Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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La noticia le impresionó, aunque suponía que no debía extrañarle.

– Ayer. A media tarde.

– Habrán encontrado la lancha de la Marina en Haití. Pobre viejo. Supongo que a estas alturas saben mi nombre falso.

– ¿Ned Morris, de Manchester?

– Por cierto, gracias por eso. ¿Cómo sabía que lo necesitaría?

– No lo sabía. Pero me pareció una buena precaución, teniendo en cuenta dónde estaba y lo que sabía.

– Así que ha seguido en contacto con La Habana. ¿Qué ha sido de la Nación de Uno?

– Sólo con mi jefe. Es el único en quien confío todavía. Llamé y dejé un mensaje en un busca de New Jersey, y él realmente me contestó en una línea sin garantía. Eso le indicará todo lo que necesita saber sobre lo desesperado que está. Me protegerá mientras pueda.

– ¿Y cuánto tiempo será?

– Un par de días. Entonces, los que están en los márgenes vendrán a buscarme.

– ¿Y qué hará entonces?

– Mi jefe cree que debería entregarme. El término operativo sería «desertar». Cree que es la única forma de parar el desastre que se está fraguando. Avisar a los suyos de la «cábala», como dicen ustedes. Los de ambos lados que tienen tantas ganas de provocar una pequeña pelea.

– Chiflados.

– Es lo que ocurre siempre cuando ambas partes están seguras de que ganarán.

– Entonces tal vez debiéramos marcharnos los dos a Canadá. Pero tendremos que llevar su coche. Si vamos en la furgoneta de Holman, nos quedaremos sordos antes de llegar a la frontera.

– Escapar no es la solución -dijo Paco-. Entre los dos, tenemos lo que más desean todos.

– ¿Información?

– Y no sólo sobre su amigo árabe, sino sobre todos los que han participado en esto, en ambos lados.

– Según mi presunto amigo Ted Bokamper, lo importante no es tener la información, sino conseguirla el primero y entonces manejarla como quieras.

– Tiene razón. Precisamente por eso hemos de actuar ahora nosotros. Pero necesitaremos papel y lápiz.

– ¿Para qué?

– Para escribir un mensaje electrónico. Uno para una amplia audiencia. O pequeña, si lo prefiere. Será el mejor juez de quién puede usarlo mejor. Pero tiene que ser a toda prueba, sin defectos ni lagunas. Ahora mismo, somos los únicos que lo sabemos todo, y ése es nuestro vale. El medio de conseguir el reconocimiento internacional para nuestra nación de dos.

– Tengo un cuaderno en la pensión. Podíamos trabajar allí en él.

– Me parece bien.

Llegaron al pie de la colina y torcieron a la derecha en la calle Mayor, junto a los muelles. El tráfico ya se estaba animando y parecía que Paco se divertía, mirando los escaparates y sonriendo a los transeúntes. Falk se paró a mitad de la manzana y alargó la mano para detener a su compañero.

– Están ahí -dijo-. Mire.

Había un Chevy Suburban aparcado delante del hostal.

– Eso sí que es delatarse -dijo Paco, demasiado familiarizado con las prioridades del FBI-. Fíjese. Un hombre en el portal, hablando con el posadero.

– Y lo peor es que casi seguro que son del FBI, probablemente de Bangor. Vayamos a los coches.

– ¿Quiere un consejo? Deje que tome el mando el profesional. Estoy acostumbrado a trabajar con su gente desde el otro lado. Haga lo que le diga y saldremos de aquí.

Otro cambio disparatado de los acontecimientos. Dejar que dirigiese el espectáculo el cubano para poder esquivar a los colegas que se habían entrenado del mismo modo que Falk.

– Adelante.

– Lo primero que hay que hacer es que salga usted de la calle. A lo mejor empiezan a patrullar antes de que consigamos llegar a los coches. Por lo que sabemos, ya tienen una descripción de su furgoneta.

Volvieron rápidamente cuesta arriba. Paco estaba en mejor forma de lo que hubiese imaginado Falk. Uno de los primeros sitios por los que pasaron fue el teatro de la ópera estilo granero. A la derecha, había un callejón, con espacio suficiente para un coche.

