– Estás prosperando mucho.
– Quiere saber lo que tramáis vosotros. ¿Qué debo decirle?
– ¡Demonios, Falk! Seguro que él sabe más que yo. Pero al menos tomarás comida decente.
– Deberías comer en el Jerk House.
– Parece otro nombre para el club de oficiales.
– No eres el primero que hace ese comentario. Es un tugurio jamaicano que queda cerca del Tiki Bar.
– Parece ideal. Pero, una última pregunta antes de que atraquemos de nuevo en Segurilandia.
– Adelante.
– No te ofendas, por favor, pero quiero preguntártelo desde que llegué, y tal vez ésta sea la última ocasión de hacerlo en un tiempo. -Hizo una pausa, como para amortiguar el golpe-. No has sabido nada de los cubanos últimamente, ¿verdad?
Mira por dónde. Eso sí que no se lo esperaba.
Una ráfaga fresca del este agitó el borde del foque y el timón vaciló en las manos de Falk. Pero se sintió aliviado, en cierto modo. Estaba bien sacar a relucir el tema, aunque pensó inquieto si la pregunta de Bo sería un acierto fortuito o una conjetura fundamentada.
– Es curioso que me lo preguntes -contestó, notando la boca seca.
No le apetecía seguir navegando. Preferiría estar lejos del agua, con una bebida más fuerte que la cerveza a mano, y unas horas libres. Aquél era un tema para confesiones íntimas de bar, de noches tranquilas en las que lo ponías todo sobre el tapete y esperabas lo mejor. Un día soleado en el mar no era apropiado para hablar de un tema tan serio. El asunto de Cuba dominaba hasta tal punto el pasado de Falk, que podía desbaratar todo el día.
Pero también era posible que hubiesen llegado al lugar adecuado, porque Falk sólo tenía que mirar hacia las verdes colinas que se alzaban más allá del puerto deportivo para ver dónde había empezado todo.
– Será mejor que me lo cuentes todo -dijo Bo-. Y esperemos que Fowler y Cartwright no se hayan enterado ya por algún otro.
– Cambiemos de dirección, entonces. Estamos cerca del puerto y ya sabes cómo viaja el sonido sobre el agua.
– Pensemos en la OPSEC -susurró Bo. Pero esta vez en serio.
Todo había empezado en la época en que Falk era marine, cuando le enviaron a lo que en Gitmo equivalía a una broma pesada.
Llevaba tres semanas en la base cuando cometió el error de preguntar al sargento de su acuartelamiento cómo podía solicitar permiso para visitar La Habana, la auténtica Cuba, en su opinión, con orquestas de mambo y bailarinas con frutas en la cabeza. El sargento ya conocía aquel tipo de estupidez imberbe y sabía qué hacer.
– Es facilísimo -le contestó-. Mire, soldado Falk, le eximiré de la marcha de esta mañana si quiere hacerlo ya. ¿Qué le parece?
Falk asintió, asombrado de su buena suerte. Se tragó el anzuelo.
El sargento se dio la vuelta, garabateó una nota en su escritorio y la metió en un sobre.
– Entregue esta nota en el puesto de observación 31 de la Puerta Nordeste. Allí es donde lo tramitan. Jenkins le llevará. ¡Quién sabe! A lo mejor pasa usted el fin de semana en La Habana.
Hasta las habituales bandadas de buitres parecían presagios de buenas nuevas en el viaje al puesto de observación, y los centinelas de la Puerta Nordeste se mostraron complacientes, y sonrieron al abrir el sobre y leer la nota. Luego cargaron una mochila con veinticuatro kilos de piedras y enseñaron la nota a Falk:
Aquí tienen a otro que cree que puede visitar a Fidel. Denle el premio habitual y devuélvanlo por los medios acostumbrados.
– No puedes ir, hijo -le dijo con voz cansina un amable georgiano mientras le cargaba la mochila a la espalda-. Al menos, no hasta que muera Castro. En el próximo permiso que vayas a Estados Unidos, visita la Pequeña Habana de Miami. Es lo más parecido, y te hartarás en una hora. Con lo cual, te quedará mucho tiempo para la playa y las mujeres. Buena caminata.
