Falk sacó de la cartera el número de The Wire en el que figuraba el artículo sobre el equipo de Washington. Había doblado la fotografía, de forma que sólo se veía la cara de Fowler. Lo deslizó en la mesa para que pudiese verlo Adnan, haciéndolo despacio, con cuidado, para no romper el hechizo. Serpientes, de verdad. Él se sentía como una cobra que intentaba hipnotizar a su víctima con la mirada.
– Éste -le dijo, sin dejar de mirarle a los ojos mientras daba un golpecito en la foto-. ¿Lo reconoces? Mira la foto, Adnan. La fotografía no puede hacerte daño.
Adnan bajó la vista, y durante un momento tenso, Falk creyó que lo había perdido, tal era la impasibilidad del semblante del joven al mirar la foto. Era como si mirara un pozo, sin enfocar la vista.
– ¿Lo conoces? -preguntó Falk-. ¿Ha estado aquí?
Adnan negó despacio, con gesto impasible.
– ¿No?
– No -respondió Adnan, afablemente, como si rechazara una ración extra de postre-. No lo conozco. No está entre las serpientes.
Falk obtuvo el mismo resultado con la fotografía de Cartwright. Luego le enseñó otra vez la de Fowler, sólo para asegurarse, y también a modo de prueba. Si Adnan reaccionaba como si la viera por primera vez, entonces tal vez tuviese la mente vacía, reprimiendo el recuerdo de todos los que le habían hecho daño.
Pero no fue eso lo que ocurrió.
– ¡Ya me has preguntado por él! -exclamó Adnan, alzando la voz-. ¡Él no está entre las serpientes!
Retrocedió al precipicio. Falk retiró la fotografía.
– Muy bien, entonces. Muy bien. No pasa nada. No volverás a ver esa foto.
Esto hizo pensar a Falk que tal vez estuviese haciendo los interrogatorios allí la misma persona que había interrogado a los yemeníes en el Campo Rayos X. Si se trataba de Van Meter, contaría con un intérprete, y lo más lógico era que éste fuese Allen Lawson. Tal vez Fowler sólo observara desde detrás del espejo.
Por desgracia, no tenía fotos de Van Meter para enseñárselas, y no creía que pudiese conseguir una antes de que Adnan se marchara o el general Trabert descubriera lo que se proponía Falk y le encerrara. Ya era bastante portentoso que hubiese conseguido entrar allí, pensó.
– De acuerdo, entonces -dijo, cambiando de táctica-. Hablemos de estas serpientes.
Adnan negó.
– ¿No quieres que las castiguen?
Adnan se miró los pies.
– Bueno, ¿no quieres?
Asintió levemente.
– Entonces, descríbemelas. Cómo vestían. El color del pelo, los ojos.
Adnan miró a Falk como si fuese imbécil. Parecía furioso.
– ¡Son serpientes! -gritó-. ¿Qué más necesitas saber? Parecen serpientes, muerden como las serpientes, se enrollan y golpean como las serpientes. ¡Son serpientes!
Así que esto era donde se notaba el daño, supuso. Lo que explicaría por qué ninguna de las fotografías tenía efecto. Enséñale una foto de una serpiente de cascabel y quizá se ponga en pie de un salto, señalándola furioso. Pero Falk siguió adelante pese a todo, hablando en voz baja y manteniendo la calma. No volvió a inclinarse ni se levantó. Cruzó las manos delante de él sobre la mesa, donde podía verlas Adnan.
Adnan reaccionó de la misma manera, hasta cierto punto. Se calmó y no volvió a levantar la voz. Pero, pese a las diversas formas que probó Falk para conseguir una descripción de sus torturadores, Adnan respondía siempre lo mismo:
– Es todo lo que puedo decir de ellos -decía con cautela y evidente exasperación-. Son serpientes.
– Muy bien, entonces. Bien. Pero ¿cuántos eran? ¿Cuántas serpientes han venido aquí?
– Tres -contestó Adnan. Seguro-. Tres en este sitio.
– ¿Y en el otro? ¿El de antes de que vinieras aquí?
– Demasiadas. Muchas más.
– ¿Pero algunas de aquí son las mismas que antes? ¿O aquí son todas nuevas?
