– Ojalá pudiese decirte que ella opina lo mismo de ti.
Bokamper soltó una risotada, casi un rugido.
– Ya se le pasará. En cuanto se convenza de que no me propongo acostarme con ella.
– Parece que os habéis calado el uno al otro rápidamente.
– Lo tomaré como un cumplido. -Entonces desorbitó los ojos. Miró de pronto hacia la proa-. ¿Qué era eso, un manatí?
Falk también había advertido el movimiento.
– ¿A babor?
– Si eso significa a la izquierda, sí.
– Delfín. Hay muchos aquí. Y rayas también, arriba en los bajíos. Sigue alerta. Volverá a salir a la superficie.
Transcurrieron unos segundos en silencio mientras miraban con los ojos entrecerrados el resplandor en el agua. Luego reverberó en el agua y emergió el cuerpo grisáceo, que avanzaba a la misma velocidad que el velero. Saltó graciosamente en el aire y desapareció de nuevo casi sin ruido ni salpicaduras.
– Bellísimo -dijo Bo-. ¿No lo echas de menos?
– ¿Qué?
– Vivir en el mar. ¿No creciste prácticamente en un barco? Antes de que murieran tus padres, quiero decir.
Incluso Bob, que sabía más de él que la mayoría, ignoraba los secretos de la presunta vida de Falk como huérfano.
– A veces.
– Entonces tiene que ser muy agradable estar aquí.
– Es difícil considerar esto «estar en el mar». Demasiado calor, como una pecera. Sigo pensando que cualquier día miraré y veré a uno de esos submarinistas con burbujas saliendo del casco, plantado junto a un castillo de imitación. El mar auténtico es frío. Es donde se hace el trabajo. Esto es ocio, no es amenazador, parece sacado de Disneylandia.
– No sé. Fue bastante amenazador para el sargento Ludwig.
– Tal vez quisiera morir. Lo que me preocupa es cómo acabó flotando hacia el este.
– Buena pregunta. ¿Tienes alguna respuesta?
Falk negó con la cabeza.
– Pero es hora de que te pongas a trabajar. Suelta esa escota y prepárate para virar al viento.
– ¿Traducción?
– Suelta el cabo, pasa luego al otro lado y acoda la opuesta. Otra bordada nos sacará de la bahía.
Falk sacó el GPS del bolsillo mientras salían de la bahía. Quería señalar varios puntos para comprobarlos después en la carta.
– ¿Qué es ese aparatito?
– Un GPS. Estoy comprobando nuestra posición.
– ¿Tienes miedo de que nos perdamos?
– Lo hago por diversión. Es un regalo.
– ¿De ella? -Falk asintió-. Buen regalo. No exactamente el típico de enamorado, pero bonito.
Falk sonrió. Se dio cuenta de que eran casi las mismas palabras que le había dicho él a Pam y se ruborizó, sobre todo por la palabra «enamorado». Le había complacido incluso más la respuesta de ella: «Bueno, creía que eras marinero, y no del estilo club de yates. Además, pareces un tipo que siempre quiere saber exactamente dónde está».
Ella tenía razón. Siempre era consciente de que se orientaba, de que conocía la posición de sus velas, sobre todo si había un banco de arena delante, ya fuese en la forma de autoridad conflictiva o de una mujer que esperaba más de lo que él podía dar. No es que le hubiese explicado ese aspecto a Pam.
El foque orzó un poco cuando Falk se ciñó demasiado al viento.
– ¡Eh, tenorio! -gritó Bo-. Concéntrate en la navegación. Un ahogado a la semana es suficiente.
El alférez Osgood estaba en lo cierto. Era difícil seguir rumbo este una vez pasado Windward Point. Los alisios eran constantes, y la corriente seguía el mismo curso. Siguieron bordeando la costa; cada ola golpeaba con un estallido de espuma en el casco a barlovento. Bo parecía un poco asustado al principio, pero aguantó, y enseguida le cogió el tranquillo a ir de un lado a otro debajo del botalón oscilante, acodando la escota de foque mientras Falk restablecía el curso.
