– ¿Todos los días?
– Los fines de semana voy cinco veces al día.
– ¿Sólo reza, o está un rato allí?
– Los fines de semana tomamos un té y me siento a charlar.
El hombre estaba tranquilo. Se reclinó con las manos entrelazadas sobre el vientre. Sus largas pestañas parpadearon lentamente, sin recelo alguno.
– ¿Cuánto hace que vive en Sevilla?
– Casi dieciséis años -dijo-. Vine en 1990 para trabajar en la Expo y me quedé.
– ¿Le gusta vivir en este barrio?
– Preferiría vivir en el casco antiguo -dijo-. Allí me siento más como en casa.
– ¿Cómo es la gente aquí?
– ¿Se refiere a los españoles? -dijo Harrouch-. La mayoría son buena gente. A algunos no les gusta que aquí vivan tantos marroquíes.
– No tiene por qué ser diplomático -dijo Ramírez-. Díganos la verdad.
– Después de los atentados de Madrid, mucha gente nos mira con suspicacia -dijo Harrouch-. Aunque les digan que no todos los africanos del norte son terroristas, somos muchos y sospechan. El imán ha hecho lo que ha podido para explicar a la gente de aquí que el terrorismo es un problema de una minoría extremista, y que él tampoco está de acuerdo con una interpretación radical del Islam y no lo aprueba en su mezquita. No ha servido de nada. Siguen mostrándose suspicaces. Les digo que incluso en Marruecos es muy difícil encontrar a alguien que apruebe lo que hacen esos fanáticos, pero no se lo creen. Por supuesto, si vas a un café de Tánger oirás despotricar a gente en contra de lo que hacen los estadounidenses y los israelíes. Verás manifestaciones en las calles a favor de los palestinos. Pero sólo son palabras y manifestaciones. Eso no significa que nos peguemos una bomba al pecho y salgamos a matar. En los atentados suicidas de Casablanca de mayo de 2003 murieron marroquíes, y también murieron musulmanes en los atentados de Madrid de 2004 y de Londres de 2005, pero la gente no se acuerda de eso.
– Esa es la naturaleza del terror, señor Harrouch -dijo Falcón-. El terrorista quiere que la gente sepa que eso puede ocurrir en cualquier lugar, en cualquier momento, a cualquiera: cristiano, musulmán, hindú o budista. Y al parecer es lo que está pasando ahora en Sevilla. La gente ya no se siente a salvo en su casa. Lo que queremos averiguar lo antes posible es: quién quiere aterrorizarnos, o, si eso es difícil, por qué quieren aterrorizarnos.
– Pero claro, todo el mundo supondrá que hemos sido nosotros -dijo Harrouch, señalándose el pecho con los dos índices-. Esta mañana, cuando salí del trabajo, me insultó gente por la calle. Gente que cuando oye que ha explotado una bomba enseguida sabe a quién echarle la culpa.
– El 11 de marzo el gobierno pensó automáticamente que había sido ETA -dijo Ramírez.
– Sabemos que hay grupos antimusulmanes -dijo Falcón.
– Todos hemos oído hablar de VOMIT, por ejemplo -dijo Harrouch. Al ver la cara de sorpresa de los policías, añadió-: Pasamos mucho tiempo en internet. Así es como nos comunicamos con nuestras familias de Marruecos.
– Nosotros no nos hemos enterado de su existencia hasta esta mañana -dijo Falcón.
– Pero no se dirige contra ustedes, ¿verdad? -dijo Harrouch-. Es una página pensada para demostrar que el Islam es una religión de odio, cosa que no es cierta. Consideramos VOMIT como otro invento de Occidente para humillarnos.
– Pero no es Occidente quien ha creado esta página web -comentó Ramírez-. Es otra minoría fanática dentro de Occidente.
– El hecho, señor Harrouch -dijo Falcón, yendo al grano-, es que tardaremos un poco en llegar al sótano de la mezquita. Pasarán días antes de que tengamos información de la policía científica acerca del lugar donde fue colocada la bomba. Por el momento tendremos que basarnos en los relatos de los testigos. Quién fue visto entrando y saliendo del edificio en las últimas setenta y dos horas. Hasta ahora se ha informado de la presencia de dos vehículos: una Peugeot Partner con dos marroquíes, a la que se vio descargando cajas de cartón…
– De azúcar -dijo Harrouch, de repente animado-. Yo estaba en la mezquita cuando lo trajeron. Era azúcar. Lo decía claramente en los laterales de las cajas. Y también había bolsas de menta. Era para el té.
