Seguían completamente a oscuras, a no ser por la luz que entraba por la rendija de la puerta. El lugar olía a esas pastillas de olor que colocan en los urinarios. Sólo se oía el goteo de un grifo y el rumor de la ropa de Falk mientras sacaba las llaves, la cartera y el pasaporte. A continuación, el individuo le cacheó, palpándole la camisa con las manos frías, sin rastro de sudor, y luego las axilas. Un rápido examen de la entrepierna y de ambas piernas, la parte interior y la exterior, con un leve cosquilleo en las rodillas.
– Quítese los zapatos.
Falk se los sacó con las puntas de los pies. No reconoció la voz del individuo, pero no era Paco. Oyó el crujido de una bolsa de plástico, que el individuo le puso en las manos. Parecía que contenía ropa.
– Entre en el retrete y cámbiese de ropa. Páseme la que lleva puesta por la parte de arriba.
Falk le dio primero la gorra de los Dolphins. Ya se había acostumbrado a la oscuridad y podía ver lo suficiente para orientarse. Miró por la abertura del compartimento hacia el lavabo, esperando captar un reflejo de su escolta en el espejo, pero alguien lo había quitado. En la bolsa encontró unos pantalones cortos, una camisa ancha y unas sandalias. Oyó que el individuo se estaba cambiando de ropa también, supuestamente poniéndose la de Falk. Oyó un pitido, seguramente de un escáner verificando su cartera, las llaves y el pasaporte, que luego se deslizaron por el suelo en el retrete.
– Ahora me marcho -le dijo el individuo-. Cuando oiga cerrarse la puerta, cuente despacio hasta treinta antes de salir. Salga por la derecha, no por la izquierda. Estará esperándole alguien para asegurarse de que encuentra el camino.
La luz se encendió en cuanto se cerró la puerta. Falk parpadeó, deslumbrado por la súbita claridad, y salió del retrete contando despacio. Cuando llegó a treinta, giró el pomo de la puerta y salió. Fue hacia la derecha, tal como le había dicho el hombre que hiciera, aunque era imposible que se equivocara, porque el vendedor de flores apareció por la izquierda y le agarró del brazo, guiándole por el corredor hasta una puerta que daba a una cocina.
Un cocinero corpulento con la camiseta empapada alzó la vista de un fogón y gritó furioso algo en español.
– Sí, sí, un momento -le contestó a su vez el vendedor de flores.
Cruzaron corriendo el suelo húmedo de la cocina y salieron por una puerta posterior a una callejuela que desembocaba en la calle Flagler. Allí, Falk vio una plataforma elevada que cruzaba la calle, con caballetes de hormigón y una escalera mecánica hasta arriba. Era el tren elevado. El vendedor de flores le dio un billete y le habló al oído mientras subían.
– El que va al sur. El siguiente tren. Una parada. Le estarán esperando. Si no toma el tren o no sale, no habrá reunión.
Su viaje por la escalera mecánica estaba perfectamente cronometrado. Entró en la estación un tren en dirección sur justo cuando levantaron la barrera. Falk no se sentó, pero el vendedor sí. Vio por la ventanilla a una mujer que corría hacia el tren con la cara colorada, y luego maldecía y resbalaba hasta pararse cuando se cerraron las puertas y el tren salió de la estación. Sacó rápidamente un teléfono móvil del bolso. Una niñera frustrada, pensó Falk, preguntándose cuántas piezas tendría aún Endler en la mesa.
El tren era angustiosamente lento, pero una ojeada calle abajo aclaraba las razones de esta etapa del viaje. Avanzaban en dirección contraria al tráfico de una sola dirección y, en cada semáforo, con la aglomeración de la hora del almuerzo, el tráfico quedaba prácticamente paralizado. El caos habitual de la circulación de Miami se hallaba en pleno apogeo: jubilados de vacaciones que avanzaban muy despacio en Caddies con etiquetas de Connecticut y Jersey, furgonetas de reparto aparcadas en doble fila en cada esquina, turistas que estudiaban planos, oficinistas pegados a los móviles y recién llegados de quién sabe dónde (Haití, Cuba, lo que quieras) que todavía estaban orientándose.
