– ¿Has preparado café?
– Lo siento, Patty. Voy a salir a correr un poco.
Patty refunfuñó. Necesitaba siempre varias tazas de café para despertarse del todo.
Pam abrió un cajón y buscó la cinta entre las medias. Cuando se la puso, le pareció oír un portazo. Sería el armario de la cocina, Patty revolviendo. Entonces apareció Patty a la puerta del dormitorio, con los ojos tan abiertos como si se hubiese tomado ya toda una cafetera.
– ¿Qué pasa?
– Tienes visita -contestó Patty con voz aguda.
Falk no habría provocado aquella reacción. ¿Sería Bokamper, entonces, que ya andaba husmeando antes incluso de que su «hermano pequeño» se marchara?
– ¿Quién es?
– Son tres. Una pareja de la policía militar y uno de los tipos de Washington. Fowler, me parece que ha dicho.
Pam pasó del desdén a la alarma. Luego se tranquilizó. Boustani. Debían estar visitando a todos los de su equipo. Aunque era una hora muy extraña para presentarse. Y demasiado tarde para retrasarla cuando se disponía a hacer una larga carrera. A aquel paso, no saldría de casa en horas.
El operario cubano a quien llamaban Harry en Gitmo, tenía sesenta y cinco años y trabajaba en la base desde los diecinueve. Su verdadero nombre era Javier Pérez. Hacía varios decenios, un alférez demasiado campechano había empezado a llamarle Harry en vez de Javi, y se quedó con ese nombre. No es que le molestara. Había aprendido a ser complaciente. Le había contratado la Dirección de Inteligencia cubana pocos meses antes de que le pusieran ese sobrenombre. Una persona que gana dos salarios por un solo trabajo aprende a ser flexible.
A pesar de la petulante opinión del doctor Endler, Harry había trabajado con otros estadounidenses además de Falk: con un oficial de la Marina en los años ochenta, y con otro marine poco después de que se marchara Falk. Ambos habían sido atraídos a La Habana igual que Falk. Tres clientes en dos décadas no era precisamente un gran negocio, pero la clientela de Harry, no obstante, se convirtió en objetivo de un pequeño santuario en el cubículo habanero de su manipulador, que puso las fotografías comprometedoras de los tres soldados en un lugar de honor encima de su puerta.
Pese a todo eso, el valor de Harry había sido siempre simbólico en buena medida. A sus jefes de la Dirección de Inteligencia les complacía la idea de contar con alguien en una base militar estadounidense, aunque ya sabían y oían todo lo que pasaba en aquélla. Y, si bien Harry nunca aportó realmente gran cosa en el sentido de información útil, suponían que su presencia en la base acabaría de dos formas posibles: aportaría un dividendo insólito por pura suerte (que un antiguo cliente volviera a la base como agente del FBI, por ejemplo), o sería descubierto por las autoridades militares. Ambas posibilidades serían un golpe; la primera, por razones evidentes; y la segunda, porque sumiría la base en una agitación de divertido bochorno. Los jefes de Harry se preocupaban poco de la posibilidad de traición, ya que su único contacto con la Dirección de Inteligencia era el individuo que le había reclutado. No podría identificar a ningún otro agente, con la posible excepción de su vecino farmacéutico, que Harry había sospechado siempre que era informador del Ministerio del Interior.
Harry dedicaba muchas horas a sus dos empleos, e inició la mañana de su encuentro con Falk como cualquier otro día laboral. Se levantó a las cuatro en su humilde casa de la ciudad de Guantánamo, y se vistió, mientras su mujer preparaba café y untaba con mantequilla una rebanada de pan para ponerla en la sartén. Ella volvió a la cama mientras él migaba la tostada crujiente en el café con leche. Harry salió de casa cuando empezaban a cantar los gallos, y recorrió seis manzanas hasta la parada de autobús, pasando por delante de las casas de seis de sus hijos y una docena de nietos. Tenía otros dos hijos que vivían en Union City, New Jersey, y una hija que vivía en Miami Lakes. Éstos le escribían a la base, y él no era tan tonto como para llevarse las cartas a casa: era uno de los pocos secretos que no compartió nunca con la Dirección. Había aprendido a memorizar la información de sus agentes para informar a su contacto, y no tenía problema para recitarle las cartas de los hijos a su mujer.
