– Es cierto, Javier. Estamos en el mismo negocio. Los buenos y los malos. ¿Y cuál es tu posición?
– Intento ofrecer soluciones en vez de amenazas -dijo Falcón.
– ¿Qué podría hacer por ti que te hiciera sentir suficientemente en deuda conmigo para decirme lo que está tramando Yacub?
– Si pudieras devolverme al hijo de Consuelo -dijo Falcón-. Eso generaría una enorme gratitud en mí.
Flowers asintió. La luz del patio significaba que sólo la mitad de su cara era visible, la otra mitad estaba totalmente opaca. Una parecía informar a la otra, pensó Falcón. Siempre era mucho más fácil amenazar que ofrecer soluciones.
Casa de Falcón, calle Bailen, Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 22.05
Parecía más tarde de lo que era. Flowers acababa de marcharse. Falcón se quedó en el patio, desplomado en la silla con los pies extendidos. Estaba agotado por la actividad del día y la falta de avances y, después de la implacable sucesión de preguntas del hombre de la CIA, sentía la pesadez de los párpados y cierta tensión en los omóplatos. Ahora se sentía tan vacío como la hojarasca de una planta reseca en el rincón del patio, pero, con Darío en el centro de su conciencia, su mente cobraba vida con el horror de la situación del chico y su incapacidad de hacer nada para remediarlo.
Empezó a preguntarse si estaba destinado a encontrarse con casos de niños maltratados, traumatizados o perseguidos. Desde que descubrió la crueldad con que su padre, Francisco Falcón, lo había explotado cuando era pequeño, parecía haberse convertido en un imán para esos miembros más vulnerables de la sociedad. Tampoco se le escapaba la terrible ironía de su compulsión de descubrir lo que había ocurrido con el hijo desaparecido de Raúl Jiménez, Arturo; y después, tras averiguar que se había criado en Marruecos como Yacub Diuri, haber acabado explotándolo, convirtiéndolo en agente de los servicios secretos españoles, el CNI.
El patio estaba a oscuras. Había apagado la luz. Las vigas de madera crujían en algún lugar a lo lejos, en el amplio caserón. Se inclinó hacia delante, se pellizcó la piel del entrecejo, intentando arrancar ese horrendo nexo, pero lo único que sonsacó fueron imágenes de la cadena de acontecimientos de los últimos años. Un niño huérfano secuestrado por su tía, dos adolescentes utilizadas como esclavas sexuales enterradas en una tumba poco profunda, cuatro niños muertos cubiertos con sus delantales después de que el atentado del 6 de junio destruyese la escuela infantil. Se desentumeció las piernas, se levantó, recogió los vasos vacíos y los restos de patatas fritas y aceitunas, los llevó a la cocina. Esperaba que esta actividad detuviese la actividad febril de su cerebro. Ésta es la plaga de la humanidad moderna, pensó, un mundo tan lleno de información accesible, vidas tan cargadas de trabajo y relaciones, gente tan constantemente conectable que todos hemos desarrollado lo que Alicia Aguado probablemente denominaría taquirrumia . Nada de proceso meditativo, sólo una ralladura mental delirante.
Sonó un timbre, seguido de tres golpes secos, rotundos, en el portón de madera. Mark Flowers que volvía con más preguntas. Ideas de última hora. Atravesó la casa, por debajo de la galería, bordeó el patio. Más golpes secos en la puerta, como un dolor sordo, seguido de un toqueteo más agudo. Encendió las luces, abrió la puerta más pequeña que había dentro del portón de roble macizo. Era Consuelo, a la pata coja, con un zapato en la mano.
– Parecía que con el puño no te impresionaba -dijo, mientras volvía a calzarse-. Deberías arreglar el timbre, o poner una aldaba.
– El timbre funciona bien -dijo Falcón-, pero se tarda un tiempo en llegar de una parte de la casa a la otra.
– ¿Me vas a invitar a pasar?
– Claro -dijo.
