El muchacho hizo una pregunta en español que Falk no pudo descifrar, pero los tres conversaron un momento muy animados. Falk sólo captó la frase de dos palabras todo claro .
No le cabía la menor duda de que tenían razón. No estaba nada mal para un lobo solitario. O, ¿qué término había empleado Endler? ¿Rana del árbol? Físicamente era muy acertado, por lo que recordaba Falk de Paco: cara redonda y sudorosa, respiración de fumador un tanto fatigosa y un poco barrigudo. Falk pensó en una rana mugidora de piel flácida y vejiga hinchada. No, eso era una exageración. Entonces, de pronto no podía recordar en absoluto la cara de Paco. Demasiado nervioso.
Llegaron a un atasco de tráfico, y aminoraron al pasar Parrot Jungle a la izquierda; luego aceleraron, y pasaron volando la carretera hacia Star Island, con sus enormes casas entre los árboles, y un yate grande balanceándose en cada embarcadero. Llegaron al fin a Miami Beach, dejando la rampa hacia el sur. Hacia el Joe's Stone Crab, recordó Falk, y se preguntó si el local funcionaría todavía. Los camareros vestían un esmoquin gastado cuando él lo había visitado. No aceptaban reservas, y él no había querido esperar, así que sólo había tomado una copa en la barra. Una locura, con aquellos precios, sobre todo para un joven marine. Era extraño lo que pensaba uno en momentos como aquél.
Siguieron unas cuantas manzanas y algunas desviaciones, cruzaron el aparcamiento de un puerto deportivo y pararon en el embarcadero. El muchacho bajó con Falk, esta vez sin enseñar el revólver. Falk miró por encima del hombro para ver el número de placa, pero el coche estaba aparcado de lado. El muchacho marcó un código de seguridad para abrir la verja del embarcadero y le llevó hasta el final, al enlace para barcos de visita.
Sólo había un modesto yate de recreo, la embarcación más pequeña y fea entre la espléndida flota de los impresionantes monstruos marinos del puerto deportivo. Falk supuso que no era un barco alquilado, sino prestado. Una mirada más atenta le indicó que habían tapado cuidadosamente los números de registro del casco con cinta adhesiva blanca que no desentonaba con la pintura. Habían pegado otra serie de números encima. Falsos, sin duda. No habían pasado por alto ningún detalle. Al menos, no todavía.
Una cabeza de cabello negro emergió de la parte inferior.
– Suba a bordo -dijo una voz.
Era Paco. A Falk le latía el corazón deprisa, pero se sorprendió disfrutando extrañamente del momento. Subió a cubierta mientras el muchacho soltaba las cuerdas de popa y de proa del muelle. Aquélla sería la segunda reunión de Falk en un barco en tres días. Tal vez fuese el único lugar en el que uno podía escapar de vigilantes, gorilas y micrófonos. Pero tenía una vaga sensación de haber vuelto a su territorio.
Paco se volvió hacia él. No se había molestado en ponerse gafas de sol y parecía bastante dispuesto a dejarse ver. Había cambiado. Tenía las sienes canosas y algunas arrugas más. Pero estaba en mejor forma, aunque todavía llevaba una cajetilla de cigarrillos en el bolsillo de la camisa. Estaba más bronceado y menos fofo. La piel de rana se le había tensado. Tal vez hubiese una mujer en su vida. Antes tenía algo que parecía no comprometido, demasiado inquieto y alerta, y no precisamente al estilo de su profesión. Claro que a lo mejor la fatigada mente de Falk tramara esas conclusiones por puro nerviosismo.
– Vamos -dijo Paco.
El muchacho soltó las amarras y volvió sin decir una palabra al coche que esperaba. El motor del barco ya estaba en marcha, así que salieron del embarcadero en cuestión de segundos, surcando el agua hacia mar abierto. Parecía que Paco se dirigía al espacio entre las islas Lummus y Fisher, que estaba cruzando un trasbordador de coches a una distancia próxima. Paco lo observó con cautela, pero parecía que no le preocupaba demasiado ser observado. ¿Y por qué iba a preocuparse? Se encontraban solos ahora, sin escoltas ni guardaespaldas.
