– ¿Cómo estás? -preguntó Alicia.
– Muchas complicaciones -respondió Falcón.
– Parece ser lo normal en la gente de nuestra edad.
Falcón le dijo que habían secuestrado al hijo pequeño de Consuelo y le contó también el efecto que eso había tenido en su relación. Alicia se quedó asombrada, dijo que iba a llamar a Consuelo inmediatamente.
– Se estará volviendo loca.
– No le digas que te lo he contado yo -dijo Falcón.
– Claro que no.
La acompañó al taxi, mientras el calor caía de plano sobre las cabezas. Le abrió la puerta del taxi, mostró al taxista su placa de policía, y señaló el taxímetro con una mirada larga y dura. El taxista lo puso a cero y arrancó.
Cuando los guardias trajeron a Calderón a la sala habilitada por el director de la prisión, parecía tan desencajado que Falcón pensó que debería mandarlo de vuelta a la celda. Los guardias lo sentaron y lo dejaron en la sala. Calderón hurgó en los bolsillos en busca de tabaco, encendió un cigarro, dio una profunda calada, se balanceó en la silla.
– ¿Qué te trae por aquí, Javier? -preguntó.
– ¿Estás bien, Esteban? Pareces…
– ¿Desaliñado? ¿Loco? ¿Jodido? -dijo Calderón-. Elige lo que quieras. Todo eso es verdad. ¿Sabes una cosa? Antes no era muy consciente, pero no existe ningún lugar donde puedas esconderte en la psicología… tú no lo llamarías terapia exactamente, ¿verdad? Es más como… una extracción. Psicoextracción. Arrancar del cerebro los recuerdos podridos.
– Acabo de ver a Alicia en el aparcamiento.
– Ésa no dice ni papa -dijo Calderón-. Creo que el psicoanálisis no es muy distinto del póquer, salvo porque nadie sabe qué cartas tiene. ¿Te ha dicho algo interesante?
– Sobre ti no ha dicho nada. Es muy discreta. Ni siquiera me ha dicho por qué había venido -dijo Falcón-. A lo mejor no deberías verlo como una extracción, Esteban. No se pueden extraer los recuerdos, ni tampoco es posible esconderse de ellos sin consecuencias. Sólo los iluminas.
– Te lo agradezco, Javier -dijo Calderón, restándole importancia-. Ya veré si así resulta menos doloroso. La doctora Aguado me preguntó qué quería conseguir en estas sesiones. Le dije que quería saber si había matado a Inés. Es interesante. No es muy distinto de un abogado que expone los argumentos de un caso. Empieza con una premisa: Esteban Calderón odia a las mujeres. Yo, ¿te imaginas? Luego empieza a sonsacarme paridas como lo mucho que desprecio a mi estúpida madre y cómo me follaba a una novia a la que no le gustaban mis poemas.
– ¿Tus poemas?
– Yo quería ser escritor, Javier -dijo, levantando la mano-. Fue hace mucho tiempo y no voy a entrar en eso. ¿Qué haces aquí?
– Estamos avanzando en el asesinato de Inés -dijo Falcón-. Pero también nos hemos encontrado con un muro de ladrillo.
– Venga, Javier. No me vengas con gilipolleces.
– He estado trabajando sobre Marisa.
– Eso suena como el tratamiento de la toalla mojada.
– Probablemente fue algo así para ella, y le han dado por todas partes -dijo Falcón, que pasó a contarle el hallazgo del vídeo de Margarita, las llamadas amenazadoras y el secuestro de Darío.
– Disimulas la confusión interior mucho mejor que yo, Javier.
– Es la práctica -dijo Falcón-. En fin, el caso es que mandé a Cristina Ferrera a hablar con Marisa, y, aunque estaba bebida y drogada, reconoció bastante bien que la habían coaccionado para iniciar una relación contigo.
– ¿Quién?
– La gente que tiene retenida a su hermana. Un grupo mañoso ruso.
Calderón fumaba intensamente, mirando al suelo.
– Lo que necesito saber de ti, Esteban, es cómo conociste a Marisa -dijo Falcón-. ¿Quién os presentó?
Silencio unos instantes, mientras Calderón se inclinaba hacia atrás en la silla y entrecerraba los ojos.
– Ha muerto, ¿verdad? -dijo él-. Recurres a mí porque ella no te puede contar nada más.
