Se llamaba Paco y era un tipo jovial, algo barrigudo, con una cajetilla de Kent asomando del bolsillo de la camisa. Había llegado a Miami en 1981, le dijo con un gemido. Mariel , menudo lío. El cabrón de Fidel vació las cárceles, y fue duro, todos cortados por el mismo patrón hasta que al fin se aclararon las cosas. Ahora lo había conseguido, por supuesto. Le gustaba Estados Unidos, aunque todavía tenía morriña a veces.
– Usted cree que lo tiene mal -le dijo Falk-. Pero yo vivo allí y ni siquiera puedo ver el lugar. Estoy destinado en Gitmo.
Salió el resto de su historia: el infante de Marina que sólo podía atisbar por la alambrada, denegado el billete que podría satisfacer su curiosidad. ¡Bueno! ¡Vaya! Tal vez algún día.
– ¡Oh, no! -dijo Paco con la mirada encendida-. Se cuenta usted entre los afortunados. Si yo intentara ir, me arrestarían. ¡Fidel me metería en la cárcel! ¿Pero usted? ¡Usted puede ir realmente!
– No, no puedo ir. Ya lo he comprobado, créame.
– Como soldado no, por supuesto. ¡Pero sí como turista! Es muy fácil.
– ¿Legalmente?
Paco tendió una mano, moviéndola a un lado y a otro.
– Más o menos. Unos amigos míos tienen una agencia de viajes. Lo organizan continuamente. Lo hacen muchísimos estadounidenses. Ni siquiera les sellan el pasaporte.
– Gracias, pero no. Gracias -dijo Falk.
Le parecía una forma rápida de aterrizar en el calabozo. Y Paco tuvo el buen juicio de no insistir. Pero al día siguiente en la playa, Falk empezó a darle vueltas. A los dieciocho años, parece que «más o menos» puede ser bastante seguro. Así que volvió por la noche al mismo club, y allí estaba el animoso Paco, sólo que entonces con una mujer distinta.
– Sí -le dijo-. Le ayudaré con mucho gusto. Llamaré a mis amigos y lo arreglaré, porque ellos no hablan inglés muy bien.
Dispusieron el viaje para diciembre, dos meses después. A Falk le preocupaba un poco el dinero, pero Paco se ocupó de eso también, y consiguió reducción de tarifas en el vuelo y en el hotel, gangas que a Falk le parecían increíbles.
– Es porque necesitan dólares -le explicó Paco-. Fidel está ávido de dólares, sobre todo ahora que los rusos se están marchando.
Falk regresó a Gitmo y consideró unos días la posibilidad de volverse atrás. Pero cuanto más pensaba en ello, más le atraía. No hay nada como la idea de lo prohibido para convertir unas simples vacaciones en una aventura. Y sería un medio de ajustar las cuentas al sargento por su petulancia. Además, ya había entregado doscientos dólares en metálico y no podía permitirse ir a ningún otro sitio.
Los recelos de Falk volvieron poco después de que el vuelo de Miami aterrizara en ciudad de México. Un individuo de la agencia de viajes le esperaba en la terminal, según lo prometido, aunque parecía apuradísimo.
– Su pasaporte, por favor.
Falk se lo entregó. El individuo le dio un sobre. Contenía un billete para La Habana y otro pasaporte (británico, no estadounidense, pero con la fotografía de Falk). ¿De dónde la habrían sacado? Recordó entonces que Paco le había pedido fotos, diciéndole que eran para los documentos de vacunación.
– ¿Qué es esto? -preguntó entonces al hombre de la agencia, desconcertado. Tanto el pasaporte como el billete de avión estaban a nombre de Ned Morris, con una dirección de Manchester-. Creía que no los sellaban, así que devuélvame el mío.
– Después. Cuando regrese -le dijo el emisario, perdiéndose entre la multitud sin darle tiempo a replicar.
Falk se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo se llamaba el individuo. Estaba a punto de dejarse arrastrar por el pánico cuando se le acercó otro, que le puso una mano tranquilizadora en la espalda y le dijo:
– Venga, por aquí. Tiene que apresurarse. Su vuelo está a punto de salir. Le devolverán su pasaporte a la vuelta. Se hace así siempre. La bolsa, por favor.
