Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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– Y los peces gordos de los que hablamos son hombres invisibles -dijo Díaz-. Sólo tenemos una fotografía del antecesor de Revnik, de principios de 2005. No tenemos ninguna de Leonid Revnik y sólo contamos con la foto antigua de gulag de Yuri Donstov. Podríamos cruzarnos por la calle con cualquiera de estos tíos sin saberlo.

– Y ninguno de los cargos actuales contra el predecesor de Revnik es el asesinato -dijo Cortés-. Lo detuvieron por blanqueo de dinero, falsedad documental, quiebra fraudulenta y pertenencia a organización criminal. Nada de drogas. Ni tráfico de personas. Ni extorsión. Ni asesinato.

Vibró un móvil. Pérez atendió la llamada.

– ¿Tenéis a alguien infiltrado en la banda de Revnik? -dijo Falcón, mirando a Cortés y Díaz.

– Tenemos informantes -dijo Díaz.

– ¿En qué punto de la jerarquía? -preguntó Falcón-. Todos estos negocios propiedad de los gánsteres deben de estar regentados por gente de la zona.

– Pero ninguno tiene acceso a Revnik -dijo Cortés.

Díaz y Cortés se miraron, y el gesto negativo de este último con la cabeza era apenas perceptible en la luz mortecina de la plaza.

– Eran los de Tráfico -dijo Pérez-. Han encontrado el coche del Pulmón en la calle Hernán Ruiz. Hay una camiseta manchada de sangre en el asiento trasero. Más vale que me acerque por allí.

– Vete con Felipe, del departamento Forense -dijo con Ramírez, suspirando-. Yo también voy; me queda de camino.

Pagó Falcón. Intercambió números de teléfono con Cortés y Díaz, que seguían acabándose las cervezas. Volvió al Palacio de Justicia a recoger el coche.

Salieron a su encuentro en los jardines Murillo.

– Lo siento, Javier -dijo Cortés-. Necesitábamos conseguir autorización antes de hablar contigo sobre nuestros informantes y no queríamos hacerlo en compañía.

– Acabamos de colocar a una informante cerca de Leonid Revnik -dijo Díaz-. Es una malagueña de veinticinco años…

– Que es un monumento de la leche -precisó Cortés-. Podría estar dándose la vida padre con cualquier futbolista o estrella de cine, pero la pobre zorra estúpida ha elegido a un gánster que responde al nombre de Viktor Belenki.

– El nombre me suena -dijo Falcón, recordando que Pablo del CNI lo había mencionado-. Es la mano derecha de Revnik y dirige todas las empresas de construcción de la Costa del Sol. ¿Y por qué la chica informa sobre él?

– Estamos en las primeras fases -dijo Cortés-. El mes pasado encontramos al hermano de la chica en un yate con los imbéciles de sus amigos y setecientos kilos de hachís, y no es de esa clase de críos que durarían mucho en una prisión de alta seguridad.

– ¿Tiene nombre, la chica?

– Por el momento la llamamos Carmen -dijo Díaz.

* * *

La luz estaba apagada en el portal de la casa de Falcón en la calle Bailen. Dio marcha atrás y dejó el coche en los adoquines entre los naranjos. Mientras subía hasta la puerta de la entrada, tropezó y sintió un escalofrío en las tripas cuando vio aparecer entre las sombras a una persona que lo agarró del brazo.

– Cuidado, Javier -dijo Mark Flowers-. ¿Has bebido?

– Me he tomado un par de cervezas, pero eso no es nada -dijo Falcón-. Me preguntaba cuándo vendrías…

– ¿Reptando como la carcoma?

– A verme.

– Pues aquí me tienes -dijo Flowers-. ¿Entramos?

Falcón nunca sabía dónde estaba con Mark Flowers, pero así era el estilo de Flowers. Quería ser indescifrable. ¿Qué sentido tendría ser agente de comunicaciones en el Consulado Estadounidense de Sevilla si todo el mundo supiera que en realidad era un agente de la CIA que informaba para Madrid?

