Robert Wilson - La ignorancia de la sangre

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Una oscura noche de septiembre, Vasili Lukyanov, un mafioso ruso que se dirige a Jerez de la Frontera, muere en un aparatoso accidente de tráfico. El inspector Javier Falcón se persona en el lugar del siniestro: además de la terrible visión del cadáver ensartado en una barra de hierro, encuentra en el portaequipajes del coche una maleta que contiene casi ocho millones de euros en billetes usados, champán Krug y vodka helado. A Falcón no le será difícil seguir el rastro del muerto hasta la mafia rusa que opera en la Costa del Sol, donde el tal Lukyanov había sido acusado de violación, pero nunca juzgado.
Entre tanto, la vida de los allegados al inspector jefe de Homicidios sevillano va transformándose en una pesadilla: su amante, Consuelo Jiménez; su ex mujer, Inés, y su marido, el juez Esteban Calderón parecen víctimas de una maldición. Demasiada casualidad, porque Falcón sigue empeñado en cumplir su promesa de detener a los autores del atentado del 6 de junio en una mezquita de Sevilla y ha encontrado una conexión, aparentemente improbable, entre éste y el trágico destino de Lukyanov. Poco a poco se va acercando…
Nunca habría imaginado lo que aún le esperaba: algún que otro fantasma del pasado, fanatismo y dolor. La verdad tiene a veces un precio muy alto.

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– ¿Sabes lo que ha pasado ahí arriba?

Puerta negó con la cabeza, manoseándose un espasmo en la mejilla.

– Alguien ha matado a su novia.

– ¿A Julia? -dijo Puerta, que alzó la vista con sus brillantes ojos verdes, debilitados como limo.

– Le pegaron un tiro en la cara.

Parecía que a Puerta le costaba tragar. La mano del cigarrillo temblaba al acercarla a la boca. Tosió. El humo salía deshilachado. Se encorvó, apoyó la frente en la mano buena y sollozó para sus adentros, en silencio. Falcón le dio una palmada en el hombro.

– ¿Por qué no me cuentas lo que viste -dijo-, y así podremos echarle el guante al tipo que mató a Julia antes de que mate a tu amigo?

* * *

– Así que ahora estamos seguros de que hay un ingrediente de la mafia rusa -dijo Aníbal Parrado, el juez de instrucción, caminando por la ventana del piso del Pulmón.

– Pero sólo tenemos el testimonio de una ruina de yonqui y ni una sola prueba -dijo Falcón-. Marisa Moreno ni siquiera nos dijo que los rusos tenían retenida a su hermana; sólo lo hemos conjeturado por el hallazgo del disco en posesión de Vasili Lukyanov. Los de Estupefacientes nunca habían visto a este cubano, no saben nada de ninguna implicación rusa. No puedo darte nada que puedas utilizar en los tribunales, a no ser que encontremos al Pulmón.

– ¿Y adónde vas ahora?

– Estoy buscando a gente que haya tenido contacto directo con los rusos -dijo Falcón-. Marisa Moreno ha muerto. Vamos a tardar en encontrar al Pulmón. Tengo a otro candidato.

Falcón se sentó en el coche para hacer varias llamadas, con el fin de averiguar dónde estaba Alejandro Spinola en ese momento de la tarde. Pero estaba en una conferencia de prensa en el edificio del Parlamento Andaluz. Falcón salió de Las Tres Mil, optó por tomar la circunvalación para evitar el tráfico del centro.

Alejandro Spinola era todo lo guapo que puede ser un hombre sin traspasar la línea del género. Le gustaba acariciarse el largo pelo negro con raya al medio, y sujetárselo con el puño en la parte posterior de la cabeza. Tenía el cuerpo atlético de un jugador de tenis profesional ligeramente desmejorado. Llevaba un traje de buen corte, una corbata de seda azul claro y una camisa blanca, cuyos puños sobresalían de las mangas. Tenía facilidad de palabra y entretenía a la prensa mientras giraba un anillo de oro en un dedo de la mano derecha. Aparentemente, no tenía intención de ser el segundo violín del alcalde el resto de su vida. Rezumaba excesiva vanidad por todos sus poros. Era un hombre que había aprendido a no parpadear ante los flashes y a bailar claque al son de la percusión de los obturadores.

La prensa se arremolinaba alrededor de Spinola, en busca de una declaración extraoficial. Falcón se abrió paso entre los periodistas y mostró a Spinola su placa policial.

– ¿Esto no puede esperar? -preguntó, con cuidado de no utilizar el rango de Falcón delante de la prensa política.

– Probablemente no -dijo Falcón.

Spinola lo cogió del brazo y lo guió hacia el exterior de la sala, lanzando bromas y cumplidos a su paso. Atravesaron el pasillo; Spinola buscó un despacho vacío, encontró uno. Se sentó al otro lado de la mesa, abrió uno de los cajones laterales y apoyó sus caros mocasines en el borde. Se acomodó en el respaldo con las manos apoyadas en el vientre, que presentaba la primera acumulación de grasa de la mediana edad.

