Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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– Él es mi hijo, Revere. Trabaja para el FBI, así que tenga cuidado.

Falk sonrió, complacido de haberle proporcionado un pequeño motivo de orgullo.

– Volveré luego -dijo, mientras la enfermera sacaba la cama de la habitación y un camillero se llevaba el gota a gota. Salieron al pasillo como ayudantes de una barcaza que avanzaba lentamente río abajo.

– Que sea mañana -le dijo su padre-. No valdré gran cosa cuando acaben conmigo.

La enfermera asintió desde el otro lado de la cama, afirmando lo acertado del consejo de su padre.

– De acuerdo entonces -respondió Falk. Pero, para entonces, las ruedas de la cama resonaban pasillo adelante.

Falk volvió a recepción un poco entumecido, sin acabar de creer que aquello fuese real. Miró por encima del hombro justo a tiempo para ver desaparecer la cama en la esquina del fondo. Se contuvo y recuperó el control. Ya se estaba preguntando cómo pasaría el tiempo hasta el día siguiente por la mañana, y se paró en recepción para dejar el nombre de la pensión, por si tenían que localizarle. La recepcionista alzó la vista como si hubiese olvidado algo y dijo:

– Ah, señor Falk, hay un caballero en el vestíbulo que quiere verlo.

– ¿A mí?

– Sí, señor. Está ahí mismo.

Señaló tímidamente, como si fuese de mala educación, manteniendo la mano debajo del mostrador; pero Falk no se atrevía a darse la vuelta. Quizá debiera decir que se le había olvidado algo, volver directamente por el pasillo a la habitación de su padre y saltar por la ventana. Quitar otra mampara para esconderse en el bosque. Robar otro bote y huir hacia Dios sabe dónde. Isle au Haut, tal vez, o la isla de los Cisnes. Pero ¿qué sentido tendría hacerlo ahora que le habían localizado?

Así que respiró hondo, se dio la vuelta y vio la cara redonda de Paco, que alzó la vista de una revista y le sonrió como un amigo travieso.

33

– Estamos los dos ausentes sin permiso, como dicen en su ejército, ¿verdad?

– Yo sólo puedo hablar por mí mismo -contestó Falk-. Pero ¿cómo sabía dónde…?

– Por favor -repuso Paco, alzando la mano como un policía de tráfico-. No me pida que revele secretos del oficio. Y pidamos algo de comer. Sería poco civilizado tratar estos asuntos con el estómago vacío.

Estaban sentados en un reservado del Fisherman's Friend. Paco había insistido en invitarle a comer antes de «hacer ningún trato», según sus palabras. Había subido luego a su Ford alquilado y había seguido a la ruidosa furgoneta de Bob Holman de vuelta a Stonington.

En el camino, Falk llegó a la conclusión de que Harry debía haber avisado a los cubanos de su huida. Tantas molestias por mantener a raya los rumores de la base. Pero ¿cómo sabía Paco que él iría allí? Y, si un cubano de Miami podía calcularlo, entonces seguramente lo harían también los estadounidenses.

Estaban repantigados en los asientos de vinilo del reservado como dos trabajadores a la hora del almuerzo, cuando se acercó una camarera con lápiz y bloc de notas.

– ¿No se supone que son buenas las almejas fritas? -preguntó Paco, parloteando como si hiciese aquello siempre. Su humor era contagioso, y Falk decidió disfrutar mientras pudiera.

– Eso o el rollo de langosta. Imposible fallar con ambas cosas.

– Las almejas entonces. -Paco cerró el menú de golpe.

– Que sean dos.

Irreal. Primero, una conversación con su padre moribundo, al que no había visto en veinte años. Y ahora, un almuerzo informal con el pequeño cubano que había vuelto su vida del revés.

– Tuvo que ser muy agradable crecer aquí.

– No comíamos así muy a menudo.

– Me refiero a los bosques, a la costa. Es precioso. Aunque supongo que los inviernos pueden ser muy malos.

– A veces era muy malo todo el año.

Paco se lo pensó un momento.