– La asesinaron anoche -dijo Falcón-. Lo siento, Esteban.
Calderón se inclinó a través de la mesa, levantando la vista para mirar la cabeza de Falcón.
– ¿Por qué lo sientes, Javier? -preguntó, dándose golpecitos en el pecho-. ¿Lo sientes por mí, porque crees que yo la quería y que ella sólo follaba conmigo porque recibía órdenes?
– Lo siento porque era una mujer en una posición imposible, bajo una inmensa tensión, que sólo pensaba en la seguridad de su hermana -dijo Falcón-. Por eso no quiso hablar con nosotros. Un motivo singular, pero contundente.
Eso tuvo cierto efecto en el equilibrio de Calderón. Hasta se bamboleó en la silla y tuvo que reafirmarse apoyando las manos en la mesa. La emoción emergió en su pecho. Y quizá porque esta conversación vino justo después de su sesión con Alicia Aguado, logró ver más allá de sus propios intereses y comprender que tenía delante a un hombre con un eje moral propio, totalmente diferente.
– Tú la has perdonado, ¿verdad, Javier? -dijo-. Sabes que Marisa estaba de algún modo implicada en la muerte de Inés, y sin embargo…
– Sería muy útil que pudieras recordar quién te presentó a Marisa -dijo Falcón.
– ¿Quiere esto decir -dijo Calderón, conteniendo las lágrimas- que no fui yo?
– Significa que Cristina Ferrera pensó que Marisa, que estaba borracha en ese momento, había sido coaccionada para entablar una relación contigo -dijo Falcón-. Marisa nunca reconoció que hubieran sido los rusos quienes la obligaron. No tenemos una declaración firmada ni una grabación de la conversación. No hay una prueba nueva. Sin embargo, hemos perdido a Marisa. Nunca podremos oír su testimonio. Tenemos que volver a un nivel de implicación anterior, lo que requiere averiguar cómo te conoció. ¿Quién os presentó?
Falcón veía claramente que Calderón recordaba. Miraba fijamente a un punto situado encima de la cabeza de Falcón y se pasaba la uña del pulgar entre los incisivos, sopesando algo; fuera lo que fuese, tenía peso.
– Fue en una recepción al aire libre en la casa de la Duquesa de Alba -dijo Calderón-. A Marisa me la presentó mi primo.
– ¿Tu primo?
– Es el hijo del juez decano de Sevilla -dijo Calderón-. Alejandro Spinola. Trabaja en la Alcaldía.
Afueras de Sevilla. Lunes, 18 de septiembre de 2006, 13.30
Falcón recibió el aviso al volver de la cárcel.
– Dos agentes de la Brigada de Estupefacientes de Las Tres Mil han dado parte de un doble asesinato en el piso de un traficante de drogas llamado Roque Barba, también conocido como el Pulmón -dijo la operadora-. Un varón cubano llamado Miguel Estévez apareció en la sala de estar, con dos tiros en la espalda y apuñalado en el costado, y una mujer española, Julia Valdés, que se cree que era la novia del Pulmón, apareció en el dormitorio con una herida de bala en la cara.
Falcón salió de la autopista hacia la circunvalación. Tomó la salida anterior al club de golf y enlazó con la carretera de Su Eminencia, una vía que siempre había pensado que tenía un nombre ridículo, dado que albergaba uno de los proyectos de viviendas de protección oficial más lúgubres de Sevilla.
En las décadas de los sesenta y los setenta, el Ayuntamiento había desplazado a los gitanos del centro hacia esta urbanización de edificios de pisos situada en el límite de la civilización. Varios años de pobreza, falta de vida comunitaria y dignidad habían transformado un intento poco entusiasta de ingeniería social en un barrio de drogas, asesinatos, robos y vandalismo. Esto no significaba que el barrio fuese desalmado. Algunas de las mejores voces de flamenco provenían de ahí, y unas cuantas habían cumplido condena en la cárcel que acababa de visitar Falcón. Pero lo cierto es que el alma no se reflejaba en el paisaje desnudo desprovisto de árboles, ni en los mugrientos muros de hormigón, ni en la ropa barata tendida en barrotes metálicos delante de ventanas y rellanos, ni en la basura acumulada en los sótanos y huecos de escalera, ni en las pintadas y el ambiente de absoluta desolación que indicaban que aquélla era gente olvidada en un lugar dejado de la mano municipal.
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