Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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Otros dos usuarios acababan de salir de un Suburban negro familiar: una mujer con falda azul marino y blusa blanca, que miró por la ventanilla del Ford de Paco; y un hombre con un polo y pantalones caqui (Falk conocía bien el uniforme), que ya estaba subiendo las escaleras.

– Creo que nos quedaremos sin café -dijo Paco.

– Seguro que tendrán un poco en la oficina de Bangor -susurró Falk cuando se abrió la puerta y se oyeron los ruidos de la carretera y el grito de una gaviota-. Bienvenido a su nueva vida, Paco. Espero que sea realmente lo que deseaba.

EPÍLOGO

La historia no se publicó nunca. Demasiados desmentidos y muy pocas confirmaciones.

Además, estaba el asunto del llamado círculo de espías de Gitmo para desviar la atención de los medios de comunicación. Habían arrestado a otros dos intérpretes la semana que siguió a la huida de Falk, y, aunque acabaron retirando todas las acusaciones menos algunas insignificantes, el tema captó la atención del público durante semanas.

Pero cuatro meses después, Falk y Gonzalo seguían siendo hombres libres, lo que Falk consideraba suficiente victoria para su Nación de Dos.

La información de Gonzalo ocupó gran parte de ese tiempo, provocando otra oleada de deportaciones de las secciones de intereses cubanos en Washington y Nueva York. El FBI trasladó luego a Gonzalo con un nombre nuevo. Menos mal, porque Falk pensaría siempre en él como Paco. Falk intentó averiguar el posible paradero, pero nadie admitía saber nada, aunque un agente dejó caer firmes insinuaciones de que estaba en el oeste, tal vez cerca de Scottsdale. Por lo visto, le acompañaba una mujer, y Falk se preguntó si sería la misteriosa Elena, hasta que alguien comentó que era venezolana.

Falk conservó su trabajo, al menos nominalmente, aunque el FBI le había despojado de la autorización de seguridad y le había asignado un escritorio en el edificio Hoover, donde podían vigilarle a todas las horas.

Hubo bajas, por supuesto.

Una de ellas fue Adnan, que desapareció en el vientre de un avión de transporte al día siguiente de que Falk llegara a la isla Navassa. Lo máximo que había podido determinar Falk, basándose en comunicaciones encubiertas con Tyndall y con algunos otros que comprendían su apuro, era que Adnan se había desvanecido en un calabozo yemení para una vida de tormento o abandono, escondido como una de esas vergüenzas nacionales menores que podían hacer daño sólo si se permitía que volviesen a salir a la luz del día.

Cuando Falk pensaba en Adnan ahora -algo que ocurría casi a diario-, recordaba siempre el cartel de la cabina de interrogatorios, la fotografía estilizada de la madre acongojada que deseaba el regreso de su hijo.

El padre de Falk murió tres semanas después de su reencuentro, sin haber vuelto a ver a su hijo. Los interrogadores le dijeron que estaban demasiado ocupados para prescindir de él, aunque pudo telefonear algunas veces. Le permitieron asistir al entierro. El papeleo del patrimonio se resolvió en un día. Alguien tasó el terreno que ocupaba la caravana, y cuando la funeraria sumó los precios, ambas partes acordaron darlos por saldados si Falk firmaba la escritura de cesión. Enterraron a su padre en una colina que dominaba la antigua cantera de granito de la isla, en la que había desempeñado su primer trabajo cuando era joven y soltero y aún no se había hecho a la mar.

Pero eso fue a finales de agosto. Ahora era un miércoles de primeros de diciembre y, mientras Falk abría el correo, sentado a su escritorio en Washington, le llamó la atención el nombre de otro de los caídos, destacando en el remite de un sobre que había sobre el montón: «Doris Ludwig, Buxton (Michigan)».

Abrió el sobre con cuidado, como si los frágiles rastros del dolor de la mujer pudiesen caerse y fragmentarse en el escritorio. La letra era pulcra y clara, la caligrafía de alguien que procuraba no pedir demasiado.