Así que, lento o no, el tren adelantó al caos de abajo, doblando majestuosamente por una esquina a la derecha, tomando el bulevar Biscayne hacia un rascacielos pardo muy feo en el punto en que el río Miami desembocaba en la bahía.
El vagón no iba atestado y sólo bajaron con Falk otros dos viajeros en la siguiente parada. El vendedor de flores no era uno de ellos. El nuevo escolta de Falk vestía como un corredor de Bolsa y llevaba un Wall Street Journal doblado. Se levantó de un banco del andén y siguió a Falk por la escalera mecánica, hablando por el móvil como suelen hacerlo los corredores de Bolsa, aunque sus palabras estaban claramente destinadas a Falk:
– Su vehículo es un Datsun azul, que espera abajo. Suba por la puerta trasera.
Y así era. El conductor, que también hablaba por un teléfono móvil, acababa de parar junto al bordillo cuando Falk bajó de la escalera. La puerta trasera se abrió y el banquero siguió su camino. En cuanto subió, el coche arrancó y los seguros de las puertas se bajaron. En el otro lado del asiento de atrás iba un muchacho de unos quince años, aunque la punta del cañón de un revólver asomaba por debajo del faldón suelto de la camisa. Delante iban mamá y papá, o al menos eso pensaría cualquiera que mirara al interior del coche. La nueva indumentaria de Falk casaba a la perfección con el atuendo de ellos, aunque seguía siendo claramente el anglo al que llevaban.
El coche se dirigió hacia el norte en el bulevar Biscayne, donde los carriles extra descongestionaban el tráfico. Ya iban mucho más rápido que todos los vehículos encerrados en el tráfico alrededor de Casa Luna. Falk no pudo por menos que admirar la eficacia de la recogida. Nada extravagante, y, por lo que parecía, Paco había empleado el mínimo personal. Otros tres, más aquel trío (que ahora estaba convencido de que formaban realmente una familia), aunque el coche, las etiquetas o todo probablemente eran robados. Tal vez hubiese apostado a algún otro individuo como vigía para sincronizar su llegada a la parada del tren. Y también había empleado la mínima tecnología, pero se había planificado todo minuciosamente y se había ejecutado de forma impecable. Exactamente el tipo de trabajo que caracterizaba a los cubanos, aunque al parecer no se hubiese realizado en años. No era de extrañar que Endler quisiera un nombre y una foto. Paco era buenísimo.
Dejaron atrás a la derecha el último complejo turístico Bayside Marketplace. Se oía la música de los altavoces y la brisa marina arrastraba el olor a fritos. Avanzaban sin problema ahora, adelantando a un autobús zigzagueante que les cortaba el paso, y cruzaron lentamente los carriles para girar a la izquierda. Falk miró a través de la luneta para comprobar si los seguían, pero habían dado esquinazo a la gente de Endler, al parecer.
– Mire al frente, por favor -le dijo el muchacho del revólver.
Poco después tomaron una rampa hasta la carretera elevada Mac-Arthur, que cruzaba la bahía. El edificio del Miami Herald se alzaba a su izquierda como una huevera gigantesca; si los reporteros hubiesen sabido mirar por la ventana habrían visto pasar una historia importante delante de sus narices.
La mujer del asiento delantero bajó la ventanilla para que entrara más aire, un olor salobre y cálido. La bahía era de un verde brumoso fantástico, relumbrante al sol. Grandes transatlánticos blancos estaban amarrados a su derecha como enormes tartas nupciales. El viaje era como una película a la que le faltaba la banda sonora, algo con un contrabajo punteado y tambores eléctricos. Tal vez el conductor lo creyera también, porque puso la radio mientras miraba a Falk por el retrovisor con una sonrisa que era casi un acicate: mire todo lo que quiera, pero jamás volverá a vernos.
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