Falk no detectó ningún bulto revelador de armas en la ropa de Paco. Suponía que tenía que haber un revólver a bordo en algún sitio, pero el individuo parecía demasiado concentrado en dirigir la embarcación para hacer algún movimiento defensivo súbito si Falk hubiese decidido abalanzarse sobre él.
Pero ¿por qué estropear la tarde? Falk decidió relajarse y dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Tomó asiento, mirando hacia popa, y estiró los brazos sobre la borda de estribor, volviendo la cara hacia el sol. Dejaría que Paco rompiera el hielo.
Captó su atención el ruido de un monomotor. ¿Vigilancia? No, se dirigía recto a la playa, remolcando una de esas pancartas alargadas de publicidad, con letras rojas aleteantes: «Gran fiesta en la playa. Sex@ Crobar. Ven y consíguelo. 2. noches». Falk se preguntó qué le parecería aquello a un buen comunista, pero Paco ya había vuelto la mirada hacia el agua.
– ¿Sabe? -dijo Paco-. He considerado la posibilidad de pasar una hora navegando sin abrir la boca.
– Por mí, estupendo.
Paco sonrió de buena gana.
– Pensé que lo sería. Pero, por desgracia, tengo órdenes. -Falk se enderezó un poco-. Verá, en realidad no creo en usted. No sé si lo he hecho alguna vez. Y cuando se incorporó al FBI, bueno, eso confirmó mis sospechas. Son ustedes mercancía dañada, eso es lo que pienso.
– ¿Por eso no volví a tener noticias suyas?
Paco asintió.
– Y es por lo que hoy hemos montado este numerito para usted. Por si tenía compañía.
– ¿La tenía?
Paco se encogió de hombros.
– Lo sabe usted mejor que yo. Pero no se han esforzado, eso seguro. Yo esperaba de algún modo que se esforzaran más.
– ¿Quería que le atraparan? No es que nadie le siguiera forzosamente.
– Quería que demostraran que les intereso más yo que lo que tenga que decir.
Curioso. Los había calado a la perfección.
– ¿Por qué estoy yo aquí entonces, si cree que no valgo nada?
– Porque mis superiores todavía creen que es una gran adquisición. Una gran baza. O, en el peor de los casos, un riesgo que merece la pena correr. Creo que hay división de opiniones.
– Parecen desesperados.
– Creo que su apreciación es correcta. Que es por lo que no estoy seguro de creer ya en ellos tampoco. Ni en sus aptitudes.
– ¿Y cree todavía en algo?
– ¡Oh, sí! Creo que hace mucho un joven soldado cometió una gran estupidez. Un error de juventud. Traicionó a sus amigos, a sus oficiales y a su país. Una traición pequeña, en realidad. Una insensatez de fin de semana en La Habana. Pero él sabía que era un delito que se agravaría con el tiempo. Así que se lo contó a alguien. No a sus oficiales. Ellos le habrían metido en el calabozo. Nosotros nos habríamos enterado. Ni a la CIA. Ellos habrían reaccionado exageradamente, se habrían vuelto locos. Y tampoco al FBI, porque nunca podría haber trabajado con ellos después con esa mancha en su historial. Así que tuvo que haber sido a alguien fuera de la comunidad habitual. Alguien más próximo a su círculo de amistades. ¿Cómo lo hago hasta ahora?
Estaba dando todas en el clavo, pero Falk no podía decírselo, claro.
– Interesante historia. Aunque me parece que reconoce más mérito del que merece al joven soldado estúpido.
– O tal vez él me reconozca menos mérito del que merezco.
Falk estudió el rostro de Paco, preguntándose cómo habría atado los cabos. Claro que no sería tan difícil si disponías de doce años para hacerlo, se dijo.
– Por favor, beba algo -dijo Paco, señalando una pequeña nevera que había al lado de la popa.
Falk buscó entre el hielo y encontró dos Coca-Colas y dos Piñas, un refresco que les gustaba a los cubanos.
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