– Entre ahí y espere -dijo Paco, mirando alrededor-. Quédese en la parte posterior del edificio. Entraré con el coche en la callejuela para recogerle. Si la cosa se pone fea, lárguese y haga lo que pueda. Pero necesitaremos un refugio.

– La biblioteca -dijo Falk sin vacilar.

– ¿En la calle Mayor?

– En Stonington no. En Deer Isle, diez kilómetros al norte por la carretera 15.

– Perfecto. Completamente fuera del pueblo. Todavía haremos de usted un auténtico profesional. Pero, una pregunta. ¿Cómo va a ir?

– Soy de aquí. Encontraré el medio.

Eso convenció a Paco, que asintió y se fue cuesta arriba. Falk entró en la callejuela, pero su suerte se esfumó casi al momento. No bien había doblado la esquina al final del edificio, cuando se abrió la puerta de una entrada de artistas y salieron en tropel al pequeño aparcamiento tres adolescentes risueños, ataviados con camisetas y pantalones negros. Cargaron cajas en una furgoneta y luego uno de ellos aguantó abierta la puerta de la entrada de artistas y gritó:

– Muy bien, cargadla.

Era evidente que tardarían un rato, y uno de ellos se quedó mirando a Falk de forma extraña, como si se preguntara qué buscaría un hombre adulto allí a plena luz del día. Si le veían subir al Ford, tendrían una descripción del coche, y tal vez también de su conductor; así que Falk volvió por donde había llegado. Con un poco de suerte, alcanzaría a Paco cuando volviera con el coche.

Pero apenas se había dado la vuelta, cuando asomó el capó del Suburban al final de la callejuela. Se agachó rápidamente detrás de un contenedor, y luego vio al gran vehículo deslizarse cuesta arriba. Paco tenía razón. Si Falk se hubiese quedado un minuto más en las calles le habrían atrapado. Conducía el vehículo una mujer, lo que significaba que el individuo que habían visto en la pensión debía estar haciendo las visitas a pie. Falk se preguntó si contarían con refuerzos, o con ayuda local. En cualquier caso, ya no se atrevió a ir al encuentro de Paco. Ni a dejar que los chicos de detrás del teatro de la ópera le echaran otra ojeada.

Se fue cuesta abajo y luego torció a la izquierda para evitar la calle Mayor. Llegó a una entrada de coches que desembocaba en una hilera de hostales. Tal vez si atajaba por unos cuantos aparcamientos pudiese llegar a la carretera 15 e intentar allí que le llevara algún coche. No, entonces sería un blanco seguro. Era mejor parar antes en algún sitio para calmarse y planear el paso siguiente. Claro que si el agente que patrullaba a pie iba de puerta en puerta, seguiría atrapado.

Oyó detrás una voz de mujer:

– ¿Revere? ¿Revere Falk?

¡Mierda! Se acabó.

Falk se dispuso a salir corriendo y, al darse la vuelta, vio a la antigua compañera de clase a la que había reconocido la noche anterior en la cena, la que tenía tres niños y unos kilos de más. Ahora recordó su nombre como una bendición.

– ¿Jenny? ¿Jenny Kinlaw?

– ¡No me digas que te acuerdas! Anoche me pareció que me mirabas, pero con Jeffrey desquiciado no pude acercarme a saludarte.

– Ha pasado mucho tiempo. -Falk miró detrás de ella, sintiendo la necesidad imperiosa de desaparecer.

– ¡A quién se lo vas a contar! Pero tú estás estupendo. ¿Dónde vives ahora?

– En Washington.

– ¡Caramba! Parece importante.

– No tanto. ¿Y tú qué tal?

Tenía que largarse. De pronto le asaltó una idea.

– Estoy aquí mismo cuesta arriba, detrás de la pensión de mi madre. Precisamente iba a casa. Dos horas más de libertad antes de que acabe el servicio de guardería.

– Jenny, sé que te parecerá extraño, así de pronto; pero me encuentro en un apuro. Tengo el coche en el taller, he de ver a alguien en la biblioteca de Deer Isle dentro de cinco minutos, y no sé si podrías…

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