– Gracias por la foto -dijo Falcón.
– No la pierdas -dijo Ángel, que la metió en un sobre.
– Y esa foto que tienes con el Rey -dijo Falcón-. ¿Tienes alguna copia?
Los dos se echaron a reír.
– El Rey no necesita que le haga de relaciones públicas -dijo Ángel-. Tiene un talento innato.
– ¿Estás llegando a algo, José Luis? -preguntó Falcón.
– No me lo puedo creer, pero no hemos encontrado nada -dijo Ramírez-. Si Tateb Hassani se alojaba en casa de alguien que vivía en esta zona, no salía a tomar un café, ni a tomar una tapa, ni una cerveza, ni a comprar el pan, ni al supermercado ni a comprar un periódico: nada. Nadie lo ha visto, y tiene una cara que no se olvida.
– ¿Alguna noticia de Cristina y Emilio?
– Han estado en casi todas las casas grandes de la zona y no hay setos de boj. Todos tienen patios interiores en lugar de jardines. Está el Convento de San Leandro y la Casa Pilatos, pero eso no nos es de mucha ayuda.
– Quiero que vayáis a echarle un vistazo a otra casa -dijo Falcón-. No tengo la dirección, pero pertenece a un tal Lucrecio Arenas. Y he hablado con el CNI sobre las llamadas del imán. Ya han comprobado el número del electricista y no han averiguado nada.
– ¿Podemos echar un vistazo a esos números?
– Han pasado a ser documentos confidenciales -dijo Falcón, y colgó.
Falcón iba de camino a casa del guardia de seguridad del Museo Arqueológico, que había acabado su turno en el museo y se había ido a casa. Había un largo camino hasta su piso, en el noreste de la ciudad. Recibió una llamada de Pablo.
– Esto le va a gustar -dijo el hombre del CNI-. Nuestro experto en caligrafía dice que la letra en árabe es la misma que la de las notas que acompañaban a los planos arquitectónicos de las escuelas y la facultad. La letra en inglés de Tateb Hassani también coincide con las de los ejemplares anotados del Corán. ¿Qué significa eso, Javier?
– No estoy del todo seguro de que tenga una gran importancia -dijo Falcón-, pero puede decirles a sus hombres que dejen de buscarla clave para descifrar las notas de los ejemplares del Corán, porque no hay ninguna. Creo que los colocaron en la Peugeot Partner y en el piso de Miguel Botín sólo para confundirnos.
– ¿Y eso es todo lo que me puede decir de momento?
– Le veré luego en mi casa -dijo Falcón-. Espero que por entonces todo esté más claro.
El ascensor de la finca del guardia de seguridad no funcionaba, y vivía en un sexto piso. Falcón sudaba cuando apretó el timbre. El guardia mandó a su mujer y a sus hijos a los dormitorios y Falcón colocó las fotos encima de la mesa del comedor. El corazón le latía muy deprisa, con la esperanza de que el guardia identificara a Lucrecio Arenas.
– ¿Ve al anciano de esa foto?
Había dos hileras de hombres, unos treinta en total. El guardia de seguridad ya había hecho eso antes. Cogió dos trozos de papel y aisló cada cara del resto de la foto. Las miró durante un buen rato. Comenzó por la izquierda y fue una por una. Las estudió concienzudamente. Falcón no podía soportar la tensión y se acercó a la ventana. El guardia tardó unos minutos. Sabía que si el inspector jefe se había tomado la molestia de hacer un camino tan largo para ir hasta su casa debía de ser importante.
– Es él -dijo el guardia-. Estoy absolutamente seguro.
El corazón de Falcón parecía una locomotora cuando bajó la mirada. Pero el guardia no señalaba a Lucrecio Arenas en el centro de la foto. Su dedo daba golpecitos a la cara que estaba en el extremo derecho de la segunda hilera, y esa cara era la de Ángel Zarrías.
Sevilla. Jueves, 8 de junio de 2006, 20:15 horas
El sol se ponía en el tercer día posterior a la explosión. Mientras Falcón regresaba al centro de Sevilla, su mente alcanzó un grado estático y profundo de concentración totalmente dedicada a Ángel Zarrías.
En el piso del guardia de seguridad se había puesto furioso. Había sacado el retrato robot del bolsillo, lo había colocado encima de la mesa y le había preguntado al pobre tipo que le enseñara el parecido. Falcón se había visto obligado a admitir unas cuantas cosas: que la gente mayor es igual, o invisible, para los más jóvenes; que Ángel medía 1,65 y pesaba poco más de 75 kilos; que Ángel no tenía barba ni bigote y llevaba la raya del pelo a un lado, y, aunque el cabello le raleaba, utilizaba todo el que le quedaba para que diera la impresión de que no pensaba renunciar a él tan fácilmente. Sólo cuando el guardia de seguridad le comentó la semejanza de la línea de la mandíbula y de la nariz vio Falcón a Ángel en el retrato robot, igual que un adulto ve por fin el perfil de una cara en una nube cuando se la señala un niño ya frustrado.