Flowers era un tipo apuesto de cincuenta y cuatro años, varias veces casado y divorciado. Se le había caído mucho el pelo en los últimos dos años, de modo que tenía que recurrir al peinado en tejadillo para cubrir la calvicie. Era un pelo ya entrecano, pero se lo teñía. Y Falcón sospechaba que, durante unas largas vacaciones en Estados Unidos, Flowers había recurrido a cierta clase de cirugía plástica en el contorno de los ojos y en el cuello.

– ¿Estás de luto, Mark? -preguntó Falcón, comprendiendo que el motivo por el que no había visto a Flowers era que iba totalmente vestido de negro.

– Me hace más delgado -dijo Flowers, ondeando la camisa holgada de manga corta sobre su creciente barriga-. Al llegar a mi edad y mi peso, hay que echar mano a todos los recursos.

Salieron al patio de la casa. El chico de bronce corría por la fuente, el agua estaba lisa como un espejo.

– ¿Nos sentamos aquí fuera? -sugirió Falcón-. Te apetecerá tomar un whisky. Supongo que ya has cenado.

– Ya me conoces, Javier. Acabo antes de las seis y media.

– ¿Glenlivet?

– Magnífico, para variar de la turbera que sirves habitualmente.

– Como sabes, estuve en Londres -dijo Falcón-. Siempre estoy pensando en ti.

– Con hielo, no le eches agua -dijo Flowers.

Falcón fue a la cocina, volvió con las copas. Una cerveza fría para él. Unas aceitunas. Un cuenco de patatas fritas.

– Últimamente mis días son muy largos -dijo Falcón, mientras le daba el whisky-. He perdido la cuenta de dónde estoy. ¿Qué hora es?

Flowers estaba a punto de mirar la hora. Recordó.

– No voy a picar tan fácilmente, Javier.

Era una broma que se traían desde que Falcón observó que un día Flowers miraba ostentosamente su reloj, un Patek Philippe. En aquel momento no significaba nada para Falcón, hasta que vio en una revista a bordo que su precio de venta al público era de 19.500 euros. Se lo había comentado a Flowers, que le dijo: «Nunca llegas a tener un Petek Philippe, Javier. Te limitas a cuidarlo para la siguiente generación». Posteriormente Falcón había averiguado que las palabras de Flowers procedían del eslogan del anuncio de Patek Philippe, y empezó a tomarle el pelo con el tema. Uno de los motivos por los que Falcón hacía esto era que quería sentirse más relajado en compañía de un hombre en el que no confiaba del todo.

– Días largos en Londres -dijo Flowers, mientras dejaba el vaso en la mesa.

– Y aquí.

– ¿Qué está pasando aquí?

– El sábado, mientras yo estaba en Londres, secuestraron al hijo pequeño de Consuelo.

Flowers asintió. Ya lo sabía. Lo que significaba que había hablado con el CNI.

– Lo siento -dijo-. Es una enorme presión. ¿Qué coño está pasando, Javier?

Falcón recitó la retahíla sobre Marisa Moreno y las llamadas amenazadoras de los rusos. Flowers quería saber qué tenían que ver los rusos en todo eso y Falcón empezó desde el principio, con el accidente de coche de Lukyanov, el dinero, los discos y el vínculo que estableció Ferrera con Margarita, la hermana de Marisa.

– Es un duro trabajo policial, Javier.

– Tengo un equipo muy bueno. Todos están dispuestos a hacer un poco de trabajo extra, y es entonces cuando puedes tomarte un respiro -dijo Falcón-. Puede que te interese la identidad de uno de los tipos que vimos en los discos.

– No me digas que era alguien del Consulado Americano. Tengo que mirarles a los ojos todos los días.

– Un tipo llamado Juan Valverde.

Flowers no reaccionó.

– ¿Tiene que sonarme? -preguntó Flowers-. Si es un jugador de fútbol, no tengo ni idea, Javier.

– ¿Te acuerdas de aquella empresa que te pedí que investigases en junio?

– I4IT, propiedad de Cortland Fallenbach y Morgan Havilland.

– Juan Valverde es el director general de la división europea -dijo Falcón-. ¿Sabes si tienen algún plan de inversión en Sevilla, o al sur de España?

– Sólo tengo la información que me pediste en junio -dijo Flowers-. No hago un seguimiento de sus movimientos, Javier.

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