El autobús recogió a nueve pasajeros que iban a la base a diario. Cuatro se retirarían a final de año, pero Harry no. Salieron de la ciudad rumbo sureste, en un trayecto de treinta y dos kilómetros, bordeando el extremo septentrional de la bahía y el pueblecito de Boquerón hasta llegar a la última parada, que quedaba a kilómetro y medio escaso de la Puerta Nordeste. Eran entonces más o menos las cinco y media, y el sol estival avanzaba despacio sobre las colinas de cactus. Los trabajadores tenían que recorrer a pie el último kilómetro y medio, por un sendero polvoriento y empinado, bordeado de minas de tierra, al que llamaban «la rampa del ganado».
En el pasado, sobre todo en los años sesenta, los primeros de la Revolución, los guardias de la Brigada de la Frontera hacían la vida imposible a los trabajadores de la base cuando se acercaban a la Puerta Nordeste. Empujaban, abucheaban y registraban a todos de pies a cabeza. Algunos solían escupir, o intentaban pegarles, empujándoles en la espalda. El salario en dólares apenas compensaba, pero, a medida que transcurrieron los años, el número de trabajadores disminuyó, y también los insultos. Ahora la caminata y el registro diario transcurrían en silencio. Cuando Harry y los otros ocho cobraban los cheques de la Marina estadounidense en el banco de Gitmo cada dos semanas, lo hacían sabiendo que Cuba no cobraría impuestos. Tal vez fuesen los únicos empleados del mundo que se beneficiaban simultáneamente de las teorías económicas de Adam Smith y de Carl Marx.
En cuanto llegaban al lado estadounidense de la puerta, tenían que pasar otro control de seguridad, y cuando Harry pasaba al fin (hacia las seis de la mañana), estaba esperándole un marine, que le entregaba las llaves de una furgoneta Dodge. Subían a bordo con él otros dos trabajadores. Los dejaba en el Hospital Naval y seguía a su destino: su taller de mantenimiento, un cobertizo de chapa de zinc. Hacía años, Harry había escrito en un lado del cobertizo con pintura blanca: «¡Abajo Fidel!». Una buena tapadera, había pensado siempre Falk, aunque Harry lo hiciese sin malicia. En la época, le preocupaba la escasez de alimentos y medicamentos en la ciudad de Guantánamo. Otra pequeña singularidad para los anales secretos de Gitmo.
El trabajo de Harry consistía en reparar lo que fuese, electrodomésticos, coches, camiones y autobuses que funcionaban en la base. Como cubano, lo sabía todo para mantener los aparatos viejos en funcionamiento, a pesar de la escasez de piezas de recambio. Había conservado su propio Chevy de 1959 funcionando más de cuarenta años, así que, ¿qué dificultad podía plantearle mantener en perfecto estado un Chrysler de siete años?
Falk se despertó de un sueño inquieto aquella mañana más o menos a la hora en que llegó Harry a la Puerta Nordeste. Pensó primero en Adnan, que residía ahora entre los fantasmas, encerrado en el Campo Eco, fuera de su alcance. Se preguntó qué habría dicho o hecho el joven yemení para merecer semejante trato. ¿O le habría puesto en peligro el simple hecho de ser uno de los sujetos de Falk? Éste apenas había tenido tiempo de pensar en Harry. Si no hubiese sido por Bo, habría dejado el asunto para después del fin de semana.
Necesitaba un pretexto para la visita, así que Falk registró la cocina a la luz de la mañana y eligió la batidora. Para que fuese convincente, echó un plátano, un cilindro de zumo de naranja congelado y media bandeja de hielo, y pulsó el botón de batido. Por lo menos conseguiría un buen desayuno. Los cubos de hielo saltaron y se movieron con sacudidas mientras el pequeño motor crujía. Al fin la masa se paró a media vuelta. Falk miró la hora del reloj del microondas que pasaba a las 6:04 mientras esperaba a que el motor de la batidora se quemara. No dio al botón de apagado hasta que empezó a salir humo de las aberturas de ventilación de la parte posterior.
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