Mañana, se dijo, dejándose caer en la cama con un crujido de muelles herrumbrosos. Mañana organizaría las cosas. Se sumió en un profundo sueño, sintiendo todavía el movimiento del oleaje en los músculos cansados, como si se preparara para el embate de una gran ola en la oscuridad.
Por la mañana, con cara de sueño, casi sin tiempo para una taza de café, corrió al aeropuerto para tomar el primer vuelo. No se molestó en adoptar un acento británico (demasiado cansado) y durmió durante la breve escala en Miami. Hasta que ya estaban en la segunda etapa hacia Boston, no se le ocurrió que podría aparecer su cara en televisión, aunque no había habido ninguna noticia sobre Guantánamo en los informativos de la mañana. Así que pasó el resto del vuelo acurrucado detrás de una revista, por miedo a que le reconociese alguien.
Se puso nervioso en la cola de control de pasaportes de Logan, pero pasó casi sin una pausa. Se concentraron sobre todo en los jamaicanos, que asentían repetidamente mientras contestaban una pregunta tras otra. Los agentes de aduanas sonrieron con una venia cuando pasó Falk, agitando la mano, con la bolsa fiable manchada de agua del mar. Menos mal que aún no tomaban las huellas dactilares a los viajeros británicos. Luego cruzó las puertas y pasó la hilera parloteante de los que esperaban a los viajeros y de conductores de limusinas con carteles escritos a mano.
Lo había conseguido. Estaba oficialmente en el país. Pero aún tenía que recorrer kilómetros para poder dormir. Sacó un billete para el vuelo de las 5:17 a Bangor y corrió a un puesto de periódicos a comprar el Globe , el New York Times y el USA Today . Les echó un vistazo y no vio ningún despacho de Guantánamo. Ni una palabra. Y otro tanto en los canales de noticias a todo volumen en el bar.
Tal vez el general Trabert estuviese maquinando todavía una tapadera. Parecía que al final Washington había conseguido en Gitmo su ideal en la dirección de los medios de comunicación. No salían noticias sin autorización o, al menos, sin semanas o incluso meses de retraso. Falk no era tan ingenuo como para sentirse orgulloso o seguro por esto; pero, de momento, era una ventaja a su favor. Cuando el avión aterrizó en Bangor poco después de las seis, había dormido y comido lo suficiente para recuperar la energía, e inició con entusiasmo el recorrido de los últimos cien kilómetros escasos. Sólo tardó unos minutos en conseguir que parara el primer coche, que le dejó en una salida nada más pasar Bucksport. Agitando la mano mientras el coche desaparecía en una curva, Falk experimentó una profunda sensación de consuelo en el silencio de la estrecha calzada. El cielo vespertino teñía el paisaje de un rosa encendido. Pinos y álamos se inclinaban en ambos arcenes de la carretera, y el rugoso pavimento estaba pandeado y arqueado. El aire olía a resina, a hierba y ligeramente a mar.
El segundo trayecto le llevó hasta South Penobscot. El conductor del tercer vehículo que le paró, un camión frigorífico que acababa de entregar un cargamento de langostas, le dijo que iba directamente a Stonington. Y de ese modo, sin haber tenido realmente tiempo para prepararse, Falk se vio rumbo a casa, botando en los baches de la carretera 15, mientras pasaban las entradas y las casas de antiguos amigos.
Justo antes de cruzar la ciudad de Deer Isle, pasaron la casa en que Falk había vivido sus primeros años. Habían restaurado los lados de madera y habían sustituido el encalado por un azul verdoso. El tejado estaba arreglado y el césped cortado. Al otro lado de la carretera, la casa de McCallum había superado el aburguesamiento, convirtiéndose en una galería de arte. Pero Falk vio en la puerta contigua al señor Simmons, que debía ser ya octogenario, llevando la segadora como lo había hecho siempre, balanceándose en una nube grasienta de gases mientras pasaba entre las cinco fuentes para pájaros que llevaban en su patio toda la vida. Uno de los primeros recuerdos de Falk era lanzar barcos de papel para que flotaran en sus plácidas aguas.