Los promontorios coralinos de punta Windward brillaban a su izquierda, dando paso a la minúscula media luna de la Playa del Cable El litoral parecía más escarpado de lo que Falk esperaba: arrecifes y afloramientos rocosos, con rompientes que revelaban otros puntos poco profundos. Media milla más adelante pasaron otra abertura en los acantilados, en la Playa de Cuzco, donde los submarinistas disfrutaban explorando el arrecife. Falk localizó algunas boyas en la superficie, que indicaban la presencia de submarinistas debajo.
Playa Escondida, fiel a su nombre, apenas era visible desde el mar. Pero era imposible no ver Playa Molino. El amplio arco de arena les sonrió cuando llevaban navegando rumbo este casi una hora.
– ¿Qué es la casita del acantilado? -preguntó Bo.
– Fue vivienda de oficiales hace mucho tiempo. Ahora es el Campo Iguana, por eso hay una valla.
– ¿Donde tienen a los prisioneros menores?
– A tres menores. De doce a catorce años cuando llegaron. Pero de eso hace un año.
También ellos habían llegado del campo de batalla de Afganistán, y su permanencia en el lugar había creado un revuelo internacional. Las autoridades seguían diciendo que los habían enviado a casa enseguida, pero de momento seguían allí. A Falk le habían contado que a veces atraían a las iguanas para entretenerse en el césped en el que lanzaban un balón de fútbol americano y contemplaban el mar.
– A lo mejor ellos vieron algo -dijo Bokamper-. La noche que salió Ludwig.
Falk negó.
– Lo dudo. No les dejan salir después de ciertas horas. Además, es probable que haya que remover cielo y tierra para verlos.
De todos modos, merecía la pena comprobarlo.
Falk escudriñó la playa. Había algunas toallas extendidas en la arena. Una sombrilla de rayas brotaba como una flor. Sólo se veía un nadador en el agua, que movía la cabeza en el suave oleaje. Falk no estaba seguro de lo que esperaba ver desde aquella posición, pero desde luego no era aquella calma. El viento había sido más fuerte la otra noche, pero nada fuera de lo normal.
Siguieron, pasando el gran acantilado debajo del Campo Iguana, hasta que avistaron la extensión del Campo Delta y los largos tejados del bloque de celdas que brillaban al sol.
Falk viró hacia alta mar hasta alejarse lo suficiente para localizar la entrada a la pequeña bahía de Punta Barlovento en la zona cubana.
– ¿Dónde está la alambrada? -preguntó Bo-. Ah, espera, ya la veo. Y una atalaya.
La atalaya se alzaba a unos ochocientos metros al otro lado de la alambrada, más cerca de la costa de lo que había supuesto Falk.
– Uno de sus guardias encontró el cuerpo cuando hacía la ronda de la mañana a pie -comentó Falk-. Tiene que haber sido una conmoción.
– No me extraña que estén tan cabreados. Podría haber desembarcado toda una división de marines.
No tenía mucho sentido seguir más lejos. Debían estar acercándose a los límites admitidos ya, así que Falk giró el timón entre el viento y puso rumbo a casa, con las velas flameando mientras cambiaban de dirección. En cuanto empezaron a navegar con la corriente y el viento en popa, parecía que alguien hubiese desconectado una máquina ruidosa. El barco se movía con soltura, surcando el agua costa adelante sin el menor embate del oleaje.
– Y bien, ¿qué te ha aclarado todo esto? -preguntó Bokamper, que ya no tenía que gritar para que le oyera.
– Que tengo hambre.
– ¿Nada más?
Falk negó.
– Mala idea, supongo. Pero buen día para navegar.
– Cualquier cosa que te saque de La Roca un rato no puede ser del todo mala.
Llegaron a la bocana de la bahía en un momento, y enseguida avistaron el puerto deportivo. Habían transcurrido casi cuatro horas desde que habían zarpado, y el sol estaba más bajo.
– ¿Vamos a cenar? -preguntó Bo.
– Ve tú. Yo tengo una cita con el general.
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