Falk sudó la gota gorda para hacer los ocho kilómetros de vuelta, más agobiado por el bochorno que por el calor. Tardó otra semana en aunar el valor suficiente para preguntar si de verdad existía una «Pequeña Habana». Y, como no tenía familia que visitar, decidió seguir el consejo del georgiano.
Aprovechó la ocasión al cabo de un año. Tomó un vuelo de la Marina a Jacksonville y viajó en autobús desde allí hasta Miami. Encontró un motel barato cerca del centro, al sur del río Miami. Luego salió a dar una vuelta, pasando bajo las largas sombras de la I-95 elevada hasta llegar a la Calle 8, la calle principal, que le llevó al centro de la Pequeña Habana.
Al principio, no le impresionó en absoluto. Había mucho tráfico y caos urbanístico: casas achaparradas, tiendas atestadas de artículos y letreros en español; todo muy parecido al resto de Miami que había visto hasta entonces. Pero ya que había llegado hasta allí, siguió caminando. Y, al cabo de una hora o así, empezó a animarse con los pequeños detalles peculiares: cafés diminutos con escaparates que ofrecían dedalitos de café cubano y croquetas en estuches de cristal; las bodegas, las joyerías y las factorías de cigarros del paseo marítimo, que olían a tabaco curado; vendedores de yuca, mango y plátano.
El ritmo de este comercio era la salsa, que resonaba en casi todos los portales. Mientras Falk caminaba hacia el oeste, cada canción enlazaba con la siguiente, como si las bandas desfilaran por la calle a su lado.
Pero el hipnótico sonido de fondo que más le impresionaba era el del español. Sólo dominándolo se sentiría a gusto allí alguna vez; y, de pronto, le pareció inteligente hacerlo. Falk todavía asociaba su pasión por los idiomas extranjeros con aquel momento, el instante en el que comprendió que los idiomas eran incluso más importantes que los pasaportes y los billetes de avión.
Se entretuvo un rato en el parque de Máximo Gómez, donde el chasquido y el repiqueteo de los dominós punteaban las conversaciones de los ancianos inclinados sobre las mesas mientras arrancaban las fichas de pequeños armazones de madera. Parecía que ninguno se preocupaba del marine de pelo rapado que miraba boquiabierto por encima de sus hombros. Podría haber sido invisible. La barrera del idioma otra vez. O tal vez estuviesen acostumbrados a los anglos que los miraban como curiosidades.
Le desconcertó el bulevar sombreado de monumentos de piedra de la Tercera Avenida. El primero y más alto era una columna de mármol dedicada a «Los Mártires de la Brigada de Asalto» de abril de 1961. ¿Bahía Cochinos? Tenía que ser. Estaba coronada por una vana «llama eterna», que apenas advertían los niños que pasaban estruendosos en bicicleta. Mucho más impresionante que ningún objeto creado por el hombre era una inmensa ceiba, cuyas raíces le llegaban al hombro.
Falk tampoco supo a qué atenerse con el Paseo de las Estrellas, una lastimosa versión latina del Paseo de la Fama de Hollywood. ¿Era cubana Celia Cruz? Él creía que no. Y le chocó muchísimo descubrir de pronto un McDonald's en un aparcamiento inmenso, con una estatua de tamaño natural de Ronald McDonald. ¿O allí le llamarían Ronaldo?
Falk recorrió los pasillos de un supermercado llamado El Presidente buscando música sin objetivo y luego comió un emparedado cubano sólo para ver de qué era. Después fue en autobús a la playa, pasó la tarde nadando y regresó por la noche a un club de baile que había localizado. Y, precisamente en aquel club, el lugar lo conquistó.
Falk no sabía bailar la salsa mejor de lo que entendía lo que hablaba la gente. Pero la cerveza y el exagerado entusiasmo le ayudaron a superar ambos obstáculos de tal forma que, al poco rato, creía haber llegado a una frontera lejana.
Falk intentaría determinar después lo que le había convertido en un blanco tan fácil aquella noche. Tal vez fuese el corte de pelo militar. O algo que había dicho. Lo cierto es que cuando llevaba en el club una hora, se le acercó un individuo afable, con una mujer hermosa del brazo, que le habló en perfecto inglés. Ávido de conversación, Falk se animó enseguida y descubrió que el hombre era muy simpático.
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