– Bueno, si cambia de idea, ya sabe dónde encontrarme.
Cuando llegaron al muelle, Paco ni siquiera se molestó en amarrar el barco. Sujetó una cornamusa cuando se balanceó, mientras Falk saltaba a las tablas. Falk se volvió para despedirse, sintiéndose torpe una vez más; pero habló antes Paco, que, por primera vez en su conversación, parecía vacilante, indeciso:
– Tal vez tenga razón. Tal vez debiéramos mantener una vía de comunicación abierta, a falta de un término mejor. Extraoficialmente, por supuesto.
– Creía que lo consideraba un caso de hasta nunca.
Paco echó una ojeada rápida alrededor. Sólo había una persona cerca, un jornalero que limpiaba la cubierta de un yate cuatro niveles más abajo, con la radio a todo volumen. En aquel lugar, con el equipo adecuado, casi cualquiera podía haber tomado su foto o registrado lo que hablaban.
– Operativamente sí.
– ¿Pero?
– Pero tengo la sensación de que aún podemos necesitar la ayuda del otro.
– ¿Usted y yo, o nuestros jefes?
– Nosotros dos. Debido a la posición en que nos hallamos, fuera de la comunidad convencional. En su caso más que en el mío. Dígame, ¿no tiene la impresión de que está a punto de producirse un descarrilamiento?
– Sí. Creo que sí.
– Bien, si llega ese día, desearía poder salir de la vía del tren, y también usted. Y nunca viene mal contar con alguien a quien recurrir.
¿Estaba proponiendo Paco una posible huida a Estados Unidos, o le estaba ofreciendo un salvoconducto para otro lugar? Falk sintió más curiosidad que nunca por enterarse de lo que tenía que saber Paco.
– Muy bien. Siempre tendremos a Harry, supongo.
– Hablando de mercancías dañadas. Pero a veces no hay más remedio.
Paco miró nervioso alrededor, sujetando todavía la cornamusa mientras el barco se balanceaba.
– Y ahora, mi regalo de despedida para la tarde. Mi secreto para corresponder al suyo. Tiene razón sobre el agente llamado José. ¿Yemen? De eso no estoy seguro. Pero en algún lugar de Oriente Próximo. Los nuestros lo están buscando. O lo estaban, al menos la semana pasada. Ahora le toca a usted decir algo.
– En teoría, está absolutamente en lo cierto. Pero tendré que volver a ponerme en contacto con usted.
Falk se marchó sin añadir nada, sin atreverse a mirar por encima del hombro. Esperaba que Paco estuviese sonriendo.
Falk sabía que los hombres de Endler le estarían buscando, así que se abrió paso entre el gentío del fin de semana hasta la calle para tomar un taxi. Le quedaba un día entero hasta el vuelo de regreso a Gitmo, y no le apetecía en absoluto pasarlo al otro lado de una mesa de interrogatorios, dando parte a algún ayudante desconocido en quien no confiaba. Guardaría sus secretos para Bokamper, que incluso podría interpretar algunas revelaciones de Paco.
Era hora de deshacerse del coche alquilado. Probablemente le esperaran allí, sentados pacientemente a la sombra del aparcamiento con sus transmisores-receptores y sus gafas de sol, observando las idas y venidas de los turistas. Tendría que dejar atrás la ropa, las cosas de afeitarse y la cartera, pero la empresa de alquiler se las remitiría.
– Aeropuerto -le dijo al taxista, que quiso la suerte que fuese árabe; el rosario colgaba del espejo retrovisor.
Le recordó primero a Adnan y luego a Pam. Su mundo, nuestro mundo, el mundo de Paco: todo se mezclaba en su mente, un revoltijo de yihadistas, cubanos y secretos distorsionados. Lo extraño era que de momento sentía tanta afinidad con Paco, un hombre cuya verdadera identidad ni siquiera conocía, como con cualquier otro. Paco estaba dispuesto a dar algo para recibir algo. Al contrario que Endler y los suyos, que sólo exigían. Paco era como él, que avanzaba a tientas sin mapa.
