Se encendió una luz sobre la puerta de la entrada de la casa. Se abrió la puerta. Alarcón salió con un batín de seda y apuntó con el mando a distancia a la verja. Fernando entrecerró los ojos, como si le hubieran disparado. La puerta se desplazó sobre sus raíles. Fernando se coló por el hueco y se encaminó a paso vivo hacia la casa. Alarcón ya se había vuelto hacia la puerta y tenía un brazo extendido, como si esperara que fuera de la medida de los hombros de Fernando, para darle la bienvenida.
Las polillas revoloteaban en torno a la luz del porche, enloquecidas por la perspectiva de una mayor oscuridad, que nunca se materializó. Alarcón aún estaba demasiado adormilado para darse cuenta de qué intención guiaba a su visitante. Le asombró notar que lo agarraban del cuello del batín, por detrás, y que la puerta de la casa se alejaba de él mientras Fernando, con toda la fuerza de un obrero de la construcción, le hacía dar media vuelta. Alarcón perdió pie y quedó de rodillas. Fernando tiró de él y le atrapó la cabeza entre los muslos. Se sacó el revólver de la espalda. Alarcón extendió los brazos, intentando agarrar los pantalones y el polo de Fernando. Fernando le enseñó la pistola, le metió el cañón en un ojo hasta que Alarcón jadeó de dolor.
– ¿Ves esto? -dijo Fernando-. ¿Ves esto, cabrón?
Alarcón estaba paralizado de miedo. De tenso que tenía el cuello sólo pudo emitir un gruñido. Fernando metió el revólver entre los labios de Alarcón, sintió cómo el cañón le golpeaba los dientes y le aplastaba la lengua.
– Siéntelo. Pruébalo. Ahora ya sabes lo que es.
Le sacó el revólver de la boca, acompañado de un trozo de diente. Lo hundió en la nuca de Alarcón.
– ¿Estás preparado? Di tus oraciones, Jesús, porque vas a encontrarte con el otro Jesús.
Fernando apretó el gatillo, el revólver incrustado en la temblorosa nuca de Alarcón. Hubo un chasquido seco. Alarcón soltó un grito ahogado y de su pijama comenzó a subir un fuerte hedor cuando vació los intestinos.
– Eso ha sido por Gloria -dijo Fernando-. Ahora ya conoces su miedo.
Fernando llevó el revólver a la sien de Alarcón, se lo atornilló en lo alto de la patilla hasta que Alarcón puso una mueca de dolor. Otro chasquido seco y un sollozo de parte de Alarcón.
– Eso ha sido por mi pequeño Pedro -dijo Fernando, tosiendo de la emoción que se le agolpaba en la garganta-. Él no conocía el miedo. Era demasiado pequeño. Demasiado inocente. Y ahora mira el revólver, Jesús. Ves el tambor. Dos recámaras vacías y cuatro llenas. Ahora subiremos arriba y verás cómo les disparo a tu mujer y a tus dos hijos, sólo para que sepas lo que se siente.
– ¿Qué estás haciendo, Fernando? -dijo Alarcón, encontrando la voz, la presencia de ánimo, ahora que la primera oleada de pavor había pasado-. ¿Qué cono estás haciendo?
– Tú y tus amigos. Sois todos iguales. Eres igual que los demás políticos. Sois todos unos mentirosos, unos embaucadores y unos ególatras. No sé cómo piqué con tu estúpido rollo. Jesús Alarcón, el hombre que quiere hablar contigo sin cámaras, sin hacerse fotos para la prensa, sin estar pendiente de su perfil bueno.
– ¿De qué hablas, Fernando? ¿Qué te he hecho? ¿Cuándo te he mentido o engañado? -dijo Alarcón, suplicante.
– Mataste a mi mujer y a mi hijo -dijo Fernando-. Y luego, como me necesitabas, te hiciste amigo mío.
– ¿Cómo los he matado?
– He leído las notas de la policía. Todos estáis metidos. Rivero, Zarrías, Cárdenas. Tú colocaste la bomba en la mezquita. Mataste a mi mujer y a mi hijo. Mataste a toda esa gente. ¿Y para qué?
– ¿Fernando?
Levantó la mirada. Del otro lado de la verja llegaba una voz distinta. De mujer. No estaba en su cabeza. La sangre le hervía en el cerebro, borboteando y estallando con tal furia arterial que se sintió confuso.
