Su referencia al trabajo recordó algo a Falk.
– Adnan -dijo.
– ¿Qué?
– Disculpa. Me lo has recordado. Tengo que ver a Adnan antes de largarme. No he vuelto desde la otra noche. Quién sabe lo que pensará si dejo pasar otros tres días. Seguro que ya se siente explotado y abandonado.
– Pues que se una al club. Al menos él tendrá una visita de despedida.
– Escucha, Pam, no ha sido decisión mía. Trabert prácticamente me ha ordenado que abandone la base.
– Recuérdame que no me siente a tu lado la próxima vez que el general entre en el comedor.
– ¿Puede saberse qué quieres decir con eso?
– Era una broma. Aunque creo que has olvidado cómo funcionan las cosas en el ejército. Tengo que ser más cuidadosa que tú en cuanto a la impresión que causo, eso es todo. Pero tienes razón en lo de Adnan. Necesitas verlo, aunque sólo sea en la ronda de madrugada.
– Llevará más que eso. Necesitamos una sentada. Como si no tuviese bastante que hacer. Me espera una noche larga.
– Supongo que no te veré hasta el desayuno.
– Y entonces tampoco. Tengo que hacer un recado.
– ¿Para Trabert?
– Para Bo. No puedo entrar en detalles.
Ella se enfurruñó entonces y la conversación no acabó como le habría gustado a él, sino en una tibia despedida que le inquietó. También le preocupaba el comentario irónico que había hecho sobre que el general la viese con él. Tal vez fuese sólo una broma, pero Falk no pudo evitar la idea de cómo reaccionaría ella si descubriera que era mercancía dañada.
Echó la bolsa de viaje en la cama y se fijó en las cartas de Ludwig, que seguían sobre la almohada. Estaba a punto de abrir una, cuando algo le advirtió que esperara, que actuara con cautela. Sería mejor que Van Meter creyera que no las había leído. Whitaker estaba aún en el trabajo, así que Falk fue a la cocina con las dos cartas, llenó una tetera de agua en el fregadero y la puso al fuego. Cuando empezó a hervir, acercó los sobres al vapor hasta que se despegaron las solapas sin romper el papel.
Era un método conocido, no de sus días de agente especial (el FBI tenía métodos mucho más perfeccionados para aquel tipo de tarea), sino de la infancia. Se había convertido en detective en su propio hogar buscando respuestas cuando todo empezó a desmoronarse. Cuando su madre desapareció y su padre se vio arrastrado a la inutilidad, Falk había visto los avisos de la oficina fiscal y de los cobradores amontonarse en el sofá, sin que nadie se molestara en abrirlos. Así que los abría él en la casa vacía y exploraba el interior, interpretando a escondidas las señales del camino de su familia a la ruina. Él se había enterado antes que nadie de la inminente ejecución de la hipoteca y la subasta, y también había leído la carta con matasellos de Boston de una esposa rebelde que se había marchado y que juraba que no volvería nunca. Eso no era nada, en comparación. Solamente otra treta de sabueso tomada del libro de juegos de Frank y Joe Hardy en la biblioteca pública de Deer Isle.
Falk leyó primero la carta personal y anotó el nombre de la esposa de Ludwig, Doris, su dirección en Buxton y el nombre de un cuñado, Bob, que mencionaba en la primera hoja. Bob estaba deseando volver a ir de pesca la próxima vez que Ludwig fuese a casa, y quería saber lo que picaba en el Caribe. Al parecer, Ludwig se desenvolvía bastante bien en el agua.
Casi toda la carta versaba sobre temas triviales: las tomateras habían florecido, pero el fruto era pequeño y las hojas se estaban rizando; el bebé estaba mejor de la otitis; su hija Misty todavía añoraba a su papá; había telefoneado Ed del banco y había dicho que seguiría en contacto; había muerto el señor Williams, el viudo simpático de la calle, y le había dejado todo a su vecina de la casa de al lado, la señora Packard, que seguía casada, de momento; habían abierto un nuevo Sam's Club en la carretera de circunvalación, gracias a Dios, treinta kilómetros más cerca que el de Revell. Falk leyó las cuatro hojas, las volvió a meter en el sobre, lo cerró y lo alisó bien. Pero volvió a abrirse, claro, y no tenía nada para pegarlo. ¡Al diablo los viejos trucos!