– ¿Qué puedo hacer por usted, inspector jefe? -preguntó, vagamente entretenido por toda la situación.

– Quiero hablar con usted sobre Marisa Moreno.

– ¿La novia de Esteban? -dijo, frunciendo el ceño-. Apenas la conozco.

– Pero la conoció usted antes.

– Eso es cierto. La conocí en la inauguración de una galería -dijo, asintiendo, mientras desviaba la vista hacia la ventana-. En los últimos años Esteban no ha tenido mucho tiempo para el arte. Antes siempre iba a las inauguraciones. Siempre le ha interesado la pintura, la literatura, ese tipo de cosas, mucho más que a mí.

– ¿Entonces por qué fue usted?

– Por la gente. Un buen marchante de arte siempre reúne a su alrededor a gente interesante. Los coleccionistas suelen tener dinero e influencia. Y ése es mi trabajo.

– ¿Cuál es su trabajo?

– Trabajo para el alcalde.

– Eso es lo que me dijo Esteban -dijo Falcón-. Supongo que tendrá algo más que añadir.

– Procuro que el alcalde esté en contacto con la gente adecuada para lograr sus objetivos -dijo Spinola-. Las cosas no ocurren solas, inspector jefe. Para cualquier cosa, ya sea construir una mezquita en Los Bermejales, o peatonalizar la Avenida de la Constitución, o remodelar La Alameda o construir un metro debajo de la ciudad, hay que tratar con numerosas personas. Residentes airados, grupos religiosos descontentos, contratistas decepcionados, taxistas furiosos, por mencionar sólo algunos.

– Presumiblemente también hay gente contenta.

– Claro. Mi trabajo consiste en ayudar al alcalde a convertir a los descontentos en… bueno, quizá no totalmente contentos, pero al menos más callados, más manejables.

– ¿Y cómo lo consigue?

– Seguramente conocerá a mi padre, inspector jefe, es abogado -dijo Spinola-. Nunca he tenido el temperamento necesario para sentarme a aprender infinidad de cosas en los libros, como Esteban. Pero a mi manera soy como ellos dos. Un tipo muy persuasivo.

– ¿Y qué pasó con Marisa? -preguntó Falcón, sonriente.

– Ah, sí, justo, exacto. Qué pasó con Marisa… -dijo Spinola, dedicándole una risa de dilación-. La conocí en la Galería Zoca. ¿La conoce? Junto a la Alfalfa. Ella no exponía. No tiene tanto nombre para esa sala. Pero es muy guapa, ¿verdad? Así que José Manuel Domecq, el propietario, siempre la invita, ya sabe, para embellecer la habitual reunión de sapos y truchas con bolsos y carteras de piel de cocodrilo, repletos de dinero. Yo ya conocía a todo el mundo, así que no tenía que trabajar mucho, y salimos todos a cenar. Marisa y yo nos sentamos juntos y, ya sabe, inspector jefe, hicimos buenas migas. Hicimos muy buenas migas.

– ¿Se acostó con ella?

Spinola al principio entrecerró los ojos, como si se preparase para ofenderse, pero al final optó por la sutileza. Se rió, con un gesto algo amanerado.

– No, no, no, que no, inspector jefe. De eso nada.

– Ya -dijo Falcón-. Disculpe que le haya entendido mal.

– No. Nos dimos los teléfonos y la llamé a la semana siguiente para invitarla a la recepción al aire libre en la casa de la Duquesa de Alba. Es una celebración anual y pensé que sería… exótico aparecer con una belleza negra del brazo.

Cuando los ojos de Spinola volvían a recorrer la sala desde la ventana, se detuvieron un instante para comprobar qué tal le iba a Falcón, y luego continuaron hacia la puerta. Para ser un hombre tan persuasivo, a Spinola no se le daba bien el contacto ocular.

– ¿Y cómo fue el momento en que presentó a Marisa a su primo?

– Bueno, la verdad es que no fue una presentación, porque Esteban se plantó a mi lado pocos segundos después de que yo llegase y él mismo se presentó a Marisa.

– Creo que hay algo que no recuerda bien.

– Qué va. Lo recuerdo perfectamente. Esteban la alejó de mí mientras yo me ahogaba entre la multitud. La acaparó toda la noche.

– Creo que eso es dudoso -dijo Falcón-, porque Esteban estaba casado con Inés y, en aquel momento de su relación, no tenía la costumbre de exhibir abiertamente su propensión a la infidelidad, sobre todo delante de sus padres y sus suegros y, por supuesto, de su padre, el juez decano de Sevilla, para el que trabajaba.

Una pausa para pensar. Cierta reordenación de los detalles. Falcón oía el ajetreo de los muebles cambiando de sitio en el cerebro de Spinola. De pronto, el conseguidor del alcalde se encogió de hombros y levantó la mano.

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