– ¿Gloria? -dijo.
– Soy yo, Cristina. Estoy aquí con el inspector jefe Falcón. Queremos que baje el revólver, Fernando. Esta no es manera de resolver las cosas. Ha malinterpretado…
– No, no. No es verdad. Por fin lo he comprendido perfectamente. Escuchad. Escuchad a mi «amigo», Jesús Alarcón.
Fernando se arrodilló al lado de Alarcón y le susurró al oído con voz ronca.
– No te mataré, ni tampoco a tu familia, con una condición -comentó-. Y es que debes contarles la verdad. Son policías. Ya conocen la verdad. Les contarás la verdad por primera vez con tu pico de oro de político. Cuéntales cómo colocaste la bomba y vivirás. Si no, te mataré, y cuando estés muerto entraré y también mataré a Mónica. Venga, habla.
Fernando se incorporó y clavó el arma en la nuca de Alarcón, quien se aclaró la garganta.
– La verdad -dijo Fernando-, o te mando a las tinieblas. Habla.
Alarcón se santiguó.
– Me ha pedido que cuente la verdad de lo de la bomba -dijo Alarcón, la cabeza apoyada contra el pecho, los brazos inertes a los lados-. Dice que si no cuento la verdad me matará y luego a mi esposa. Sólo puedo contar lo que sé, que quizá no sea toda la verdad, pero sí una parte.
Fernando se echó hacia atrás, el brazo extendido. Ahora apoyaba el cañón del revólver en la coronilla de Alarcón.
– Yo no tuve nada que ver con la colocación de ninguna bomba en la mezquita, que Dios me asista -dijo Alarcón.
Sevilla. Viernes, 9 de junio de 2006, 05:03 horas
No hubo disparos. De la cabeza de Alarcón partió una fuerza que viajó por el cañón del revólver, atravesó la mano de Fernando, su brazo y su hombro y llegó a su cerebro. Hizo estremecer la parte superior de su cuerpo, y el cañón dejó de apuntar, con lo que Fernando tuvo que volver a colocarlo en la coronilla de Alarcón, no una ni dos, sino tres veces. Su dedo acariciaba el gatillo cada ver que volvía a apuntarle. Parpadeó, dio enormes bocanadas de aire y bajó la mirada hacia Alarcón, que unos momentos atrás había sido el objeto de su insondable odio. No podía hacerlo. De algún modo, las palabras de Alarcón le habían arrebatado toda su decisión. Había sido una cura milagrosa a su sed de venganza. Sabía con absoluta certeza que había oído la verdad.
Al alba, cuando el azul de medianoche del cielo se transformaba en añil, Fernando bajó el brazo y lo dejó colgando con el peso del arma. Ferrera avanzó, se la quitó de la mano, ahora floja, y la enfundó. Alejó a Fernando de Alarcón, que cayó hacia delante a cuatro patas.
– Lleva a Fernando al coche y espósalo -dijo Falcón.
Alarcón tenía arcadas secas y sollozaba por el repentino alivio de la tensión. Falcón lo ayudó a ponerse en pie y lo llevó hasta la puerta, donde estaba su mujer, que tenía los ojos como platos y las facciones rígidas. Falcón preguntó dónde estaba el cuarto de baño. La petición devolvió a Mónica Alarcón a la realidad. Acompañó a Falcón y a su marido al piso de arriba, donde los niños estaban levantados, uno agarrando un tigre de peluche y el otro una mantita azul, sin comprender el drama de los adultos. Mónica llevó a los niños al dormitorio. Fue al cuarto de baño, donde su marido intentaba desabrocharse los botones del pijama. Falcón le dijo que ayudara a desvestirse a su marido y lo metiera en la ducha. La esperaría en la cocina.
El agotamiento se apoyó en Falcón como un perro grande y estúpido. Cerró la puerta principal y se sentó a la mesa de la cocina, contemplando el jardín, con una sola idea surcando su mente. Jesús Alarcón no formaba parte de la conspiración. Daba toda la impresión de no ser más que un testaferro dócil e ignorante.
Mónica entró en la cocina y le ofreció café. Le temblaron las manos al coger los platillos y las tazas. Tuvo que pedirle a Falcón que pusiera la cafetera.
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