Consideró la posibilidad de no abrir la carta del banco. Pero le preocupaba algo en la alusión de la primera a «Ed del banco». Volvió a sacarla.
Ed del banco llamó para ponerse en contacto, así que le di tu dirección y te escribirá. Es sobre negocios.
¿No tendría el banco la dirección de Ludwig? Aquello más parecía un aviso velado, así que sacó la carta del segundo sobre.
Era bastante oficial, mecanografiada a un solo espacio y con el membrete del «Farmers Federal» en la parte superior. El corresponsal era el subdirector de la sucursal Ed Sample, un título señorial para un individuo que seguramente sólo era superior en rango a unos cuantos cajeros y encargados de préstamos. La primera parte eran las consabidas frases formularias: Espero que te encuentres bien, el trabajo ha sido constante, etcétera. El resto de la carta era extraño, por no decir más.
Todavía no sé qué hacer exactamente con las transferencias telegráficas que autorizaste la semana pasada a bancos de Perú y las islas Caimán. He puesto una demora de diez días en las transacciones, a la espera de instrucciones. Por favor, notifícalo.
Luego, vuelta a los formulismos, como si la duda sobre las transferencias fuese la clase de asunto sobre el que preguntaría cualquier banquero de un pueblo de Michigan. Mencionar «Perú», «las islas Caimán» y «transferencias bancarias» en la misma línea era igual que agitar una señal de peligro a los reguladores bancarios y a la DEA, la Fuerza Administrativa Antidrogas. En un juego de asociación de palabras, la respuesta sería «dinero de cocaína». Había que tener pelotas para autorizar algo así desde cualquier sitio, pero hacerlo desde Gitmo sin duda era más que temerario.
Falk apuntó el número de teléfono de Ed Sample que figuraba en el membrete. Luego colocó las cartas debajo de las hojas de su bloc reglamentario. Le entregaría a Van Meters las demás notas, pero aquello tal vez le interesara al FBI. Al menos, eso sería lo que alegaría si Van Meter preguntaba alguna vez por qué había retenido las pruebas.
Salió de casa hacia el Campo Delta. La prisión tenía cuatro secciones principales, y Adnan estaba en el ala de máxima seguridad, el llamado Campo 3. Los Campos 2 y 1 tenían normas cada vez menos severas, aunque el Campo 4, en contra de lo que cabría esperar, ofrecía las condiciones más relajadas de los cuatro, con bloques de celdas comunales, monos blancos, comidas más abundantes y más tiempo para ejercicio y duchas. Los guardias lo llamaban el Haj , por el peregrinaje de los musulmanes a la Meca.
Falk cruzó las cuatro puertas hasta el Campo 3 al oscurecer. Era la hora del día en que el lugar empezaba a calmarse. Aún se percibía el olor de la cena sobre la nube de exhalaciones y ventosidades colectivas de los centenares de prisioneros que se preparaban para la noche en sus minúsculas celdas.
Falk no había tenido tiempo de inscribirse para una sesión con Adnan el día anterior, así que fue directamente a la celda del joven, esperando encontrarlo en su postura habitual: escondido bajo las sábanas, a pesar del calor. Pero encontró la celda vacía. Reaccionó de forma inmediata y visceral. Alguien se había metido en terreno vedado. Alguien se estaba buscando problemas serios.
– ¡Guardia!
Un soldado dobló la esquina corriendo, con la cara colorada. Parecía creer que Falk tenía algún problema.
– ¿Dónde está el prisionero, soldado?
– Figura en el registro de salida, señor.
– ¿Con quién?
– No lo sé. Lo comprobaré.
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