– ¿Conocía a esos hombres? -preguntó Ramírez-. ¿Los había visto antes?
– No, no los conocía -dijo Harrouch-. Nunca los había visto.
– Entonces, ¿quién los conocía? ¿Con quién se habían puesto en contacto?
– Con el imán Abdelkrim Benaboura.
– ¿Qué hicieron con el azúcar y la menta?
– Los metieron en la despensa que había al fondo de la mezquita.
– Esos hombres, ¿dijeron quiénes eran?
– No.
– ¿Sabe de dónde venían? -preguntó Falcón.
– Alguien dijo que de Madrid.
– ¿Cuánto tiempo se quedaron en la mezquita hablando con el imán?
– Cuando yo me fui a las siete seguían allí.
– ¿Es posible que se quedaran a pasar la noche?
– Puede. A veces se ha quedado gente a dormir en la mezquita.
– ¿Se acuerda de cuándo llegaron? -preguntó Ramírez.
– Unos diez minutos después de que yo llegara, a eso de las seis menos cuarto.
– ¿Puede decirnos exactamente qué hicieron?
– Cuando entraron cada uno llevaba una caja con una bolsa de menta encima. Preguntaron por el imán. Él salió de su despacho y los acompañó a la despensa. Dejaron las cajas, salieron, y entraron con otras dos cajas.
– ¿Y luego?
– Se fueron.
– ¿Con las manos vacías?
– Eso creo -dijo Harrouch-. Pero regresaron a los pocos minutos. Creo que fueron a aparcar el vehículo. Al regresar entraron en el despacho del imán y cuando yo me fui aún no habían salido.
– ¿Oyó algo de la conversación?
Harrouch negó con la cabeza. Falcón percibió la náusea del hombre ante las interminables preguntas acerca de detalles aparentemente nimios. Harrouch intuía que estaba comprometiendo a esos dos hombres, quienes, a su parecer, tan sólo habían entregado azúcar y menta. Falcón le dijo que no se preocupara por las preguntas, que sólo se las hacía para ver si sus respuestas coincidían con las de los otros testigos.
– ¿Oyó mencionar si esa mañana llegaron otros desconocidos? -preguntó Ramírez.
– ¿Desconocidos?
– Trabajadores, repartidores.
– En cierto momento se presentaron unos electricistas. El sábado por la noche hubo un problema con la instalación eléctrica. Todo el domingo estuvimos a oscuras, sólo con velas, y cuando ayer por la tarde volví del trabajo las luces volvían a estar encendidas. No sé qué pasó ni qué hicieron. Tendrá que preguntarle a alguien que estuviera por la mañana.
Ramírez le pidió algunos nombres y los cotejó con la lista que Esperanza le había dado a Elvira. Los primeros tres nombres que Harrouch le dio estaban en la lista, y por tanto probablemente habían muerto en la mezquita. El cuarto vivía en un piso no lejos de allí.
– ¿Conoce bien al imán?
– Lleva casi dos años con nosotros -dijo Harrouch-. Lee mucho. He oído decir que su piso está lleno de libros. Pero sigue dedicándonos todo el tiempo que puede. Le he dicho que no era un radical. Nunca ha dicho nada que pudiera considerarse extremista, e incluso dejó clara su postura sobre los atentados suicidas: que en su opinión el Corán no los permitía. Y recuerde que en la mezquita había españoles conversos, quienes no tolerarían nada extremo…
– Si él hubiera predicado un islamismo radical a los jóvenes -dijo Ramírez-, ¿cree que usted se habría enterado?
– En un barrio como este eso no se podría mantener en secreto.
– Aparte de esos dos hombres que entregaron el azúcar y la menta, ¿alguna vez vio al imán con otros desconocidos? Me refiero a gente de fuera de la ciudad, o extranjeros.
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