Robert Wilson - Los asesinos ocultos

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Una terrible explosión en un edificio de Sevilla ha causado la muerte de varios ciudadanos. Cuando se descubre que los bajos de la edificación alojaban una mezquita, los temores que apuntan a un atentado terrorista se imponen. El miedo se apodera de la ciudad: bares y restaurantes se vacían, se multiplican las falsas alarmas y las evacuaciones.
Sometido a la presión tanto de los medios En Escocia en pleno siglo XIV, el clan de los Fitzhugh asesina a toda la familia de Morganna Kil Creggar, la protagonista de esta novela pasional, humorística y llena de fuerza. Alta, delgada y atractiva, Morganna jura venganza por este acto al clan enemigo y, para llevar a cabo su cometido, se viste de chico y se hace llamar Morgan. Ello le brinda la oportunidad de trabajar como escudero para Zander Fitzhugh, un miembro del clan y caballero empeñado en unificar su tierra y liberarla del dominio inglés, como del sector político, el inspector Javier Falcón descubre que el terrible suceso no es lo que parece. Y cuando todo apunta a que se trata de una conspiración, Falcón descubre algo que le obligará a dedicarse en cuerpo y alma a evitar que se produzca una catástrofe aún mayor más allá de las fronteras españolas.

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Cristina Ferrera recuperó a la conciencia con la absoluta certeza de que algo había ocurrido y se quedó sentada en la cama, balanceándose suavemente, como si unos tipos con cuerdas la tuvieran amarrada en medio del viento. Sólo se despertaba de ese modo si su instinto maternal recibía una llamada de alarma de alto voltaje neural. A pesar de la profundidad del sueño que acababa de abandonar, su lucidez fue instantánea; sabía que sus hijos no estaban en el apartamento ni en peligro, pero que algo muy malo ocurría.

La luz procedente de la calle reveló que en su habitación no había nadie. Se levantó e inspeccionó la sala. Su bolso ya no estaba en el centro de la mesa. Se había desplazado a un rincón. Con la punta del pie abrió la puerta del dormitorio que le había preparado a Fernando. La cama estaba vacía. En el almohadón estaba la marca de su cabeza, pero no había apartado las sábanas. Miró su reloj. Iban a ser la 4:30. ¿Por qué había ido a su casa a dormir sólo unas horas?

Encendió la luz del techo sobre la mesa del comedor y abrió el bolso. Su libreta estaba sobre la cartera. La colocó sobre la mesa. No faltaba nada, ni siquiera los quince euros que llevaba. Se sentó al tiempo que evocaba la conversación con Fernando: había intentado sonsacarle noticias de la investigación. Sus ojos pasaron del bolso a la libreta. Sus notas eran personales, y siempre las dividía en dos columnas: una para los datos, y la otra para sus reflexiones y observaciones. Estas últimas no siempre se ceñían a los datos, y a veces bordeaban lo creativo. Abrió la libreta. Una de las observaciones de la primera página le llamó enseguida la atención. Estaba al lado de los nombres de las personas que Mario Gómez había visto subir en compañía de Tateb Hassani a su «última cena». En la columna de observaciones había garabateado la única conclusión a la que apuntaban todas las indagaciones que había hecho: Fuerza Andalucía había colocado las bombas. Ningún signo de interrogación. Una audaz afirmación basada en los datos que había reunido.

De repente notó muy fría la habitación, como si hubieran subido el aire acondicionado. Tragó saliva. Le subía la adrenalina. Fue a su dormitorio: la parte posterior de los muslos le temblaba bajo la enorme camiseta que llevaba. Encendió la luz y abrió el cajón del tocador en el que guardaba una maraña de bragas y sujetadores. Su mano rebuscó en el cajón, volvió a rebuscar. Lo sacó y le dio la vuelta. Sacó el otro cajón e hizo lo mismo. Pensó que se iba a desmayar de tantas sustancias químicas que su cuerpo estaba inyectando en su organismo. Su pistola había desaparecido.

No podía afrontar sola aquella situación. Tendría que llamar al inspector jefe. Apretó el botón con el número de Falcón, escuchó la interminable señal de llamada y procuró respirar. Falcón contestó a la octava señal. Había dormido una hora y media. Ferrera se lo contó todo en tres segundos. Fue al grano como un extensísimo fichero sometido a un software de compresión.

– Vas a tener que repetírmelo, Cristina -dijo Falcón-, y un poco más despacio. Respira. Cierra los ojos. Habla.

Le salió todo en treinta segundos.

– Sólo hay una persona de Fuerza Andalucía que Fernando conozca y actualmente no esté bajo arresto, y es Jesús Alarcón -dijo Falcón-. Te recogeré en diez minutos.