Ramírez se encontró con él en el aparcamiento que había delante de la guardería.
– Hemos encontrado la casa de Lucrecio Arenas -dijo Ramírez-. Está en la plaza de las Mercedarias. He mandado a Cristina a echar un vistazo, pero estaba cerrada. Los vecinos dicen que en verano no están casi nunca, y que no hay jardín, sólo un patio interior. Tampoco han reconocido a Tateb Hassani.
Entraron en el aula, al fondo de la cual les esperaban el juez Del Rey y el comisario Elvira. El haber dormido sólo ocho horas en tres días estaba destrozando a Elvira. Se sentaron. Todos estaban rendidos. Incluso Del Rey, que debería estar fresco, parecía planchado, como si le hubiera pasado por encima una multitud descontenta.
– ¿Buenas o malas noticias? -preguntó Elvira.
– Una buena y otra mala -dijo Falcón-. La buena es que hemos identificado al hombre que habló con Ricardo Gamero en el Museo Arqueológico horas antes de que se suicidara.
– ¿Su nombre?
– Ángel Zarrías.
Silencio, como si todos hubieran visto a alguien encajar un feo golpe.
– Es la pareja de tu hermana, ¿no? -dijo Ramírez.
– ¿Cómo lo ha identificado? -preguntó Elvira.
Falcón le resumió la conversación de la Taberna Coloniales y cómo había conseguido que Ángel le diera la fotografía de los ejecutivos de Horizonte y el Banco Omni.
– Pero hay una mala noticia -dijo Falcón-. Y es que no estoy seguro de que esto nos haga avanzar en la cadena.
– ¿A qué se refiere?
– Lo que hemos averiguado, ¿nos ayudará a presionar a Zarrías para que nos revele algo más? -dijo Ramírez.
– Exacto -comentó Falcón-. Él fue la última persona que habló con Ricardo Gamero, ¿y qué? Conocía a Gamero de la iglesia y ya está. ¿Por qué Gamero acudió a Zarrías y no a su sacerdote? Su sacerdote había muerto. ¿De qué hablaron? Gamero estaba muy afectado. ¿Por qué? Quizá Zarrías dará la misma respuesta que me dio Marco Barreda. Quizá Zarrías le dijo a Barreda que me dijera a mí que Barreda era un gay que seguía en el armario. No sabemos lo suficiente para hacerlo cantar.
– No me creo que en ese momento concreto Ricardo Gamero acudiera a Ángel Zarrías para comentar sus problemas emocionales -dijo Del Rey.
– Podría enseñarle a Zarrías la foto de Tateb Hassani y ver cómo reacciona -dijo Elvira.
Ni Elvira ni Del Rey habían tenido noticias de Pablo, de modo que Falcón les informó de que la letra de Tateb Hassani era la que aparecía en los documentos encontrados en la caja ignífuga de la mezquita y en las notas encontradas en los ejemplares del Corán.
– En primer lugar, ¿por qué pidió que comprobaran si la letra era la misma? -preguntó Elvira.
– Se remonta a una pregunta que les hice a mis agentes cuando descubrieron el cadáver en el vertedero: ¿Por qué matar a un hombre y tomar medidas tan drásticas para destruir su identidad? Sólo lo harías porque la identificación de la víctima podría llevar a los investigadores hasta gente que la víctima conocía, o porque si se llegaba a conocer cuál era su especialidad se pondría en peligro una futura operación. La identidad de Tateb Hassani revelaba algunas cosas. Que fuera profesor ele Estudios Árabes significaba que sabía escribir árabe y que conocía el Corán en profundidad. También había dado clases de matemáticas en Granada durante los meses de verano, por lo que hablaba y escribía español. Su perfil no era el de un militante islámico: era apóstata, un ligón y bebía alcohol. Cuando perdió su trabajo en la Universidad de Columbia, que le costó su apartamento neoyorquino, necesitó dinero de manera tan desesperada que dio clases particulares de matemáticas en Columbus, Ohio, que es la sede de I4IT, la propietaria de Horizonte, que a su vez es dueña de Informaticalidad. Por fin, también me parecía sospechoso que hubieran descubierto las llaves que habían abierto la cuja ignífuga de la mezquita en el cajón de la cocina y no en el escritorio del imán, con las demás. Aquello me olía a que las había colocado allí alguien que tenía acceso al apartamento del imán, pero no a su estudio cuando él no estaba.
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