Así que, de acuerdo con el aspecto artificial de su nuevo entorno, Adnan empezó a considerar su existencia comparable a un solo pixel en la pantalla de un televisor que alguien acababa de apagar, un punto brillante en el centro de un vacío que se lo tragaría inevitablemente cuando se encogiera y desapareciese de vista.
Pero, de momento, tenía que ser visible todavía, porque le habían encontrado de nuevo y le estaban sacando de forma mucho más amable de lo habitual. Había en la puerta un guardia que decía su nombre. Detrás de él, había otro hombre, que esperaba en silencio. Entonces habló el segundo hombre; y habló en árabe, y Adnan reconoció su acento de inmediato.
– ¿Adnan? ¿Estás bien? No tienes muy buen aspecto.
Era el lagarto, el individuo paciente que guardaba la calma y cavilaba y le observaba con lo que él había creído que era simpatía. Ahora sabía que era engaño, pues en cuanto le había dado su único gran secreto, el lagarto le había delatado a los otros, que le habían llevado allí.
La primera noche había sido casi como el viaje en avión de nuevo, con los vómitos y el frío y los temblores, el castañeteo de dientes tan fuerte como masticar hormigón una y otra vez.
Ahora oyó al lagarto hablar en inglés con el guardia, que negaba y le contestaba. El guardia le acercó a una silla, diciendo algo. Se suponía que tenía que sentarse, allí a la mesa. Los otros nunca le habían dejado sentarse. Le dejaban de pie en un rincón, o le hacían agacharse delante de una luz estroboscópica o de un altavoz con música a todo volumen. Luego le agobiaban con sus preguntas: «Háblanos de Hussay. Háblanos de Hussay y podrás irte a casa».
El guardia le empujó hacia la silla, así que Adnan se sentó, todavía observando la escena entre las capas opacas que había construido a su alrededor. Procuró apartarlas, pero sus manos no se movían, todavía unidas a la espalda. Debían habérselo hecho antes de despertarle. Pero estaba decidido a volver a la superficie, aunque sólo fuese un momento. El lagarto tenía que saber lo que le había pasado. Tenía que conocer el precio de la traición. Así que emergería, si podía, sólo el tiempo suficiente para desahogar la cólera. Luego se replegaría. Ya tendría tiempo de sobra para reconstruir todas las capas de su concha, para convertirse de nuevo en el pixel de la pantalla, el único punto de luz desvaneciéndose en la oscuridad.
Falk tuvo que pasar al menos diez minutos de su preciosa media hora tranquilizando a Adnan, y era fácil ver por qué. El joven estaba magullado, pálido y descarnado, parecía que hubiese adelgazado siete kilos. Sólo llevaba allí seis días, pero podría haber sido toda la vida.
Los accesorios de su destrucción estaban a la vista. Dos luces estroboscópicas instaladas en el suelo en un rincón, junto a una platina y un bafle de cien vatios (sólo uno, no hacía falta sonido estereofónico cuando lo único que importaba era el volumen). No había porras, pinchos ni grilletes extra, pero esos instrumentos eran portátiles.
En tales circunstancias, Falk no quería a nadie a la mesa más que Adnan y él, aunque primero tuvo que discutir con el guardia.
– Se supone que tengo que quedarme, y éste ha sido un problema. Me han dicho que no lo pierda de vista.
Falk le habría preguntado «quiénes» se lo habían dicho, pero sabía que no conseguiría nada. Había advertido al entrar que nadie cumplimentaba ningún formulario ni reseñaba en modo alguno su presencia para que constara. Podría deberse a que aquella visita no se registraba. O tal vez no se registrase ninguna visita al Campo Eco. Sus jefes de Washington habrían palidecido al saber que estaba allí, y no había ningún medio de que él les diera la información.
– No se preocupe, soldado. Asumo toda la responsabilidad. Sólo sujételo al suelo y espere fuera. Le llamaré si le necesito.
– De acuerdo, pero es muy difícil oír desde ahí fuera.
Sin duda, pensó Falk, mirando las paredes y la puerta. Quienquiera que hubiese construido el Campo Eco había pensado en todo, incluido el aislamiento acústico.