– Dos son las mismas que antes. Una es nueva. Aquí y la última vez en la selva.
– ¿La selva?
– Donde vivían los monos.
Debía de referirse al Campo Rayos X. A la última sesión antes de que le trasladaran allí. Todas las demás serpientes debían de ser los que habían hablado con él antes de que se encargara de él Falk. Éste se preguntó qué estarían sacando en limpio Bo y Tyndall de todo aquello. Ninguno de los dos comprendía el árabe, así que sólo se fijarían en los gestos, en los cambios de inflexión y de volumen. Habrían visto a Falk sacar el periódico, pero no sabían lo que era ni lo que le preguntaba. Menos mal, sobre todo en el caso de Tyndall. ¿O estaría el hombre de la CIA grabándolo todo de algún modo? Tal vez, pensó, aunque ya era demasiado tarde para preocuparse.
Falk consultó el reloj y vio que sólo le quedaban cinco minutos. Tyndall le había dicho que le interrumpiría en cuanto acabara el tiempo. Y, por lo que sabía él, la entrega estaba programada para el amanecer, aunque era probable que el tráfico aéreo se interrumpiese al menos hasta que pasara Clifford .
Hizo una última tentativa de conseguir una descripción de la serpiente más nueva, y fracasó; suspiró entonces, con la sensación de que no le quedaba nada que preguntar, al menos porque parecía que no quedaba nada que lograr. Adnan estaba más tranquilo ahora, pero su calma iba acompañada de un gesto de resignación tan ausente que Falk se sentía extrañamente desconsolado. Sólo faltaba una camisa de fuerza para completar el efecto, o las marcas de los puntos de una lobotomía. Adnan era un recipiente vacío, completamente agotado.
– De acuerdo, Adnan -le dijo amablemente-. Está bien. Lo has hecho bien hoy. Esto te ayudará.
Parecía que ni siquiera las mentiras importaran ya. El semblante de Adnan tenía la misma placidez rígida que un estanque congelado. Falk se levantó y llamó despacio a la puerta. El guardia entró de inmediato, con aire nervioso hasta que comprobó que no pasaba nada.
– Ya está -le dijo Falk-. Puede llevárselo.
La frase en inglés hizo reaccionar a Tyndall, que abrió un poco la puerta del cuarto de observación y susurró:
– Todavía te quedan tres minutos, ¿sabes? Si lo necesitas.
– Está agotado -dijo Falk-. No hay nada que hacer.
– ¿Agotado? -protestó Bo, sin molestarse en hablar en voz baja-. Yo no hablo árabe, joder, pero apenas lo has intentado. Parecías su terapeuta más que un interrogador. ¿Es eso lo que os enseñan en Quantico?
Falk oyó una súbita conmoción detrás, y luego un gemido desesperado de Adnan.
– ¡Serpiente! -dijo en árabe-. La oigo silbar.
Falk se dio la vuelta y vio a Adnan con la mirada brillante de miedo.
– ¿Y ahora qué demonios dice? -preguntó Bo.
– ¡Serpiente! -Adnan forcejeó con el guardia, que estaba sacando la porra del cinto.
– ¡Cállate! -masculló Falk por encima del hombro a Bo-. Y cierra la puerta. Quiero esos tres minutos. ¡Agente! Sujétele, pero no se atreva a golpearle. ¡Déjele ahí junto a la puerta, sólo un segundo más!
Falk sacó el periódico de la bolsa. Tenía el estómago revuelto pero mantuvo la compostura lo suficiente para que Adnan prestara atención, rogándole que se calmara para hacerle una última pregunta.
– ¿Es éste la serpiente? -le preguntó, en voz baja y firme, volvió la fotografía hacia el único rostro que aún no le había enseñado, el de Ted Bokamper, que vacilaba a la derecha de la foto.
– ¡Sí! -dijo Adnan, asintiendo rápidamente, y mirando luego furioso hacia el espejo de la pared opuesta-. Silba y está ahí. ¡Vive ahí!
– Cálmate, Adnan.
Pero Adnan ya no se calmaría, e incluso con esposas y grilletes, le dio problemas al joven policía militar, que acabó empujándole hasta su cama con las muñecas y los tobillos sujetos y cerró de golpe la puerta de la celda.
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