– Pero va a matarlo, inspector jefe -dijo Ferrera-. Va a matarlo con mi pistola. ¿No deberíamos…?

– Si mandamos un coche patrulla se asustará y entonces seguro que lo mata -dijo Falcón-. Yo creo que antes Fernando querrá decirle algo. Querrá castigarlo antes de matarlo.

– Con una pistola no tendrá que esforzarse mucho.

– La idea es fácil, la realidad no tanto -dijo Falcón-. Esperemos que te despertaras cuando salió de tu apartamento. Si va a pie no puede llevarnos mucha delantera.

Fernando estaba en cuclillas junto a unos contenedores al borde del Parque María Luisa. A la luz del alumbrado sólo se le veían las manos. Desde la oscuridad contempló el metal azulado del pequeño revólver del 38. Le dio la vuelta, sorprendido por su peso. Hasta entonces sólo había sopesado pistolas de juguete, hechas de aluminio. Los de verdad pesaban como una herramienta mucho más grande, condensada en pura eficiencia y fácil transporte.

Sacó las balas del tambor del revólver y se las metió en el bolsillo. Volvió a colocar el tambor en su sitio. Era hábil con las manos. Jugueteó con el arma, acostumbrándose a su peso y a sus mecanismos sencillos y letales. Cuando se sintió seguro, volvió a meter las balas en el tambor. Estaba preparado. Se puso en pie e hizo lo que hace la gente en las películas. Se lo metió en la cintura, tras la zona lumbar, y por encima colocó el polo de Fuerza Andalucía que le había regalado Jesús Alarcón.

La ancha avenida que separaba el parque de la zona residencial de El Porvenir estaba vacía. Sabía dónde vivía Jesús Alarcón porque le había ofrecido alojarlo todo el tiempo que quisiera. No había aceptado porque la diferencia de clase lo incomodaba.

Se quedó parado delante de la enorme verja corredera de metal de la casa. Un Mercedes plateado estaba aparcado delante del garaje. Si Fernando hubiera sabido que valía el doble que su piso destruido su furia se hubiera avivado aun más. De hecho, la ira que crecía en su interior era ya difícil de contener. Su caja torácica crujía a causa de la infinita indignación que sentía ante lo que Jesús Alarcón había hecho. No sólo el atentado, sino el propósito que le había guiado a la hora de hacerse amigo de Fernando, cuya familia había sido destruida bajo su responsabilidad directa. Aquello era traición y mala fe a una escala a la que sólo un político podía ser inmune. Jesús Alarcón, con su preocupación auténtica y su genuina simpatía, había estado jugando con él como si fuera una marioneta.

No había tráfico. La calle de El Porvenir estaba vacía. En esas casas nadie se despertaba antes del alba. Fernando llamó a Alarcón por el móvil. El teléfono sonó un rato y saltó el buzón de voz. Llamó al fijo y miró en dirección a la ventana que supuso correspondería al dormitorio principal. Jesús y Mónica en una cama descomunal, debajo de una ropa de cama de primera calidad, enfundados en pijamas de seda. Un tenue resplandor apareció tras las cortinas. Alarcón respondió adormilado.

– Jesús, soy yo, Fernando. Siento llamarte tan temprano. Estoy aquí. Fuera. Llevo levantado toda la noche. Me fui del hospital. Necesito hablar contigo. ¿Puedes bajar? Estoy… estoy desesperado.

Era cierto. Estaba desesperado. Desesperado por vengarse. Era un sentimiento terrible de cuya monstruosidad sólo había oído hablar. No estaba preparado para la manera en que se alojaba en cada resquicio del cuerpo. Sus órganos chillaban pidiendo venganza. Sus huesos aullaban al sentirla. Le chirriaban las articulaciones. La sangre le hervía. Era tan intolerable que tenía que quitársela de encima. Quería zancos que le permitieran escalar la tapia, irrumpir rompiendo el cristal, llegar a la cama de Alarcón y sacar de ella a su bella esposa y tirarla al suelo, romperle los huesos, destrozarle los sesos, clavarle los zancos en el corazón a ver qué le parecía eso a Jesús Alarcón. Sí, quería ser desmesurado, meter el brazo en la casa de Jesús Alarcón como si fuera una casa de muñecas. Vio su mano hurgando en los dormitorios, cogiendo a los hijos de Alarcón, que huirían chillando de su manaza. Quería que Alarcón los viera aplastados y cubiertos por una sabanita delante de su casa.

– Ya bajo -dijo Alarcón-. No pasa nada, Fernando.

De haber estado al corriente del ansia que se ocultaba tras aquellos ojos que miraban con fijeza tras los barrotes de la verja, Jesús Alarcón se habría quedado en la cama, llamado a la policía y suplicado que le mandaran fuerzas especiales.

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