Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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El doctor se acercó a los paramédicos, que le pusieron en contacto por radio con el hospital. El médico habló con urgencias. Los paramédicos llevaron la ambulancia marcha atrás hacia las escaleras, abrieron la doble puerta, prepararon la camilla con ruedas provista de inmovilizador de cabeza, cuello y columna vertebral, conectaron el oxígeno, cargaron el desfibrilador.

Los trabajadores, que habían entrado en el agujero después de que el médico saliera, ahora llamaban al equipo de rescate. El forense se acercó a Falcón justo en el momento en que Calderón aparecía por la fachada delantera del edificio.

– ¿Tenemos un superviviente? -preguntó Calderón.

– La mujer está muerta -dijo el médico-, pero la niña resiste. Respira y tiene el pulso muy débil. Al parecer la madre intentó proteger a la niña con su cuerpo al caer, a juzgar por los escombros que tienen encima. El problema es cómo sacar a la niña. Los equipos de rescate se han topado con la espalda de la madre, de modo que hay que levantar a la niña y pasarla por encima del cadáver de la madre, y no hay sitio. Si la niña tiene una lesión de columna, el movimiento podría causarle una parálisis permanente, pero si se queda mucho rato morirá.

Los trabajadores salieron en medio de un estruendo por la boca del túnel y levantaron el pulgar. Los miembros del equipo de rescate sacaron la camilla de acero, la montaron sobre los largueros de la escalera y la bajaron hasta los paramédicos, que levantaron a la niña a la de tres y la colocaron en el inmovilizador. Llegaron corriendo dos equipos de televisión, perseguidos por la policía. El forense le hizo un informe completo a Calderón. Los martillos neumáticos, las sierras y las excavadoras comenzaron otra vez, como impulsadas por esa leve esperanza. Falcón entró en la cabina de la ambulancia. Subieron la camilla al interior, seguidos por Fernando. Uno de los trabajadores apartó a un cámara con malos modos.

La puerta se cerró delante del micrófono de una mujer. El conductor se subió de un salto a la cabina y puso en marcha la sirena. Condujo despacio sobre el terreno irregular hasta que llegó al asfalto. Los fotógrafos rodearon los lados y la parte de atrás de la ambulancia, levantando las cámaras hacia las ventanillas y disparando sus flashes.

Los fogonazos, la sirena histérica y los periodistas esprintando dejaron a los peatones boquiabiertos.

Las noticias de que había un superviviente viajaron más deprisa que la ambulancia, y a la entrada del hospital había una muchedumbre de periodistas que se peleaban con una docena de policías y celadores. La rampa de la ambulancia estaba despejada, sacaron a la niña y entraron por las puertas batientes antes de que la prensa pudiera acercarse. Fernando entró tras ella. Los medios de comunicación rodearon a Falcón, al que habían visto en la cabina de la ambulancia, y este calmó la histeria de los confidentes explicándoles que habían sacado a la niña de los escombros del edificio mostrando signos de vida. Una vez la hubieran examinado, un médico haría una declaración completa. Falcón levantó la mano y rechazó el aluvión de preguntas que siguieron.

Diez minutos más tarde se había subido a su coche, que tenía aparcado en el Instituto Forense, y se abría paso a través de un grupo de periodistas aún desesperados porque les dijera algo más. Cruzó el río y se adentró en los antiguos terrenos de la Expo. Encontró Informaticalidad en una oficina que estaba delante de un gran almacén, en la calle Albert Einstein. Le enseñó la identificación a la mujer que estaba en recepción y le dijo que quería hablar inmediatamente con Pedro Plata, era algo relacionado con una investigación de asesinato. Le lanzó su mirada más dura de policía y la chica llamó al señor Plata. Este estaba en una reunión de la junta directiva, pero llegaría en pocos minutos. La recepcionista lo hizo entrar por la puerta de seguridad hasta una oficina acristalada. La única persona visible era la recepcionista. En el edificio no había movimiento, como si no hubiera mucha actividad, quizá ninguna.

