Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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– Tú eres la puta -dijo Inés, señalando con uno de sus dedos blancos y finos en dirección a la lustrosa piel mulata de Marisa-. Tú eres la que se folla a mi marido.

La sorpresa que apareció en la cara de Marisa azuzó a Inés, que erróneamente la interpretó como consternación.

– ¿Cuánto te paga? -preguntó Inés-. No parece que sea mucho más de quince euros la noche, y eso es una vergüenza. No llega ni al salario mínimo. ¿O también añade la peluca cobriza y un buen puro para tenerte contenta cuando no está contigo?

Marisa se recuperó al instante de la revelación de que esa era la pálida, patética y fibrosa mujercilla que Esteban no soportaba. También había visto la mueca de dolor cuando Inés se puso en pie, y supuso que aquel maquillaje de payaso ocultaba algún golpe. Había visto mujeres maltratadas en la pobreza de La Habana y distinguía la vulnerabilidad a cien metros, y ella poseía el descaro de revelársela a quien la poseía y al resto del mundo.

– Sólo quiero que recuerdes, Inés -dijo-, que cuando te pega es porque ha follado conmigo de puta madre toda la noche, y no soporta ver tu carita decepcionada por la mañana.

Al oír su nombre en boca de aquella mulata, Inés contuvo el aliento con un fuerte chasquido. Entonces las palabras se le hicieron pedazos con la ferocidad de un cristal roto. La arrogancia de su propia cólera desapareció. Sintió la vergüenza de que la desnudaran en público y todos se fijaran en ella.

Marisa vio con cierta satisfacción cómo Inés se quedaba sin fuerzas para combatir y cómo se le hundían los hombros. No sentía piedad; había sufrido cosas mucho peores cuando vivía en Estados Unidos. De hecho, aquella manita pálida con que Inés se sujetaba el costado, ya incapaz de disimular el dolor, sólo hizo que Marisa pensara en otras posibilidades. El destino las había juntado, y ahora una de ellas podía determinar el destino de la otra.

11

Sevilla. Martes, 6 de junio de 2006, 14:15 horas

Un grupo de trabajadores se había congregado en torno a la sección del edificio en el que Fernando había identificado la posición de su mujer por el sonido de su móvil. Fernando estaba en cuclillas, las manos entrelazadas en lo alto de la cabeza, tratando de ejercer una mayor fuerza gravitacional como si existiera la posibilidad de que algo aún más trágico pudiera llevárselo como el globo lleno de helio que un niño ha perdido.

La grúa se cernió sobre la escena con su cable de acero grueso como una muñeca, tenso y chirriante. En las escaleras había trabajadores que utilizaban motosierras manuales que podían atravesar el cemento y el acero con un ruido que taladraba a Falcón. Habían insertado puntales hidráulicos y unas gruesas tablas de andamiaje para impedir que los suelos se desmoronaran mientras practicaban un túnel. El agujero escupía trozos de cemento en medio de nubes de polvo, y los dientes de las sierras hacían saltar chispas al hundirse en el acero. Los trabajadores, con gafas de soldador, grises como fantasmas, se adentraban más, hasta que el insoportable sonido se detuvo y llamaron pidiendo más puntales y planchas.

El sol picaba. El sudor dejaba un rastro oscuro sobre el polvo gris de la cara de los trabajadores. Una vez hubieron insertado los puntales y las planchas, las sierras volvieron a sonar, y todos los seres humanos fueron de nuevo conscientes de la brutalidad de sus dientes metálicos. Los trabajadores habían bajado de las escaleras, se apoyaban sobre sus rodilleras acolchadas, y miraban el enmarañado esqueleto del edificio, abrazado por garras de acero que sobresalían del cemento hecho pedazos.

Falcón sabía que debía alejarse, que ver las confusas entrañas del edificio no era una buena preparación para la tarea que le esperaba, pero se sentía atrapado en aquel drama y alimentaba una profunda cólera. La llamada de Ramírez lo sacó de su ensimismamiento.

– Nos están llegando informes de una furgoneta de transporte azul que ayer por la mañana estaba aparcada delante del edificio -dijo Ramírez-. No parece estar claro cuánta gente iba dentro. Algunos dicen que dos, otros que tres y algunos que cuatro. Traían cajas de herramientas, una caja de plástico de material eléctrico y tubos de aislamiento, que llevaban enrollados en el hombro. Nadie recuerda que la furgoneta llevara el nombre de ninguna empresa.

