Dan Fesperman - El prisionero de Guantánamo

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Vivo o muerto, el enemigo había llegado a la costa de Guantánamo y eso era motivo de alarma en La Habana. El cadáver de un soldado norteamericano alcanza la orilla al otro lado de la Base Naval entre las iguanas y los guardias fronterizos cubanos. ¿Qué está sucediendo en el Gitmo, el nombre preferido del Pentágono para denominar a la reconvertida cárcel de alta seguridad para los detenidos en la guerra mundial contra el terrorismo? ¿Quién está matando a soldados norteamericanos? Revere Falk, un arabista y agente del FBI destinado en Guantánamo para interrogar a los detenidos, se tendrá que hacer cargo de la investigación. Nada será igual desde aquel día, el mismo en el que ha logrado que su nuevo detenido, un yihadista yemení de 19 años, Adnan Al-Hamdi, confiese por fin el nombre de su protegido: Hussey. Pero Falk intuye que debe callarse. En los 116 kilómetros cuadrados de la base de Guantánamo no hay secretos. Y Falk podrá comprobar que el espionaje no sólo es cubano, sino que CIA, FBI y el propio Ejército norteamericano compiten por el control de la información. Y él deberá tener especial cuidado: tiene un vínculo común con el lugar, un vínculo con una historia extraña e inquietante que creía completamente olvidado. ¿Pero lo conoce alguien más?

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Así conoció Falk a «Harry», el notable encargado de mantenimiento cubano, que acudía a diario a trabajar a la base desde su casa en la ciudad de Guantánamo. Harry organizó un programa para que Falk le transmitiera informes verbales una vez al mes. Los cubanos nunca le pedían gran cosa, y Falk se preguntaba a veces por qué se tomarían la molestia. Era evidente que ya estaban enterados de todo lo que les contaba él. Era probable que alguien de La Habana disfrutara pudiendo decir que contaban con un confidente en Gitmo. Les remitía breves informes sobre llegadas de barcos y rumores de la base sobre traslados y efectivos, todo lo cual podían verlo por sí mismos desde sus atalayas. Menos mal. Así no se sentía culpable. Bueno, no demasiado culpable. Al menos, no durante un tiempo. Porque al tercer mes, la conciencia pudo más que él y decidió confesar.

La última persona a la que se lo habría contado era a su sargento. Sería absurdo premiar al mismo individuo cuya broma pesada le había inducido a saltarse las barreras. Así que pagó una llamada de larga distancia a Ted Bokamper, que por entonces era un joven muy prometedor de la Secretaría de Estado, que trabajaba ya para uno de los subsecretarios mejor conectado.

– Tenemos que vernos cuando vaya a Estados Unidos -le dijo-. Tengo información que podría ayudarte, según lo que piense de la misma tu jefe.

No añadió nada más, porque ya entonces preocupaba la OPSEC, la Seguridad Operativa, aunque se llamaba de otro modo. Se vieron un mes más tarde en casa de Bo en Alexandria, en Virginia. Su primer hijo gateaba ya por la moqueta. Bob se tomó la historia con bastante calma, y acordaron hablarlo con su jefe Saul Endler, que, según Bo, tenía antiguos contactos con los servicios de inteligencia.

Mantuvieron una breve conversación en el despacho de Endler, que escuchó inmutable y apenas hizo comentarios. La noche siguiente se reunieron de nuevo en la residencia de Endler en Georgetown y analizaron el paso siguiente entre estanterías de libros que ocupaban todas las paredes, mientras sonaba música de Stravinsky a un volumen discreto en bafles muy caros, y la señora Endler les servía vasos helados de bourbon .

– Latinoamérica y el Caribe son una parte especial de mi jurisdicción -comentó Endler-, y Cuba es mi pasión personal, así que comprendo que se convirtiese en la suya tan rápidamente.

Expuso todo esto con la actitud sosegada y superior del profesor que ha aceptado ampliar su horario, sólo por esta vez, para ayudar a un alumno obstinado. No se mencionaron las palabras «traición» y «espionaje». Entre la delicada omisión de esos términos y la cuantiosa provisión de comida y bebida, Falk enseguida estuvo pendiente de cada palabra del hombre. De perdidos al río, que habría dicho Ned Morris.

– Sigámosles el juego un poco más, y podrá empezar a informarme directamente a mí -propuso Endler en tono cordial, como si todo el acuerdo con los cubanos hubiese sido idea de Falk.

Luego sirvió una última ronda de bourbon . La última. Falk sintió disiparse la culpabilidad al mismo tiempo que la sobriedad. Vio de refilón a Bob, colorado y radiante. Tal vez la intimidad de la ocasión le supusiese algún tipo de ascenso, subir un peldaño en la escala del Servicio Exterior.

