemeníes. A partir de ese momento, no dejaría ni una sola pista que Fowler pudiese seguir.
– Mire, yo también comprobé esos registros. Lo mismo que debe haber hecho usted. Pero lo hice en el curso de la investigación de Ludwig. Verifiqué todas las salidas registradas durante su guardia. Un asunto rutinario. Pero yo no era ninguno de esos individuos, ni autoricé a ninguno. Habré hablado con tres de esos yemeníes en total, pero ante todo con Adnan. Y ahora le han trasladado donde no puedo verlo.
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