Tyndall y Bo estaban detrás del espejo, esperando a que empezara el espectáculo. Un espacio muy reducido y viciado, pero así era. Con el límite de tiempo, no sufrirían mucho y, teniendo en cuenta a lo que se enfrentaba Falk, era improbable que la media hora fuese fructífera.
Falk había insistido en que no se asomaran ni hablaran alto en cuanto empezase la sesión. En el lamentable estado en que se encontraba el joven, sólo le faltaba a Falk otra intrusión que lo desquiciara, o lo hundiese más en el lugar en el que se hubiese refugiado. Y Adnan podría recordar a Tyndall de la semana anterior. Incluso una cara desconocida como la de Bo podría alterar el equilibrio.
Adnan jadeaba desde el momento en que entró en la habitación, y la hiperventilación no mejoró cuando reconoció a Falk. Dijo algo ininteligible, una especie de gruñido, e incluso eso le costó tanto esfuerzo que le cayó un espumarajo blanquecino en la barbilla. Le brillaban los ojos de cólera o de entusiasmo, o tal vez de ambas cosas. Pero resultaba evidente que quería decir algo para desahogarse.
– Tranquilo, vamos. Tranquilo, amigo. -Santo cielo, era como hablarle a un niño, a un perro. Falk tuvo que contenerse para no tender la mano y acariciarle la cabeza-. Todo irá bien ahora. -Pero no sería así, por supuesto, no si entregaban a Adnan al servicio de información yemení, cuyas tácticas serían todavía peores-. No sé si te lo han dicho, pero van a enviarte a Yemen dentro de pocos días. -Reprimió el impulso de decir «a casa», porque no habría sido la verdad. No pensaba mentir a Adnan. O eso había jurado-. Me han asegurado que van a hacerlo. -Pero dejarlo ahí, sin duda habría sido una mentira de omisión, así que Falk confesó-: Te entregarán a las autoridades, no a tu familia, aunque, con un poco de suerte, tal vez te dejen irte enseguida.
Le pareció oír una tos detrás del espejo. ¿Sería Tyndall que intentaba decirle que estaba contando cuentos? Demasiado tarde ya.
– Pero antes de que te marches, Adnan, tienes que decirme quién te ha hecho esto. Tienes que decirme quién te trajo aquí a esta habitación, y quién ha estado viniendo a verte.
– ¡Traidor! -balbuceó al fin Adnan, y la palabra pareció surgir de un lugar recóndito en el que se había calentado borboteando durante siglos-. Tú y las serpientes. ¡Traidores!
– ¿Las serpientes? -Era la primera vez que Falk le oía emplear aquella palabra.
– ¡Todos! ¡Sois serpientes todos!
El arrebato liberó suficiente presión para calmarle y cuando pasó, Falk se inclinó muy levemente, sin acercarse a él tanto como para resultar amenazador, sino sólo lo suficiente para poder bajar la voz y que le oyera.
– Escúchame, Adnan. Mírame. -Una mirada, la mantuvo casi. Luego apartó la vista hacia el rincón al que se volvía siempre cuando no tenía nada más que decir-. Tienes razón, Adnan. Tienes razón sobre las serpientes. Te han traicionado, pero yo quiero castigarlas por ello, y tú puedes ayudarme.
Falk esperó, y Adnan volvió la cabeza despacio, como un pivote que detuvo casi de frente. Pero siguió moviendo los ojos, los detuvo al encontrar los de Falk y los apartó de nuevo hacia el rincón.
– Puedes ayudarme -repitió Falk-. Puedes ayudarnos a los dos.
Bien, ya estaba, el engaño se deslizaba de nuevo en el enfoque, a pesar de las buenas intenciones. Pero ya no podía retirar las palabras, sobre todo porque parecía que surtían efecto. Adnan había vuelto la cara y clavó los ojos en los de Falk.
– Bien -musitó Falk, como el amo al perro-. Bien. Ahora voy a enseñarte unas fotos, Adnan. Algunas de las serpientes. Pero no te preocupes porque no están aquí, ni están esperando afuera ni volverán a hacerte daño. -Otra promesa que no podía cumplir, y sabía que seguiría haciéndole promesas mientras siguieran funcionando.
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