Bueno, en tal caso, ¿para qué eran los amigos?

– ¿Se lo dirá a alguien? -preguntó Falk. Era la última duda que le inquietaba.

– Teniendo en cuenta lo que me ha dicho, en realidad no es necesario. La información que les transmita usted me ayudará a confirmar el propio juicio sobre determinados asuntos. Mientras La Habana no aumente sus requerimientos, no es necesario que lo sepa nadie más.

– ¿Ni siquiera la Agencia? -preguntó Bo.

Fue el único desacierto que cometió en la velada. Endler torció el gesto y repuso, adoptando un tono doctoral:

– La Agencia sólo complicaría las cosas a todos los involucrados. Nuestro amigo aquí presente podría afrontar incluso acusaciones.

– Pero ¿y si ellos aumentaran sus requerimientos, como ha dicho usted? -preguntó Falk.

– Una pregunta muy razonable. -Endler asintió, de nuevo con la actitud de experto mentor-. Si tal cosa ocurriese, obraríamos en consecuencia. Aun así, no veo ninguna necesidad urgente de revelar su nombre. La Agencia cuenta con que tengamos nuestras propias fuentes. Tendría que hacer usted algunos favores extra, por supuesto. Pero nada más. No se preocupe. No es probable que se convierta en un problema.

Falk sintió ganas de decir: «Perdóneme, padre». Así debían sentirse los fieles católicos cuando recibían la absolución. Se pasó el resto de la velada levitando en un estado de gracia achispada.

Poco después se despidieron. Bo se quedó para más consultas, mientras que Falk le dio un apretón de manos conmovedor y bajó tambaleante el camino enladrillado hasta el taxi que esperaba. Cuando el coche arrancó, se dio la vuelta en el asiento para despedirse con la mano, pero ya habían cerrado la puerta y las cortinas.

Los encuentros de Falk con Harry se sucedieron, y cada nueva petición siguió siendo tan trivial como la anterior. Pero después de recibir la lacrimosa excusa de Elena al cabo de tres meses, habían cesado las peticiones. ¿Se habrían dado cuenta de que se lo había contado a alguien? Lo único que sabía Falk a ciencia cierta era que su siguiente visita a Harry aportó poco más que una negativa.

– Nuestro negocio ha terminado, señor -le dijo Harry, alzando la mirada del banco de trabajo en el que estaba colocando una pieza de metal en un torno.

Endler le envió recado de que lo intentara una vez más, pero Harry ni siquiera le dejó pasar de la puerta. En el permiso siguiente que pasó en Estados Unidos, Falk volvió a la Pequeña Habana por cuenta del Departamento de Estado y visitó el mismo club nocturno tres noches seguidas. Pero no encontró ni rastro de Paco.

Tampoco volvió a saber nada de Endler, y Bo no mencionaba su nombre cuando se veían, normalmente en un club deportivo del distrito de Columbia o en casa de Bo, donde la conversación se veía inevitablemente interrumpida por el alboroto de los niños.

El tema había salido a colación sólo otra vez, cuando Falk estaba pasando la inspección del FBI. Bo era uno de sus avales, y cuando el FBI le llamó para una entrevista, él a su vez telefoneó a Falk y le propuso que se vieran en un restaurante elegante de la Calle K de Washington.

El ambiente incomodó a Falk desde el principio. Tenía más de centro de cabildeo que los tugurios en que solían reunirse. Y Bo sólo aumentó su malestar yendo directamente al grano mientras tomaban a sorbetones media docena de ostras crudas.

– ¿Estás seguro de este asunto? Me refiero al FBI. ¿De verdad eres el tipo adecuado?

– ¡Diablos, no! No lo soy en absoluto. Pero el trabajo parece interesante, y con mis conocimientos de árabe en realidad soy mercancía de primera.

– Aun así.

– ¿Aun así qué?

– ¿Es que tengo que deletrearlo?

– Te refieres a La Habana.

– Es evidente.

– Eso acabó hace años.

– Esas cosas no «acaban» nunca, no cuando vas a hacer este tipo de trabajo.

– O sea, que vas a decírselo.

– Claro que no.

– ¿Es Endler el único que se preocupa?

– No. Estamos preocupados los dos. Sencillamente es delicado.

– Mientras ambos tengáis la boca cerrada como prometisteis, no veo dónde está el problema. Pero no tienes más que decir una palabra y retiro la solicitud.

Se le encogió el alma al decirlo, pero sabía que era necesario que lo propusiera.

– ¿De verdad lo harías? -preguntó Bo, y, por un momento, Falk creyó que su amigo aprovecharía la ocasión.

– Sí -contestó con un suspiro-. Supongo que sí. Vosotros me sacasteis de apuros, así que es lo mínimo que podría hacer.

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