– ¿Quiere una?
– Coca-Cola -contestó Paco, así que Falk contradijo el prototipo también y cogió una Piña.
– Un día estupendo, ¿verdad? -dijo Paco abriendo el tapón y tomando un buen trago, exactamente como un individuo que disfruta de su día libre.
– ¿Es suyo el barco?
– ¿Cómo? ¿Cree que estoy loco?
– Me fijé en los números falsos. De un amigo, supongo. Sería demasiado fácil localizar uno alquilado. -Paco siguió tomando la Coca-Cola a sorbos, sin molestarse en contestar-. Me decía antes que tiene órdenes.
– Se espera que transmita un mensaje.
– Pero no quiere hacerlo.
– Exacto.
– Pues no lo haga.
– No tengo más remedio. Yo no soy como el joven marine estúpido. Cuando es mi obligación, cumplo las órdenes.
– Pues cuando guste, soy todo oídos.
Paco negó con la cabeza, frunciendo la frente, y cuando empezó a hablar, sus palabras fluyeron rápidamente, como si quisiera liquidar el asunto lo antes posible:
– Hay un prisionero en Guantánamo. Adnan Al-Hamdi. Tiene usted que hacerle callar, por los medios que sea, o conseguir que lo envíen a casa. Fin del mensaje.
Falk casi se atraganta con el refresco. No se habría sorprendido más si Paco le hubiese comunicado que Pam y Bokamper estaban casados y eran agentes dobles. Recordó de pronto el «gran regalo» de Adnan, el nombre «Hussay». ¿Sería eso lo que querían los cubanos, o lo que les preocupaba?
El semblante de Falk debió registrar su perplejidad, pero, por primera vez, Paco no lo interpretó bien, y dijo:
– Si no conoce a ese prisionero, le diré que es yemení.
– Sé quién es -repuso Falk, y se dio cuenta mientras hablaba de que debería haber guardado silencio. Había llegado al callejón sin salida en el que acaban encontrándose todos los que juegan a dos bandas, en especial los aficionados absolutos como él, y no sabía qué hacer a continuación. ¿Debía intentar engañarlos (aunque Paco no se lo tragara), prometiendo que haría todo lo posible? ¿O sería mejor adoptar una actitud inescrutable y aceptar el mensaje con un simple movimiento de cabeza? Había una tercera alternativa: desconcertarlos confesando y admitiendo que sí, tiene razón, estoy estropeado y ahora los suyos están realmente en un aprieto. Endler no le había dado instrucciones.
Paco siguió en silencio, y Falk decidió al fin desechar los tres enfoques. Interpretaría el papel de sí mismo, para variar: el individuo confuso en medio, medio dentro y medio fuera, que se abría paso a tientas en la oscuridad sin contar con la confianza de nadie, un individuo que seguía buscando respuestas, igual que Paco. Daría un poco con la esperanza de recibir un poco.
– Lo siento, pero me temo que no puedo ayudarle -dijo Falk-. Han trasladado a Adnan fuera de mi alcance, y le aseguro que no volverá a casa pronto. Créame, ya intenté convencerles de que lo hicieran.
Estúpidamente, parecería ahora, si eso era también lo que querían los cubanos.
– Lo comunicaré -dijo Paco girando el timón, mientras se deslizaban sobre la estela del trasbordador-. ¿Algo más?
– Sí. ¿Cómo dieron con ese nombre? Si fue por alguien del Campo Delta, entonces no necesitarían mi ayuda.
– Aunque se lo preguntara, no me lo dirían. Y si lo supiera, no se lo diría a usted.
– Entonces, ¿ha considerado alguna vez la posibilidad de que yo esté tan fuera del círculo como usted? ¿Que sólo cumplo órdenes del lado que sea, tal vez ambos, pero que en realidad no sé de qué va todo esto?
Paco se le quedó mirando muy serio mientras el motor zumbaba, como si tratara de averiguar por qué se había vuelto tan hablador de pronto Falk.