Estimado señor Falk:

Después de todo este tiempo, me apena decir que no he conseguido que alguien responda a mis muchas preguntas sobre la muerte de mi marido en Guantánamo. Esperaba contar con su ayuda, ya que fue el investigador que me telefoneó el pasado mes de agosto. Un tal teniente Carrington del general auditor del cuerpo jurídico militar me dice que usted ya no se ocupa del caso, repitiéndome su anterior conclusión de que la desgracia de Earl, como la llamaba, ha sido dictaminada oficialmente «muerte accidental», debida a un accidente en una embarcación no autorizada.

Pero después de hablar con usted, y también con Ed Sample en el banco de mi marido, no estoy convencida de que el ejército haya investigado bien los asuntos. ¿Puedo preguntarle si está usted de acuerdo con sus conclusiones? No recuerdo exactamente sus palabras, pero me dijo usted algo así como que seguiría con ello. Así que supongo que es lo que le pido ahora. Abajo figura mi dirección electrónica, por si quiere contestarme de ese modo.

Saludos cordiales

Doris Ludwig

PD: NO se trata de dinero. El ejército ha sido más que generoso en ese aspecto. Pero en este momento, ya no sé a quién más recurrir.

De modo que le habían pagado, pero no lo suficiente para comprar su silencio. Bueno, bien hecho, Doris, aunque poco podía hacer Falk en su situación actual. Todo eso se había aclarado hacía sólo dos días, cuando Bokamper había roto un prolongado silencio, telefoneando y proponiendo un encuentro. Se habían indignado muchísimo uno al otro, pero Bob parecía interesado en comenzar de nuevo, o, al menos, en llegar a un acuerdo. Así que escogieron un bar de Georgetown (sin manteles almidonados esta vez) y quedaron a las nueve de la noche.

Bo, que nunca había sido puntual, y que seguramente no lo sería nunca, apareció con su aire arrogante de siempre.

– ¿Qué tal tu chica?

– Seguimos adelante -contestó Falk-. Ella pregunta por ti continuamente, claro.

– Ya lo supongo. Pero me alegra que sigáis juntos. Creo que ella ha demostrado que yo estaba equivocado.

No lo había hecho, en realidad. Pam y Falk se escribían todas las semanas, pero el tono apasionado de sus primeras cartas se había templado. Falk lo achacaba en parte a la distancia. Ella estaba destinada ahora en Fort Bragg, lo bastante lejos para que el viaje en coche los fines de semana fuese práctico. Aunque Falk sospechaba que el problema tenía más que ver con la primera intuición de Bo. Creía que Pam había retrocedido un poco cuando se enteró de su pasado, como si intentase determinar si aquel tipo de hombre encajaría bien con sus propias aspiraciones. Dos veces habían planeado verse el fin de semana, y en ambas ocasiones había surgido una tarea urgente a última hora. Por parte de ella, no de él. Falk no había renunciado, pero empezaba a preguntarse si no desearía ella que lo hiciese.

– Nunca te he dicho lo mucho que me impresionó cómo conseguiste salir de allí -dijo Bo-. En fin, sabía que eres navegante, pero ¡por Dios! ¿En una tormenta tropical?

– Borrasca tropical. Amainó casi en cuanto yo entré. Tampoco hay que exagerar.

– Lo que tú digas, capitán Ahab.

– Además, el verdadero escapista es Endler. Me han dicho que está recibiendo toda suerte de honores ahora por haber evitado una grave situación.

Los dos conspiradores principales de Endler, sin embargo, tampoco habían salido muy mal parados. Uno de ellos, un subsecretario de Estado, tal vez se llevase la peor parte: una jubilación anticipada con una pensión considerable. El otro, un civil del Servicio de Información de Defensa, con cierta propensión a la grandilocuencia, había sido más problemático, hasta que a alguien se le ocurrió la brillante idea de soltarlo en las Naciones Unidas como el siguiente embajador estadounidense. Pendiente de confirmación.

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