Se besaron formalmente en las dos mejillas, reaccionaron con torpeza, y se dirigieron al patio. Consuelo se sentó delante de la mesa. Él le ofreció una copa. Le apetecía una manzanilla. Trajo dos y unas aceitunas. Se sentaron en silencio mirando al mismo punto, exquisitamente conscientes de la presencia del otro, pero comportándose como si estuviesen asistiendo a una actuación que no les interesaba, debido a la enormidad de lo que había ocurrido entre ellos.
– Me sorprende verte aquí después de lo que ocurrió la otra noche -dijo Falcón.
– No esperaba tener que venir a verte.
– ¿Has tenido que venir a verme?
– Nuestros caminos se cruzan, Javier. Parece que no podemos evitarnos -dijo Consuelo-. Es la única explicación que tengo para lo que está ocurriendo. Cuando nos conocimos yo era tu sospechosa. Luego pasé a ser tu amante.
– Luego me dejaste.
– Pero volví, Javier. Gracias a Alicia, volví como una persona diferente.
– ¿Y ahora? -preguntó Falcón-. ¿Tenemos que agradecer a Alicia que hayas venido esta noche?
– Esta vez no -respondió Consuelo-. Hablé con ella. Me escuchó. Me ha hecho sentir más fuerte.
– Y eso no… No, lo olvidaba, has tenido que volver -dijo Falcón-. Sé por qué has venido, porque yo tampoco puedo dejar de pensar en Darío, pero ¿qué o quién en concreto te ha hecho cruzarte en mi camino esta vez?
– Esta vez, Javier, son nuestros enemigos.
Se miraron directamente a los ojos por primera vez desde que Consuelo apareció por la puerta.
– ¿Quieres decir que has tenido noticias de los rusos?
Asintió.
– Pero le dije al inspector Tirado que me llamase si había noticias -dijo Falcón-. Me aseguró que no había ocurrido nada. Ninguna llamada…
– Los llamé yo.
Falcón parpadeó. Ella le contó lo del correo electrónico y la llamada que había hecho desde el fondo del jardín del vecino.
– Y no tenemos grabación de esta conversación -dijo Falcón.
Ella le entregó dos hojas DIN A-4 con la transcripción del diálogo lo mejor que lo recordaba.
– No estaba muy tranquila cuando llamé. Ahora me doy cuenta de que fue una estupidez. Reaccioné en un estado de entusiasmo y pánico, que era como ellos esperaban que reaccionase.
Falcón asintió, leyó varias veces la transcripción.
– Dime algo, Javier -dijo al fin Consuelo, incapaz de soportar más el silencio-. Dime lo que piensas. Hazme preguntas. Todos los detalles, desde el principio.
– ¿Cuándo ocurrió? -preguntó Falcón.
– El correo se envió a las dos de la tarde, pero no lo vi hasta después de las cuatro, luego tuve que cargar el teléfono y abrir una cuenta. Hice la llamada alrededor de las cinco.
– Hace cinco horas.
– No quería llamarte. Ya ves lo complicado que es -dijo Consuelo-. Quería hablar contigo cara a cara. He estado esperando fuera a que se marchara el americano.
– Háblame de la voz -dijo Falcón-. ¿Había una sola voz?
– La primera voz era extranjera. No sé cómo suena el español hablado por un ruso, pero estoy segura de que era extranjero. Lo único que dijo fue Diga y Momentito, pero se notaba.
– Así que la segunda voz fue con la que tuviste esta conversación, y era español.
– Sí, con toda seguridad hablante de español, pero no de España. Yo diría que era sudamericano.
– ¿O cubano? -dijo Falcón-. Todavía hay muchos cubanos que hablan ruso.
– Sí, probablemente. No presté atención a los detalles del acento. Me concentré en lo que decía y en el tono. Fue bastante amable conmigo. La segunda vez que preguntó si sabía por qué habían secuestrado a Darío, lo dijo de otra manera.
– Dijo: «¿Entiende por qué le han quitado a su hijo?» -dijo Falcón.
– Lo dijo como un médico que quería explicar la necesidad de la cuarentena de Darío. Como si tuviera una enfermedad contagiosa y fuese mejor para él. Me conmovió mucho.
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