Pedro Plata llegó con la recepcionista, que les puso delante dos tazas de café y se marchó. Él sólo había sido responsable de la compra de la vivienda, así que nada podía decirle de cómo se había utilizado.

– ¿Hay algún motivo por el que lo comprara en lugar de alquilarlo?

– Sólo si me asegura que nos les va a ir con el cuento a los de Hacienda o lo utilizarán de alguna manera en contra de la empresa.

– Mi trabajo es encontrar asesinos.

– Queríamos deshacernos de dinero negro.

– ¿Y su uso no se discutió en la junta directiva?

– No en ninguna a la que yo asistiera -comentó Plata-. Fue idea de Diego Torres, el director de Recursos Humanos. Mejor que hable con él.

El tiempo pasó lentamente. El frío del aire acondicionado y estar en una habitación acristalada a la vista de todo el mundo hicieron que Falcón se sintiera como un animal polar en el zoo. Llegó Diego Torres, y antes incluso de que se sentara, Falcón le preguntó para qué habían utilizado el apartamento.

– Intentamos animar a los empleados a que piensen de manera creativa, no sólo acerca de nuestra empresa, sino acerca de las empresas en general -dijo Torres-. ¿De dónde vendrán las próximas oportunidades? ¿Hay algún negocio secundario que podamos unir a nuestra empresa principal? ¿Hay alguna otra empresa que pueda mejorar la nuestra, o ayudarla a crecer? ¿Existe algún programa completamente distinto en el que valga la pena invertir? Cosas así.

– ¿Y cree que puede conseguirlo invirtiendo en un pequeño apartamento de un bloque anónimo de un barrio pobre de Sevilla?

– Esa fue una decisión consciente -dijo Torres-. Nuestros empleados se quejaban de que nunca tenían tiempo de pensar de forma creativa, de que siempre tenían algo que hacer. Venían y nos pedían «tiempo para la creatividad». Es algo que hacen muchas empresas, y suele consistir en mandar a sus empleados a un caro club de campo, donde asisten a reuniones y seminarios, escuchan a gurús que les sueltan un rollo que es puro sentido común y les cobran una fortuna, y de paso juegan al tenis, nadan y se están hasta las cinco de la mañana de juerga.

– Su solución debió de decepcionarlos -dijo Falcón-. ¿Cuántos empleados perdió?

– Ninguno a causa de ese proyecto, pero siempre hay mucho movimiento en los equipos de venta. El trabajo es duro y los objetivos exigentes. Pagamos bien, pero exigimos resultados. Muchos jóvenes creen que pueden soportar la presión, pero se queman o pierden empuje. Es un negocio para jóvenes. No hay vendedores de más de treinta años.

– ¿Me está diciendo que no perdió a nadie cuando les enseñó ese piso de El Cerezo?

– No somos estúpidos, inspector -dijo Torres-. También les pusimos una zanahoria. La idea era que se tomaran en serio esas reuniones creativas. Los colocamos en un lugar que estuviera fuera de su ambiente normal, sin distracciones, ni siquiera un café decente al que ir, para que se concentraran en su tarea. Acudían por parejas y se iban cambiando. Se les decía que era un proyecto con un límite de tiempo, tres meses como máximo, y que no tendrían que pasar más de cuatro horas al día en el piso. También se les decía que participarían en cualquier proyecto que presentaran a la junta directiva y fuera aceptado.

– ¿Cuál era la zanahoria?

– No éramos tan duros con ellos -dijo Torres-. En compensación les dábamos unas pequeñas vacaciones pagadas en un hotel en la playa, con golf y tenis, durante la Feria… Y también les dejábamos llevar a sus novias.

– ¿Y a sus novios?

Torres parpadeó, como si ese comentario hubiera provocado un cortocircuito en su cerebro. Falcón se dijo que quizá Torres estaba infiriendo algo «inapropiado» de ese comentario, hasta que recordó que en el apartamento sólo se habían visto hombres.

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