Al menos ahora creía que había solucionado el enigma del «gran regalo» de Adnan. Si el mecenas de Adnan en Yemen había sido realmente un cubano -y uno que se había soltado ahora la correa, nada menos-, no era extraño que Adnan fuese tan valioso. La cuestión era si habría revelado ya los secretos a Fowler y compañía ahora que había desaparecido en el Campo Eco. Falk lo lamentaba por el joven. Sabe Dios las tácticas que habría afrontado ya. «Acción enérgica», así lo calificaban ahora, el nuevo eufemismo para rápido y sucio. No creía que les diera buen resultado con Adnan. Cuanto más le presionaran, más se alejaría del sentido y la cordura; y esta vez quizá no regresara.
Falk se dio la vuelta en el asiento para escudriñar el tráfico. Los cubanos sabían el punto de entrega en Miamarina y podrían seguirle. El parabrisas de atrás no mostraba más que el resplandor del sol vespertino, cada vehículo parecía tan agresivamente a la caza como el siguiente.
– He cambiado de idea -le dijo al conductor-. Lléveme al sur, hacia Coral Gables. Tome la autopista Dixie.
El taxista asintió y giró el volante sin decir nada, mientras el rosario sonaba y se balanceaba. A los pocos minutos, bajaban a toda prisa por la avenida Brickell, pasadas las torres de apartamentos, alineadas como lápices de colores gigantescos a lo largo de la bahía. Falk todavía estaba considerando el siguiente paso cuando aminoraron en la autopista Dixie y localizó las vías del tren elevado, que se alzaban a la derecha sobre soportes de hormigón. Poco más de kilómetro y medio más adelante, vio una estación.
– Aquí me va bien. Pare.
Dejó veinte dólares en el asiento delantero y bajó corriendo. Consiguió pasar entre las barreras justo a tiempo para subir a un tren del norte que volvía al centro. Muy oportuno, pero aprovecharía las oportunidades cuando se presentaran. Siguió en el tren otros veinte minutos, todo el trayecto hasta Brownsville. Para entonces, ya casi no quedaban viajeros a bordo, y el suyo era el único rostro blanco en la salida. Tuvo que caminar seis manzanas hasta que encontró un taxi, que le llevó al aeropuerto, seguro al fin de que lo había conseguido, aunque lo había hecho de cualquier modo, totalmente a la carrera.
En la terminal, miró el tablero de salidas y compró un billete para el próximo vuelo a Jacksonville, uno de ida y vuelta para no llamar la atención. Luego entregó las llaves del coche en el mostrador de Hertz y les dijo dónde podían recoger el vehículo.
– Estaba apurado para tomar un vuelo y tuve que dejar atrás algunas cosas -explicó al desconcertado empleado-. ¿Podrían enviarme la bolsa y la cartera a su oficina de Jacksonville? Las recogeré mañana por la mañana. Necesitará algo de gasolina, también.
Cobrarían muchísimo por el servicio, pero ya lo solucionarían los contables de la Oficina. Nadie daría la alarma por lo menos hasta dentro de unas semanas. Además, a partir del día siguiente, pagaría de su propia cuenta y en metálico. Sacó trescientos dólares de un cajero automático y se compró una muda de ropa en una tienda del aeropuerto, vigilando por si le seguían cuando se marchó. Como le quedaban dos horas, tomó otro taxi, esta vez hasta un banco cercano, donde retiró otros mil doscientos dólares de la tarjeta de crédito. Más valía sacar lo que pudiese ahora, razonó. Si le impedían tomar el vuelo a Gitmo en Jacksonville, tendría que pasar inadvertido más días y no quería que rastreasen sus movimientos siguiendo la pista de las operaciones de crédito. Además, intuía que era hora de prepararse para lo peor, como el marinero que asegura las provisiones bajo cubierta antes de una tormenta. Tenía la impresión de que le estaban empujando al centro en una lucha entre adversarios poderosos pero ocultos, así que ¿por qué no empezar a buscar una salida de emergencia?
En Jacksonville, pagó el alquiler de un día de un coche y encontró un motel en la autovía 17. Aparcó en la parte de atrás y se registró con nombre falso. Repasó rápidamente los noticieros de la televisión por cable, pero seguían sin mencionar nada de Pam, y empezó a dudar de la información de Bo. No sería la primera vez que un rumor reciente resultaba ser falso en Gitmo.
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