– Nuestra situación me recuerda un viejo chiste cubano -dijo Paco-. Un chiste político. Le gustará. Trata de dos buenos amigos que no se ven desde antes de la Revolución. Y entonces, un día, coinciden en un bar de La Habana. Ninguno de los dos quiere mencionar la política, por supuesto. Los dos tienen miedo a meter la pata. Pero ambos se mueren por saber lo que piensa el otro, así que al final el primero se arma de valor y pregunta: «Dime, amigo, ¿qué piensas de nuestro régimen socialista?». El segundo también es cauteloso, así que le contesta: «Bueno, lo mismo que tú, por supuesto». Así que el primero frunce el ceño y exclama: «¡Entonces tendré que arrestarte por contrarrevolucionario!».
Falk sonrió.
– Sí, la situación se parece mucho a la nuestra. Así que tal vez debiéramos sincerarnos.
– ¿Qué? ¿Unir nuestros secretos y venderlos al mejor postor? Sería una solución muy americana: dejar que decida el mercado.
– Sólo digo que nos convendría estar mejor informados, por nuestro propio interés.
– En teoría. El problema es que uno de los dos tiene que ser el primero.
– Cierto.
– Primero usted, entonces.
Falk se echó a reír.
– Yo creía que le tocaba romper el hielo al anfitrión.
– Citando esa expresión suya, tan delicada culturalmente: «¡Ni hablar, José!».
Falk sonrió de nuevo, suponiendo que así era. Pero el comentario de Paco le recordó algo. No las palabras, en realidad, sino la pronunciación.
– ¿Quiere repetirlo?
– ¿Qué? ¿Ni hablar, José?
Era el «José». Los angloparlantes, él mismo incluido, siempre pronunciaban la «s» como una «z». Paco daba a la ese un siseo rápido, terminando con un nombre que se parecía más a Jo-Sey . Exactamente igual que en árabe.
– Bien, Paco -dijo lentamente Falk-. Seré yo el primero, siempre que pueda empezar con una pregunta. ¿Tenían algunos agentes fuera (en Yemen, por ejemplo), hace dos o tres años, digamos, que usaran el nombre clave de José?
Paco reaccionó un poco más rápidamente de la cuenta.
– Una pregunta interesante. ¿Qué le induce a hacerla?
– No, no. Es su turno.
– Ya le he dicho que su plan funciona sólo en teoría. Así que vuelve al punto de partida.
– En realidad, no. Olvida usted lo que he estado haciendo para ganarme la vida. Interrogatorios. Día tras día. Su reacción es muy expresiva. No tiene que decir nada, porque estaba todo en su semblante. Lo denominamos pistas no verbales.
– ¿Se refiere a lo mismo que expresa usted con su elección de las preguntas?
– Exacto. Ése es un riesgo del interrogador: revelar más de lo que le revelan a él. De todos modos, creo que ambos sabemos más que cuando empezamos.
Paco esbozó una levísima sonrisa, como de reconocimiento. Luego giró el timón levemente, y el barco se inclinó a estribor. Habían pasado la isla Lummus y se dirigían hacia el noroeste. El perfil de Miami se alzaba delante de ellos como una postal, luminoso al sol del mediodía.
Entonces oyeron el zumbido de un helicóptero que sobrevolaba la zona un poco más bajo cuando ellos pasaron. Paco alzó la vista irritado, seguramente pensando lo mismo que Falk. No podía saber si pertenecía a un canal de televisión local o si era privado.
– ¿Amigos suyos? -preguntó.
– ¡Quién sabe!
Siguió entonces su camino por la bahía hacia Coconut Grove, pasando demasiado rápido para algo más que una ligera ojeada a aquella bañera que surcaba las olas. Pero la interrupción fue lo bastante enervante para sumirlos de nuevo en el silencio. Parecía evidente que no habría más revelaciones. O quizás hubiesen hablado demasiado ambos.
Por el rumbo que seguía, parecía que Paco se dirigía hacia Bayside Marketplace. Ya se olía la grasa y se oía la música enlatada.
– Voy a dejarle en Miamarina -dijo Paco-. Desde allí, sólo tendrá que caminar unas cuantas manzanas hasta su coche.
– Muy amable. ¿Volveré a tener noticias suyas?
– Eso no depende de mí.
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