– ¿Entraron todos en la mezquita?

– Ahí tampoco se ponen de acuerdo -dijo Ramírez-. De las personas con las que hemos hablado, casi nadie vive en el edificio, eran sólo transeúntes. Algunos ni sabían que había una mezquita en el sótano. Todo esto no son más que instantáneas de lo ocurrido. Tengo a Pérez trabajando en la lista de residentes. Está en el hospital. Serrano y Baena trabajan en los bloques de los alrededores y con la gente de la calle. ¿Dónde está Cristina?

– Debería estar interrogando a la gente de los bloques de la calle Los Romeros -dijo Falcón-. Necesitamos encontrar a alguien que estuviera dentro de la mezquita en las últimas cuarenta y ocho horas para que corrobore lo que dicen los que estaban fuera. ¿Qué me dices de esa mujer, Esperanza, la que le dio la lista al comisario? ¿No dejó un número de teléfono? Llámala y que te dé nombres y direcciones. Esas mujeres deben saberlo.

– ¿Todavía no ha ido nadie de la comunidad marroquí a hablar con el comisario?

– Había alguien con el alcalde -dijo Falcón-. Ya sabes lo que pasa. Han de contener a los medios de comunicación antes de que la comunidad marroquí nos pueda ayudar.

– ¿Te acuerdas de esa mezquita que querían construir en Los Bermejales? -dijo Ramírez-. Un lugar enorme, con capacidad para setecientos fieles. Hubo un grupo de protesta organizado por la gente del lugar. Se llamaba Los Vecinos de Los Bermejales.

– Tienes razón. Incluso tenían una página web, www.mezquitano- gracias.com. Se les acusó de xenofobia, racismo y actividades antimusulmanas, sobre todo después del 11-M.

– A lo mejor deberíamos echar un vistazo a los protagonistas de esa disputa -dijo Ramírez-. ¿O es algo demasiado obvio?

– Sigue trabajando en lo que pasó dentro y fuera del edificio en las últimas cuarenta y ocho horas -dijo Falcón-. En última instancia hay dos posibilidades: los terroristas llevaron los explosivos, que estallaron de manera accidental, o un grupo musulmán ha colocado una bomba y la ha hecho estallar. Cualquiera de las dos hipótesis está llena de complicaciones, pero estos son los conceptos básicos. Trabajemos con la información que obtengamos y no dejemos que las posibilidades que se abren nos distraigan.

Falcón colgó. Las sierras habían parado. Los trabajadores sacaban los escombros a paladas. Pidieron más pilares, planchas y luces. Los hombres subieron las escaleras con el equipo. Se pasaron los pilares. Entraron linternas en el agujero. Una sierra solitaria seguía cortando el metal y se detuvo. Una barra de metal salió despedida, seguida de más escombros. Cuatro paramédicos estaban apoyados en su ambulancia, a la espera de que los llamaran.

Los equipos de rescate llevaron dos camillas al pie de las escaleras. Fernando estaba concentrado en su respiración, obedeciendo órdenes de un miembro del equipo de traumas. Llamaron a un médico. Un forense subió la escalera con su bolsa y entró reptando en el túnel. Reinó el silencio, sólo roto por el rumor de los aislados generadores diesel. Las excavadoras habían dejado de trabajar. Los conductores sacaban la cabeza de sus cabinas. Había una necesidad colectiva de arrancar algo de esperanza a ese día calamitoso.

Otro grito, esta vez pidiendo una camilla. El médico retrocedió a cuatro patas y bajó las escaleras, mientras dos miembros del servicio de rescate subían por la otra escalera arrastrando la camilla. Fernando abandonó su posición en cuclillas y a los pocos segundos estaba encima del médico, sujetándolo por las mangas de la camisa. El médico agarró a Fernando por los hombros y le habló directamente a la cara. La tensión de su extraño abrazo los hizo parecer dos yudokas en pleno combate. Las manos de Fernando cayeron inertes. El doctor lo rodeó con el brazo e hizo seña al psicólogo del equipo de traumas. Fernando le puso lacara en el hombro como un niño extraviado. El doctor habló con el psicólogo por encima del hombro de Fernando.

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