– ¿Por eso le mintió al reclutador de la infantería de Marina y le dijo que era huérfano?

– Por favor. No me pida que revele secretos del oficio.

Paco sonrió. Parecía que disfrutaba muchísimo.

– ¡Bueno! Ya me dirá qué quiere de mí -dijo Falk.

Paco tomó un buen sorbo de té helado antes de contestar:

– Creo que eso es algo que deberíamos plantearnos los dos, porque ambos podemos ayudarnos el uno al otro.

– ¿Ayudarnos? Mi próxima parada podría ser Canadá. Y después, ¿quién sabe? Claro que si es también un fugitivo, tal vez quiera acompañarme.

– No, no más carreras. Me refería a ayudarnos para poder quedarnos ambos. ¿Recuerda la conversación que tuvimos en el barco? ¿Dar un poco para recibir un poco?

– Sí.

– Sería un buen comienzo. Sólo que esta vez le toca primero.

– Creo recordar que fui el primero la última vez. Quizá pueda empezar contándome algo más sobre para quién trabaja.

– ¿Desde ayer? ¿El día que llegué a casa y me encontré a dos grises de La Habana registrando mi apartamento? Desde entonces trabajo por mi cuenta. Soy una nación de uno. Pero sin duda será bien acogido si solicita la ciudadanía.

De alguna forma, Falk le creyó. Tal vez fuese porque la idea de nación de Paco le resultaba demasiado familiar, no sólo respecto a sí mismo, sino a todos con los que había trabajado en Gitmo: un archipiélago entero de empresarios que trabajaban principalmente para sí mismos; una lucha de organismo contra organismo, conspirador contra conspirador, y que ganara el más sinvergüenza.

– De acuerdo, entonces -contestó Falk, mordiendo una almeja frita. El sabroso aroma a agua salada y grasa le llenó la lengua-. Jugaré. Empecemos el miércoles hace una semana, con el yemení del que quería que me ocupara, Adnan Al-Hamdi.

Paco asintió.

– Tiene razón -dijo-. Estas almejas son buenísimas. Siga, le escucho.

Falk contó su historia de los últimos diez días, mientras Paco aportaba a la misma detalles interesantes desde su punto de vista. A Falk se le ocurrió un par de veces que a lo mejor Paco no estaba huyendo; que a lo mejor todavía trabajaba para los cubanos. Pero ya no le importaba. Era un alivio confesarlo todo y desahogarse. Cuando acabaron de dar cuenta de las almejas, de algunos fritos y de dos enormes raciones de tarta (la de Falk, de crema de coco y la de Paco, de manzana), había llegado a la firme conclusión sobre su insólita alianza.

– He decidido -dijo, limpiándose la boca con una servilleta- que los dos hemos perdido el juicio.

– Quizás esté en lo cierto. Pero también existe la posibilidad de que ambos hayamos recuperado la razón.

– Me gusta más su versión, pero no me convence.

– Una respuesta muy racional. Que apoya mi posición.

En ese punto, no les quedó más remedio que reírse y pagar la cuenta. Falk dejó la propina, mientras Paco iba a la caja. Todavía no sabía qué hacer, aunque le aliviaba contar con un aliado; o con un cómplice, según el caso.

Concluidas las confesiones, dejaron los vehículos en el aparcamiento y fueron caminando hasta el embarcadero, analizando cuál sería su paso siguiente. Salieron a la calle School, que bajaba en pendiente hacia el pueblo. Era un día soleado, con el cielo azul nítido, y temperaturas de veintitantos grados; pero Paco era caribeño y se frotaba los brazos al aire para protegerse del frío. Falk, por otro lado, ya estaba a gusto allí, un camaleón que volvía a cambiar del turquesa tropical al frío azul norteño.

– Supongo que le encontrarán, o nos encontrarán, en un par de días -dijo Paco-. Nuestra gente en Jamaica dice que los federales han registrado a fondo el puerto de un sitio llamado Port Antonio. Incautaron un barco de pesca registrado en Haití y luego hablaron con taxistas y hoteleros.

– ¿Cuándo ha sido eso?

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