Las vistas se multiplicaron y el goteo de recuerdos se convirtió en un diluvio. Allí estaba el prado que llevaba a la pista del estanque de los lirios, su antiguo lugar para nadar. La ciudad de Deer Isle pasó volando, y Falk vislumbró la pequeña biblioteca en la que había pasado tanto tiempo. Habría cerrado ya a aquella hora, pero imaginó que veía por una ventana los estantes silenciosos, la mesa de roble y el reloj de la pared con su tictac característico. Vio los turistas que paseaban junto a las tiendas de antigüedades, aunque también podrían ser fantasmas que rondaban este museo de su infancia. Sí, podría ocultarse allí perfectamente, porque había mil escondrijos en los que había aprendido a hacerlo. Cuando llegaron a Stonington, literalmente al final de la carretera, encontró habitación en una pequeña pensión con un nombre francés mucho más extravagante que la decoración sencilla pero inmaculada. Era una casa de madera gris, situada en un cerro arbolado que daba a Greenhead Cove, la pequeña ensenada en la que su padre y todos sus amigos amarraban los barcos langosteros durante la temporada. La única habitación libre era una individual junto a la cocina, sin vista, con un baño en el pasillo.
– Mínimo dos noches, el desayuno es a las ocho -le dijo la posadera, que le sonrió pero le echó una ojeada.
No la conocía, ni ella a él. Sabía muy bien que necesitaba afeitarse y ducharse, y la bolsa parecía de pronto sospechosamente insuficiente para un turista apresurado.
– No aceptamos tarjetas.
Estupendo para él.
En cuanto pagó, salió a contemplar las aguas tranquilas de la ensenada, dorada por el crepúsculo. Buscó en vano el casco blanco familiar con su borde azul oscuro entre las muchas embarcaciones que se balanceaban en el agua. De niño, había podido nadar en aquel frío al menos dos meses todos los veranos, tan lustroso como una foca joven. Cuando llevaba un año de marine en Gitmo, Falk había visitado la costa de Massachusetts (nunca se había aventurado a acercarse tanto a casa hasta entonces). Y había descubierto que ya sólo podía soportar unos segundos las temperaturas congelantes del Atlántico Norte. En su momento, decidió que estaba bien, le pareció una señal de que se estaba adaptando a otros lugares. Ahora ya no estaba tan seguro.
Pasaba bastante de la hora de cierre de la cooperativa de langosteros del puerto de Stonington, donde algún viejo podría saber qué había sido de su padre, así que fue en su lugar a la minúscula calle principal. Un puesto de bicicletas de alquiler estaba a punto de cerrar, y Falk alquiló una por veinticuatro horas con el nombre de Ned Morris. Así podría hacer su primera parada a unos kilómetros, en la carretera del aeropuerto.
Pedaleó firme para llegar cuando todavía hubiera suficiente claridad. El ejercicio le sentó bien a los muslos y las pantorrillas mientras aspiraba bocanadas de aire puro y tonificante. Pero se le cayó el alma a los pies al ver la caravana. Estaba vacía y destartalada, las ventanas que le quedaban estaban agrietadas. El terreno estaba cubierto de cardos y hierba alta y el viejo barco langostero estaba colocado sobre bloques de madera. La maleza brotaba como un géiser verde del casco roto. Sólo quedaban algunas franjas desconchadas de la pintura. El resto de la madera era de un gris desvaído. Hacían falta años de abandono para llegar a aquel estado.
Sólo entonces se confesó Falk que había abrigado la esperanza de encontrar allí a su padre. Se había imaginado a un anciano tranquilo, los demonios dominados, que estaría fregando los platos de la cena mientras se oía en la radio un partido de los Red Sox junto a una ventana abierta.
Falk podría haber abierto la puerta de la caravana sin ningún problema, pero el lugar estaba tan obviamente abandonado que no se atrevió a acercarse más. Se quedó mirando desde la carretera mientras oscurecía, escuchando a las ranas arbóreas que se preparaban para la noche. Luego volvió a la pensión pedaleando y fue caminando a un restaurante del pueblo, el Fisherman's Friend, donde decidió derrochar en una langosta. Necesitaba un sabor extravagante a hogar que disipase el fantasma de la caravana que parecía haberle seguido al pueblo.
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