Falk no quería dársela, pero habían llegado a la puerta de embarque y el hombre le estaba haciendo señas para que la colocara en la cinta transportadora.
Casi antes de que se diera cuenta, el avión despegó. Examinó otra vez el billete y vio que el importe que figuraba en el mismo era más o menos el triple de lo que había pagado. Condiciones especiales, le había dicho Paco. Empezó a temerse lo peor. Se convenció de que habría una delegación de recibimiento del ejército cubano esperándole: se imaginó esposado mientras disparaban los flashes para los periódicos comunistas. Marine capturado por Castro, pescado como un tarugo.
Pero no ocurrió nada de eso, y Falk ya había empezado a relajarse cuando el taxi llegó al hotel. Era un acuerdo sospechoso, por supuesto, que sin duda incluiría comisiones y sobornos. Probablemente hubiera cargos adicionales del hotel, ahora que ya no podía hacer nada. ¿Y qué? Ya había visto a otros estadounidenses allí, y más o menos a la mitad de los europeos. Ninguno hablaba de Castro ni parecía preocupado.
Mientras Falk paseaba por la ciudad, le asaltó de vez en cuando la espeluznante sensación de que le seguían, aunque, por lo demás, lo pasó bien, a pesar de la espantosa comida, que le recordaba el rancho de la infantería de Marina. Todos los hoteles y los restaurantes servían una versión insulsa de cocina anglo.
Falk se acostumbró enseguida a que le llamaran Míster Morris. Parecía coincidir con los métodos que había empleado él para deshacerse de su familia. Bastaba escribir unas palabras en un documento oficial y se hacían realidad por arte de magia. ¿Qué mejor forma de ocultarse? Decidió que se sentiría bastante cómodo siendo Ned Morris un tiempo.
Entonces conoció a Elena. Él le sonrió en el desayuno a pocas mesas de distancia. Y eso fue todo, al parecer; porque cuando volvió a mirar, ella había desaparecido. Se decepcionó al principio, creyendo que había encontrado algo especial. Pero aquella noche en el Amigo Club, la vio pasar mientras hablaba francés macarrónico con una mujer bastante atractiva que había estado hablando inglés macarrónico. Hubo aquella sonrisa de nuevo mientras ella se dirigía a la barra. A los pocos momentos, pasó en la otra dirección.
– 'Scusé moi -le dijo él a la francesa, y luego susurró algo acerca de «ir al baño», suponiendo que tenía que parecer británico de vez en cuando.
La encontró en una mesa del rincón con dos amigas. Ninguna cita a la vista. Ella hablaba un inglés elemental, que pareció mejorar a medida que practicaba. Él la invitó a una copa. Bailaron. Ella inclinó la cabeza hacia la de él, prometedoramente, su perfume como el regalo que una flor ofrecía al aire nocturno después de todo el día al sol. Se movió frente a él en la pista, un ajuste perfecto. Cuando volvieron a la mesa, las amigas de ella se habían marchado.
A Falk no se le pasó por la cabeza en ningún momento la posibilidad de que hubiese una cámara oculta detrás de un espejo, en la habitación del hotel luego, ni ninguna de las cinco noches siguientes que pasaron juntos. No se enteró de aquella pequeña trampa hasta que recibió las fotos un mes después, cuando ella ya le había convencido de su sinceridad con cartas enviadas vía parientes en Puerto Rico. Decía que le preocupaba que pudiese crearle problemas recibir cartas directamente de Cuba.
No escribía a Ned Morris, claro. Porque la tercera noche que pasaron juntos, él estaba tan entusiasmado que se lo contó todo y le confesó su verdadero nombre.
Elena también le confesó su doble juego por fin, aunque no lo hizo hasta meses después, en una carta manchada de lágrimas. Eso decía ella. Pero el daño ya estaba hecho. Falk había recibido las fotografías en una carta escrita a máquina, sellada en New Jersey (enviada por los compinches de Paco, supuso). Incluía órdenes categóricas de que visitara el taller de reparación de Gitmo la próxima vez que estuviese en la zona (después de destruir aquella carta, por supuesto). Si no obedecía, enviarían copias de las fotografías a su comandante, con una fotocopia del pasaporte de Ned Morris.
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